Los Montes de Málaga, un secreto a las puertas de la ciudad

En el año 1772, el viajero inglés Francis Carter quedó prendado de un paraíso inesperado. Lo encontró en Málaga y lo describió como un horizonte de cumbres “muy elevadas” y hondos valles que protegían a la ciudad. Desde la lejanía, le pareció un lugar tan árido como estéril. Cuando se acercó, ascendiendo por escarpados caminos que hasta los mulos recorrían con cautela, reconoció su error. Encontró allí un continuo viñedo, origen de los vinos dulces y las pasas que dieron a conocer a Málaga mundialmente. Destacó entonces la “templanza del clima, los parajes románticos y la belleza de las vistas” que, con el Mediterráneo como telón de fondo, incluían olivos, almendros e higueras.

Aquel paisaje murió. Un siglo después de su visita, la filoxera arrasó la inmensa mayoría de viñas malagueñas y, con ellas, la economía. La enfermedad llegó en 1878 y a finales de siglo solo quedaban unas cuantas cepas en pie. Apenas permanece hoy su recuerdo en los libros de historia y en las líneas que Carter escribió en su joya literaria Viaje de Gibraltar a Málaga. Lo que nadie preveía es que aquel desierto se convertiría, otro siglo después, en el parque natural de los Montes de Málaga. Un denso pinar de 5.000 hectáreas lleno de vida, senderos y miradores que aún esconde las huellas de aquella historia. Y que, a pesar de su cercanía a la ciudad andaluza, permanece como un rincón desconocido para buena parte de la población local.

El espacio natural se desparrama por una abrupta geografía de lomas empinadas y torrenteras al norte del término municipal malagueño, ocupando también una pequeña porción de las localidades de Casabermeja y Colmenar. Este pulmón verde nació para evitar nuevas desgracias después de que las riadas de 1907 causaran estragos en Málaga. Eran las cuartas inundaciones en lo que iba de (recién estrenado) siglo y las autoridades decidieron tomar cartas en el asunto, ideando un plan de reforestación en la ribera izquierda del río Guadalmedina. El bosque originario había desaparecido esquilmado durante siglos y, sin viñas, aquello era un erial que se venía abajo con la lluvia. El objetivo era fijar la tierra al suelo con coníferas de rápido crecimiento y eliminar futuros riesgos. El trabajo, tras la expropiación de 95 fincas, culminó en los años cincuenta. Décadas más tarde, la Junta de Andalucía quiso proteger la arboleda y en julio de 1989 nació el parque natural. Más allá de sus límites, eso sí, se extienden otros varios miles de hectáreas que aún conservan rasgos de aquel paisaje de secano, con higueras aferrándose a las rocas en los secos cauces mientras olivos y almendros se despliegan casi sin aprovechamiento. Todos conviven con las reliquias del pasado en forma de silenciosos lagares en ruinas. Los mismos que quedaron despoblados con la filoxera. La mayoría de sus habitantes se mudaron a la ciudad, formando barriadas como las de Mangas Verdes, Puerto de la Torre, La Mosca o Las Cuevas.

“Málaga no es solo playa, eso es muy reciente. Su verdadera historia está ahí arriba”, relata José Antonio Rosa, presidente de la Asociación de Amigos del Parque Natural de los Montes de Málaga. Son muy activos y lo mismo dedican un fin de semana a reforestar con especies autóctonas que a organizar rutas senderistas que finalizan con unas migas populares. Un café y un pitufo de lomo en manteca en Casa Vázquez es la forma ideal de tomar energías para adentrarse en los senderos que recorren el interior del parque. Hacerlo con Rosa, trabajador del área de Urbanismo del Ayuntamiento de Málaga, supone enamorarse de golpe de un terreno que esconde mucho más de lo que ofrece a simple vista, como comprendió Carter hace 250 años. Los aromas a tomillo, romero y lavanda, las huellas de los jabalíes en su busca de alimento o la sorpresa de ver un camaleón son algunos de sus ingredientes. Entre la bruma hay viejos lagares, viviendas donde se fabricaba vino y aceite. Muchas eran humildes y estaban levantadas por sus propios moradores con los materiales que ofrece la tierra, mientras otras eran arquitectura culta que ejercía de refugio vacacional de la alta burguesía local. Para el historiador Manuel Muñoz, autor del libro De viñedo a pinar, en ambos casos suponían “una obra de verdadero amor” que constituye “uno de los signos más llamativos de la identidad étnica” de la población de estas montañas, habitadas desde la prehistoria y hoy prácticamente vacías.

Las vacaciones del joven Picasso

Foto de Pablo Picasso (en primer plano, sentado en la silla de madera) en un almuerzo familiar en el lagar de Llanes, en 1896. 
Foto de Pablo Picasso (en primer plano, sentado en la silla de madera) en un almuerzo familiar en el lagar de Llanes, en 1896. 

