La abogada y excampeona de rallies Carina Boronat Gudiol recibe el 8 de enero de 2016 la primera noticia de un secuestro que va a ocupar sus siguientes seis meses: “Le informo de que los cuadros depositados por su hermano en los trasteros ya no están allí. La cuestión es si quieren recuperar el greco, el murillo, el atribuido a Velázquez… En total hay 70 y toda la obra de su madre”. El rescate se cifra en 600.000 euros.
Es un robo de novela en el que los Mossos d’Esquadra llegan a sospechar de casi todos (incluidos un hermano y una limpiadora) y que destapa un drama familiar. La madre, la pintora Montserrat Gudiol, acaba de morir tras un largo crepúsculo, y eso pone en riesgo el rico patrimonio familiar y también el legado artístico de una mujer que encandiló a la burguesía catalana de los setenta y ochenta con sus retratos de figuras etéreas, envueltas en un rojo intenso y que el mercado del arte recibió con entusiasmo.
En su casa de La Garriga, a una hora de Barcelona en coche, Carina Boronat recuerda ahora junto a una Maternidad un episodio que sigue vivo (el juicio por el secuestro aún debe celebrarse): ”De ella se conocen las pinturas rojas. A mí me gusta esta, negra. El niño podría ser un refugiado. La oscuridad refleja mejor su pesimismo: sabía que el mundo era una mierda”.
De haber intuido lo que se le venía encima cuando llevó ese correo a la comisaría —las presiones de la investigación, la ruptura definitiva de los seis hermanos, la pugna por la herencia—, Boronat no habría movido un dedo. Pero al menos ha logrado recuperar las obras y el patrimonio de su madre, “la gran olvidada en esta historia”.
Montserrat Gudiol, primera mujer que ingresó en la Real Academia de Bellas Artes Sant Jordi y una de las primeras divorciadas en España, muere la Navidad de 2015, a los 82 años. Casi de forma simultánea, unos individuos irrumpen en los trasteros de un polígono industrial de Sant Adrià (Barcelona). El hijo mayor, Francisco —que fue su tutor por orden judicial en los últimos años de vida debido a una enfermedad degenerativa—, había trasladado allí casi toda su obra y la rica colección de arte familiar, amasada por el padre de la artista, el historiador del arte Josep Gudiol.
Los ladrones saben lo que buscan. Abren la caja B44, que contiene lo más valioso, incluido un San Francisco en oración atribuido al Greco. ¿Quién les ha dado esa información?
“No intenten hacer una entrega de dinero controlada, me daré cuenta y no apareceré”, escribió a la familia de Gudiol el secuestrador de los lienzos
Los Mossos sospechan de entrada de Francisco: sacó el legado de un piso de la calle de Balmes con seguridad y conserje para llevarlo a un trastero del extrarradio en el que se prohíbe depositar objetos de “alto valor” y cuya alarma no funcionaba en las fechas del robo.
En un inquietante pasaje del sumario, al que ha accedido EL PAÍS, la policía asegura que el primogénito decidió “no intervenir” para sustituir la sonda gástrica con la que se alimentaba Gudiol, que acabó así “consumida”. Francisco, con una vida marcada por los excesos y el consumo de drogas, “sabía que su madre moriría”. Carina, de 58 años, lo expresa de un modo más siniestro: “A mi madre la mataron”.
El pasado no ayuda al hermano mayor. En 2014, Francisco había denunciado el robo de unos cuadros en su casa. Los Mossos creen que lo fingió para venderlos a espaldas de los hermanos y costear “un tren de vida superior a sus recursos”. Pero los pinchazos telefónicos y los seguimientos le alejan del robo del trastero: es inocente.
Mientras, el misterioso secuestrador sigue escribiendo. “No intenten hacer una entrega de dinero controlada, me daré cuenta y no apareceré”. Carina, que pretende ganar tiempo para los policías, responde que quiere una foto de los cuadros como “prueba de vida”. Los agentes estrechan el cerco y, gracias al dueño del locutorio desde el que enviaba los correos, le identifican: Ricardo E. es vecino de Nou Barris, el distrito más pobre de Barcelona, y tiene antecedentes por tráfico de drogas. El momento es muy delicado. Ricardo E. amenaza con buscar otra salida (“puedo vender la información a un grupo ruso, rumano o chino”), pero no consigue colocar los cuadros en el mercado legal. Lo ha intentado, sin éxito, con una marchante de arte a la que arrastró hasta los bajos fondos de la ciudad. En su declaración, la mujer dirá que declinó la oferta por “ética” y definirá a Ricardo E. como un “pintor amateur” que le mostró obras suyas “abstractas, figurativas y expresionistas”.
La oportunidad para cazar al ladrón llega el 7 de junio 2016. Ricardo E. aparece en el Port Olímpic de Barcelona junto a tres hombres, que cargan grandes paquetes de un almacén a una furgoneta. Pretenden llevarlos a la Costa Brava, pero los Mossos les paran en el peaje.
La Fiscalía pide tres años y medio de cárcel por robo con fuerza para Ricardo E., Sergio Félix M. y Antonio R. Este último fue, presuntamente, quien supo del botín por la indiscreción de la mujer que limpiaba en casa de Montserrat Gudiol y de su hijo Francisco.
La asistenta estuvo en el radar de los Mossos. Había conocido a Antonio R. en los servicios sociales del barrio. Tuvieron “un lío”, según el hombre, y este cortó la relación cuando ella empezó a enviarle “fotos picantes” por Facebook. Sin embargo, el juez ha rechazado sentarla en el banquillo, por falta de pruebas. Pero es muy posible que la mujer fuera, por imprudencia, la chispa que conectó dos mundos de una misma ciudad. “Puede ser” que le dijera a Antonio R. dónde trabajaba, “puede ser” que le mencionara que en la casa había cuadros, “puede ser” que le hablara del traslado a un trastero. Lo que se ignora es por qué la banda conocía al detalle —como muestran los correos— la lista de obras de arte.
Tras su detención, Antonio R. quiso ablandar a la policía y le informó de que había más: los óleos valiosos de verdad estaban en la furgoneta de un aparcamiento vigilado. Así aparecieron el San Francisco de El Greco, la Flagelación de Jesús, de Pedro Machuca, o la Virgen con niño, de Murillo. El de Velázquez se lo habían olvidado en el trastero. Todos ellos son “atribuidos”, y no está clara su autoría, según los informes del Departamento de Cultura de la Generalitat. El greco puede rondar el millón de euros si es auténtico, y los 150.000 euros si es atribuido.
El peritaje de esta pintura es el último episodio de un enfrentamiento familiar que empezó mucho antes, con la venta de un goya que reinaba en el piso de Balmes y que vendió la propia Gudiol. El trato dado a la artista desde su incapacitación en 2007 irritó a Carina, y la motivó para cursar la carrera de abogada. Ahora está satisfecha, al menos, de que las obras —después de un periplo por un trastero, un almacén y una comisaría— estén al fin en lugar seguro. Pero por prudencia no dice dónde.
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