Mariano Rajoy y el hundimiento del Prestige. Federico Trillo y el accidente del Yak-42. José María Aznar y el atentado terrorista del 11-M. Desde noviembre de 2002 a marzo de 2004, el segundo Gobierno del Partido Popular tuvo que abordar la gestión de dos grandes tragedias y una catástrofe. De ninguna de ellas era responsable, o no lo era del todo ni de forma directa, y aun así adoptó en los tres casos un manual de comportamiento idéntico, basado en la negación de la realidad y la persecución del discrepante, que todavía sigue vigente en el PP. Una manera de protegerse en la que la mentira se convierte en una de las principales herramientas.
Los exdirigentes populares declararán esta semana como testigos en el juicio que se sigue en la Audiencia Nacional contra Luis Bárcenas por la existencia de una caja b en el PP. Aunque algunos miembros del partido han admitido que recibieron fondos y que los papeles son auténticos —algo que también respalda una sentencia del Tribunal Supremo—, Rajoy, Trillo y Aznar siguen negándolo. Los dos primeros aparecen como receptores de dinero de la caja b mientras ejercían sus altas funciones en el Gobierno de la nación. También Ángel Acebes, que ya declaró como testigo hace algunos días y que fue ministro del Interior durante los dos últimos años de los ocho que Aznar fue presidente.
Ya han pasado casi 20 años de todo aquello, y muchos lectores o acababan de nacer o eran muy jóvenes para recordar los detalles, pero un repaso a la forma en que los dirigentes del PP intentaron, desde el Gobierno, escamotear su responsabilidad en la gestión de aquellos sucesos resulta muy esclarecedor. Sobre todo, si se tiene en cuenta el contexto. El PP de José María Aznar llevaba al frente del Gobierno de la nación desde 1996, y había ganado las elecciones del año 2000 por una aplastante mayoría absoluta. No se podía alegar por tanto falta de experiencia o de recursos cuando, en noviembre de 2002, se desencadenó la catástrofe del Prestige frente a las costas de Galicia. Más bien al contrario, Aznar, que ya había manifestado su decisión de no permanecer más de dos legislaturas en La Moncloa pero aún no había señalado con el dedo a su sucesor para las elecciones de 2004, se había convertido para entonces —a ojos de sus propios diputados— en un personaje distante, inaccesible, rodeado solo de sí mismo. Y es justo entonces cuando las cosas se le empezaron a torcer.
El 13 de noviembre de 2002, el Prestige, un viejo y destartalado petrolero con bandera de conveniencia, sufre un accidente frente a las costas gallegas. Las autoridades ordenan alejar el barco y, siete días después de una travesía tan errática como dañina, se hunde, provocando la mayor catástrofe ecológica de la historia de Galicia. El barco ha estado perdiendo fuel desde el primer momento, pero las autoridades lo han ocultado. El entonces vicepresidente Mariano Rajoy, al que Aznar ha encargado la gestión de la catástrofe, pronuncia la peor de todas sus disparatadas frases: “Salen [del barco] unos pequeños hilitos. Hay cuatro regueros solidificados con aspecto de plastilina en estiramiento vertical…”. En realidad se trata de 76.972 toneladas de fuel de mala calidad que arruina la costa gallega. El domingo 17 de diciembre, mientras los periódicos ya publican las fotos de la marea negra llegando a las playas, los gallegos se enteran de que su presidente, Manuel Fraga, está de cacería, al igual que el titular de Fomento, Francisco Álvarez-Cascos. Otros tres ministros —Jaume Matas, Ángel Acebes y Ana Pastor— se encuentran de excursión en El Rocío. Rajoy sigue acuartelado en la Capitanía Marítima de A Coruña, de donde no bajará a las playas manchadas de chapapote hasta el 2 de diciembre, y solo porque tiene que acompañar al rey Juan Carlos. Galicia es ya un clamor contra el Gobierno. Lo resumía entonces el sociólogo Julio Cabrera: “Los políticos del PP han utilizado la mentira como instrumento de gobierno. Todo lo que está pasando es muy difícil de explicar. Quizá el sentimiento mayor es de rabia, no tanto ya por el accidente en sí, sino por el ocultamiento, el maltrato, la actitud despectiva y despegada de las autoridades…”.
Esta forma de actuar, palabra por palabra, la pudieron experimentar solo unos meses después los familiares de los 62 militares fallecidos en el accidente del Yakolev 42. El avión alquilado por Defensa —una reliquia exsoviética del que los militares ya se habían quejado— se estrelló en Turquía cuando repatriaba al contingente español después de una misión de más de cuatro meses en Afganistán. Al dolor de la pérdida, los familiares tuvieron que sumar después el desprecio del entonces ministro de Defensa, Federico Trillo, que llegó a encararse con algunos de ellos cuando le reclamaban que no enterrara a los militares deprisa y corriendo. El Gobierno no les hizo caso y les dio sepultura enseguida, en un intento vano de amortiguar el escándalo. No tardó en descubrirse que las sospechas de los familiares eran ciertas. Algunos de los restos habían sido introducidos en féretros que no llevaban su nombre, enterrados en tumbas que no eran las suyas. Un año después, algunos familiares regresaron a Turquía para cotejar su ADN con las muestras que guardaban las autoridades de aquel país. María Saz lo contaba en un hotel de Estambul mientras acariciaba el retrato de su hijo: “Yo solo quiero ir al cementerio, sentarme junto a la tumba de mi hijo y saber que él está allí, que no le estoy hablando a otro”.
Saber la verdad. También las miles de personas que, el viernes 12 de marzo de 2004, colapsaron el centro de Madrid para condenar el atentado terrorista perpetrado el día anterior se lo preguntaron a gritos a José María Aznar: “¿Quién ha sido?”. El Gobierno del PP seguía insistiendo en señalar a la banda terrorista ETA como principal sospechosa del atentado, cuando las pesquisas policiales ya solo se centraban en las células yihadistas que fueron identificadas horas después. Y, aun así, Aznar y los suyos siguen —17 años después— sembrando la duda para no admitir la verdad que sostienen testigos, policías y sentencias judiciales.
Además del desencuentro con la verdad, aquellos dos años últimos de Aznar en el poder estuvieron marcados por una manera de hacer política que convertía en enemigos —ni siquiera en adversarios— a quienes no compartieran sus teorías. Ya fueran gallegos, militares o víctimas del terrorismo.
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