Rodeado de su familia, sentado en una silla a punto de empezar a comer, un adolescente Pablo Picasso se giraba hacia la cámara del fotógrafo José Román. Era 1896 y su familia pasaba ese verano, como el anterior y el siguiente, en el lagar de Llanes, etapa de la que hay diversas imágenes de Picasso. La fachada de este edificio del siglo XVIII se escondía tras un jazmín y una parra. Siempre en construcción, contaba con capilla y alambique. Situado cerca del arroyo Jaboneros y hoy abandonado, era propiedad de los padrinos del aún joven pintor. Su familia, ya asentada entonces en A Coruña y luego en Barcelona, volvía durante las vacaciones estivales a sus raíces, a Málaga. Allí pasaban largas temporadas, en las que Picasso utilizaba como lienzos viejas cajas de puros o tablillas en las que plasmaba el áspero paisaje que le rodeaba. También representó la cocina principal y la del capataz de la finca, Salvador Fernández, obras expuestas en el Museo Picasso de Barcelona. “La luz de Málaga le transmitía un sentimiento especial”, subrayan Enrique Martín y Francisco Javier Triano, descendientes de aquel capataz, en el libro Picasso y el lagar de Llanes publicado en 2017 por la Fundación Picasso.

Una de esas antiguas viviendas se cae a pedazos junto a lo que una vez fue el camino para salir de Málaga hacia Granada o Madrid. Es el lagar de Jotrón, que, con más de 200 años de historia, también ejerció de hospedería de viajeros. Hoy se llega a él por una silenciosa pista forestal. Junto a un algarrobo, un ciprés y el retorcido tronco de un ombú, apenas cuenta con alguna de sus paredes en pie. Se puede, al menos, reconocer su capilla, el patio, la cuadra o la torre que sujetaba la maquinaria de madera con la que se elaboraba el vino. “Como la inmensa mayoría de lagares, ha sido expoliado durante años y va camino de caerse porque no tiene protección”, se queja Rosa, que cree que las Administraciones deberían esforzarse en conservar este patrimonio. “La naturaleza del parque es muy importante, pero sitios así demuestran su importancia cultural e histórica”, añade Rafael Blanco, profesor de Geografía Humana en la Universidad de Málaga, quien destaca que muy cerca existen vestigios de un poblado mozárabe.

Al docente también le cautiva otro lagar, el de Chinchilla, que no fue expropiado en su totalidad porque sus propietarios pidieron usar parte del terreno para producir esencia de rosas, fragancia que vendían en las cercanías. Hoy en decadencia —y en venta por 230.000 euros—, su finca se despliega en terrazas hasta el arroyo Chaperas. Es muy reconocible porque de su ruedo sobresale una estirada palmera datilera. Era algo habitual antaño: su altura servía para marcar la posición de la vivienda a los visitantes y, de paso, mostrar la bonanza de la economía familiar.

Sabrosas migas en un ecomuseo

Algunas paredes de estas edificaciones ruinosas muestran viejos frescos que subrayan aquella riqueza. Hay uno bien conservado en el lagar de Torrijos, que se alza cerca de un precioso y húmedo bosque de madroños tras cruzar un coqueto puente de madera. Es el único de su especie que sigue completamente en pie. Recuperado por la Junta de Andalucía, funciona como museo, mostrando la vieja arquitectura, tradiciones locales y oficios hoy en vías de extinción (600 62 00 54). En sus paredes cuelgan herramientas, fotos en blanco y negro, alpargatas de esparto. A ras de suelo asoman viejas tinajas de mosto. En la cocina se prepara una sabrosa olla de migas los fines de semana que se maridan con vinos del terreno. En sus cercanías hay una zona de acampada y una amplia área recreativa con mesas y barbacoas donde huele a carne asada y los niños juegan al fútbol. En el entorno asoman jóvenes encinas y alcornoques que, espontáneamente, están recuperando su espacio. Nadie los plantó, pero han vuelto para retomar lo que es suyo.

A unos cinco kilómetros de caminata desde el lagar de Torrijos, una pista llega hasta el aula de naturaleza Las Contadoras, donde se realizan actividades familiares centradas en la sensibilización medioambiental. En las cercanías se abre un amplio aparcamiento de tierra desde el que parten diversos senderos. Todos tienen variantes para elaborar recorridos circulares de entre una y cuatro horas de duración. Hay paradas obligatorias en atalayas como la de Pocopán, a la que se llega tras una corta pero fuerte pendiente. La parada permite disfrutar de una gran panorámica sobre Málaga que alcanza las blancas cumbres de la Sierra de las Nieves. Otros bonitos encuadres ofrecen los miradores de Martínez Falero o el del Cochino, a cuya espalda, inadvertido en una hoya, se levanta el hotel Humaina. Este coqueto establecimiento rural ayuda a desconectar —no hay cobertura— en invierno frente a la chimenea o relajarse en su piscina durante el verano, aquí más suave gracias a la densa masa forestal que lo rodea. “Lo consideramos más una casa familiar: charlamos con los clientes sobre la riqueza del entorno y disfrutamos con sus descubrimientos cuando salen a pasear”, cuenta Lidia Carriedo, su directora. Las instalaciones han sido renovadas en los últimos meses y hay 13 habitaciones acondicionadas para familias. El restaurante está a cargo del chef Daniel Sánchez.

