La agonía de los últimos glaciares de México

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Del glaciar Ayoloco, de sus lenguas y de su embudo no queda nada. Solo una pared de hielo viejo y los arañazos en las rocas recuerdan que estuvo aquí, a 4.700 metros, cerca de la cumbre del volcán Iztaccíhuatl, en el centro de México. Todavía se palpan las estrías que esta feroz masa de hielo de 200 metros de espesor dejó al desplazarse. Como si fuera un buldócer, arrastraba la piedra a su paso, pendiente abajo, para dejarla amontonada, mezclada con el barro. A las moles rocosas, pardas y enormes, que no podía mover, las cubría y rayaba con la fuerza de miles de años en movimiento.

En uno de esos surcos antiguos, dos investigadores de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) se afanan ahora, en plena tormenta de nieve, por colocar una placa metálica. La recubren de pegamento y la aseguran con tornillos. No quieren que se caiga en el próximo temporal. “La placa nos recuerda que aquí estuvo el Ayoloco”, explica el glaciólogo Hugo Delgado, “y que retrocedió hasta desaparecer en 2018 por razones climatológicas forzadas por la actividad humana”. Este geólogo, que ha dedicado su carrera a estudiar los glaciares mexicanos, insiste en que se debieron haber tomado medidas hace tiempo. Ahora la desaparición de esta fuente de agua es irremediable. Las laderas sin hielo y las piedras como huesos desperdigados son lo único que dejarán los glaciares que ocuparon las altas montañas de México.

El Ayoloco ha sido el último en extinguirse en el Iztaccíhuatl, el tercer pico más elevado del país, con 5.230 metros de altitud. En esta montaña con forma de mujer dormida se contaron 11 glaciares en el monitoreo de 1958, ahora solo quedan tres: el del Pecho, el de la Panza y el Suroriental. Entre todos, apenas llegan a los 0,2 kilómetros cuadrados. Llegaron a ocupar 6,23 kilómetros en 1850, el último período de esplendor que dejó la llamada pequeña edad de hielo. En 170 años, la montaña ha perdido el 95% de su masa glaciar.

En el resto de México solo quedan otras dos masas de hielo perenne: el glaciar Norte y el pequeño Noroccidental, que suman poco más de 0,6 kilómetros cuadrados. Están en el Pico de Orizaba, también llamado Citlaltépetl, en el límite del Estado de Puebla con Veracruz. Es la montaña más alta del país, de 5.675 metros, y en los últimos 60 años han desaparecido cuatro glaciares. El Norte, la última esperanza de estudio de los geólogos, también agoniza. Ha perdido sus lenguas, los ocho tentáculos de hielo que serpenteaban la montaña. “Está aflorando ya la roca. El espesor del hielo es mínimo”, apunta Delgado, director hasta este abril del Instituto de Geofísica de la UNAM.

El panorama es crítico para los últimos cinco glaciares mexicanos. El geólogo vaticina que en los próximos cinco años los tres del Iztaccíhuatl habrán desaparecido y otorga un margen de dos décadas para los del Pico de Orizaba. De cualquier forma remata: “En 2050 no habrá glaciares en México”.

Pero la cuenta atrás no ha empezado solo aquí. Delgado, que representa al país en el grupo internacional de investigación de glaciares, cuenta que durante todos estos años ha aguantado las bromas cariñosas de los colegas latinoamericanos, orgullosos de los magníficos glaciares de Ecuador o de Perú. “En nada no tendrás ni que venir’, me decían antes riéndose”, relata. “Han pasado de burlarse del tamaño de mis glaciares a preocuparse ahora por los suyos al ver cómo se desvanecía el hielo entre sus manos”.