Más allá de senderistas, quienes disfrutan especialmente de este espacio protegido son los ciclistas. Muchos se lanzan al barro por las pistas de tierra del camino de Picapedreros, que parte del entorno de la barriada de Ciudad Jardín. Desde allí remonta 12 kilómetros hasta la fuente de la Reina y el puerto del León, a poco más de 900 metros de altitud. La cima se alcanza casi sin descanso, todo cuesta arriba, pero los parajes son un premio para quienes tienen buenas piernas. Otros apuestan directamente por el asfalto. Cada fin de semana, desde primerísima hora, la A-7000, antigua vereda medieval, se llena de grupetas que buscan completar el ascenso de 15 kilómetros. En la cima hay quien sigue o quien prefiere detenerse para inmortalizar la subida con una foto. Todos buscan más tarde su recompensa en forma de plato de los montes. Una decena de restaurantes a pie de carretera ofrecen este clásico malagueño a base de lomo, chorizo, huevo, morcilla y pimiento frito, con variantes que incluyen aún más grasa, como un puñado de migas con panceta. También hay platos de cuchara y carnes de caza, como el venado en salsa de la venta Galwey (952 11 01 28), histórico cruce de caminos en el que no faltan los moteros. “Esto es un paraíso”, señala alegre María Victoria Aguilar, quien rige la cocina de la venta Puerto del León (952 11 00 23), conocida por su berza (un potaje clásico malagueño con calabaza, garbanzos, habichuelas y avíos de carne del puchero) y los flanes de chirimoya.

“Las ventas han sido históricamente un espacio para comer y beber, un lugar de fuerte sociabilidad donde las personas se encontraban”, cuenta Kisko Llorente, profesor de Antropología Social de la Universidad de Málaga. El hervidero de comensales en sus terrazas cada fin de semana confirma que siguen siéndolo hoy, como lo fueron para las fiestas de verdiales. Esta es una celebración de origen saturnalicio, carnavalesco, que el propio Francis Carter describió como “rituales que rozaban el libertinaje”. Estas festividades nacieron en los Montes y tenían —y tienen— como epicentro el cante, el baile y la música que en esta tierra suena a verdial. Se trata de fandangos cuya singularidad los hace difíciles de definir, porque van más allá de las danzas o del sonido de panderos, platillos, guitarras o laúdes de sus pandas. “Es toda una expresión festiva, popular, cuyos juegos del lenguaje beben del contexto campesino que, mal que bien, dio de comer a sus gentes”, insiste Llorente. Sus tres modalidades se advierten en el documental El mundanal ruido, del cineasta malagueño David Muñoz, ganador de un Goya en 2010. La universalidad de los verdiales llevó a Los Planetas a hacer suya una estrofa clásica: “Y atravesando los montes, salí de Málaga un día, y atravesando los montes, oí una voz que decía, chiquillo no me conoces, tanto como me querías”, que incluyeron en su disco Una ópera egipcia (2010).

Fronteras desdibujadas

La Fiesta de Verdiales permanece todavía viva en Málaga. Cada 28 de diciembre se celebra su fiesta mayor en la barriada de Puerto de la Torre, donde concurren pandas y aficionados de toda la comarca. Porque más allá de los límites oficiales del parque natural de los Montes de Málaga se despliega todo un espacio donde los límites administrativos no son más que fronteras invisibles. Buena parte de ese paisaje periférico permanece tan árido como el que describía Carter. Sin embargo, como él mismo vivió, impresiona cuando se pasea de cerca. Ocurre al oeste, superando el Guadalmedina camino de Almogía. Y al este, terreno conformado por una sucesión de arrugas en el cinturón montañoso por el que caen regueros que dan de beber a los arroyos Jaboneros y Gálica, que mueren en las playas de El Palo.

Ahí, también a un paso de Málaga, se encuentra buena parte del millar de lagares contabilizados rodeados del olivar tradicional, aunque se hacen hueco cultivos recién llegados como el aguacate. Los algarrobos ganan, lentamente, su histórico protagonismo y en invierno los almendros pintan de blanco las laderas. Las tradicionales chumberas casi han desaparecido ya. Los numerosos caminos y sendas que se aventuran por estos terrenos son solo aptos para ciclistas y senderistas con buenos pulmones: las pendientes son traicioneras. Hay quien encuentra aquí una enorme alacena. La tierra regala espárragos de otoño a primavera, alcaparras y alcaparrones en verano, y crecen numerosas plantas aromáticas. Actividades que permiten además toparse con viejos molinos que se movían con la fuerza de los ríos o alcanzar picos como el de San Antón, que brindan sugestivas vistas de la bahía de Málaga. También conocer a los mayores, historia viva de los montes. Quedan pocos paisanos, y para no perder su legado la Asociación de Amigos de los Montes les graba entrevistas en vídeo para hacer eternos sus recuerdos. Supervivientes de un entorno natural que palpita vida, historia y naturaleza a un paso de Málaga.

Otras pistas: más naturaleza junto a la ciudad

Isidoro merino

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