Esta extinción dramática y acelerada se repite en las masas de hielo de todo el planeta. Los funerales van desde el Ok en Islandia al Pizol en Austria, del réquiem anunciado para los glaciares españoles a la formación de lagos en los del Himalaya. Ninguno escapa al calentamiento global. Los glaciares se han convertido en uno de los sensores más evidentes del cambio climático: cuanto más aumenta la temperatura en el planeta, más rápido retroceden. Su continua desaparición es un espejo del mundo al que nos dirigimos. Más caliente, más seco, más agotado.

glaciares

Se escuchan las pisadas crujientes sobre la tierra, la respiración pesada y el golpeteo de los zacatones, que cubren como un manto la falda del Iztaccíhuatl. Tras cada pendiente, la vegetación languidece y descubre la roca. En un claro, antes de llegar a la nieve, están clavadas las cruces por Luis Rosas, montañero fallecido en 1971, y por Daniel Peralta quien murió en 2013 después de encumbrar muchos caminos. Son estas placas en recuerdo a los amantes de la montaña las que han inspirado la de la despedida del Ayoloco.

El silencio del camino se funde de pronto con un rumor grave, un runrún constante. “¿Lo oís? Es un escape de gas, con mucha presión. También hay algunas explosiones. Es el Popocatépetl”, dice emocionado Robin Campion, vulcanólogo de la UNAM, que acompaña a Delgado en sus expediciones glaciológicas. Desde los pies del Iztaccíhuatl, como en un insistente recordatorio de su presencia, la fumarola del otro imponente volcán se dibuja con claridad en el cielo limpio de mayo.

También el Popocatépetl albergó glaciares hasta el año 2000, cuando una fuerte erupción los sepultó. “Todavía queda algo de hielo, pero no funciona como glaciar porque no tiene movimiento ni proceso de alimentación. De hecho, esas masas de hielo, irónicamente, están siendo conservadas por las cenizas del volcán”, explica Hugo Delgado. Si algún día el Popocatépetl cesara su actividad y el aumento de la temperatura no los hubiera fundido, esos hielos podrían regenerar el glaciar.

El espeso manto de nubes acompaña en el ascenso a los montañeros hasta que cubre los pies, las rodillas, la panza del Iztaccíhuatl. En la ladera occidental, de camino al Ayoloco, aparece el hueco que ocupó el glaciar Atzintli hasta más o menos 2012. Ahora las lagartijas se esconden entre su morrena y los líquenes cubren estas rocas a 4.500 metros de altura. Pero no siempre fue así. Durante siglos ambos glaciares fueron una importante fuente de agua durante el estiaje. Sus nombres en náhuatl, corazón de agua y mi agua, revelan la vinculación que tuvieron con la población que vivía a este costado de la montaña.

Los dos glaciares desaparecieron cuando aumentó la temperatura y se quedaron, cada uno a su tiempo, por debajo de la llamada línea de equilibrio. Los geólogos definen así a la zona de las altas montañas donde el promedio de la temperatura anual es de cero grados o menos. Por encima de esta línea, la nieve, la ventisca o el granizo permanecen y nutren al glaciar. “Conforme se va alimentando, se mueve pendiente abajo por la gravedad. Cuando rebasa la línea de equilibrio llega a lo que conocemos como zona de pérdida”, detalla Delgado. Ahí es donde la temperatura es mayor a cero grados y, por tanto, todo lo que cae termina por fundirse. “Los glaciares tienen esta dinámica de alimentación y pérdida y hay un balance que les permite conservar la masa o perderla”, añade el glaciólogo.

Esta línea de equilibrio se ha movido de manera natural con el paso del tiempo. Por ejemplo, todas las montañas del Valle de México de más de 3.500 metros estuvieron cubiertos de hielo: el Ajusco, la Sierra de la Cruces, el Nevado de Toluca o los montes de la Sierra Nevada albergaron glaciares. La preocupación se ha despertado en las últimas décadas, cuando el aumento acelerado de la temperatura ha provocado que este promedio de cero grados se encuentre cada vez más arriba. En 1958, se podía encontrar en México a 4.500 metros; ahora está en 5.250.

Todos los glaciares del Iztaccíhuatl están ya por debajo de la línea de equilibrio. “Esto significa que la precipitación sólida no tiene esperanzas de quedarse”, explica Delgado. Mientras los investigadores aseguran la placa del Ayoloco la nieve cae con fuerza en la panza de la montaña. Acaba de empezar la temporada de lluvias y a esta altitud la tormenta descarga copos sin cesar. Aún así no consiguen cubrir los amplios claros marrones. “La nieve no dura más que unos cuantos días, con suerte, semanas. Pero no se mantiene, no puede alimentar a los glaciares”. Los tres que quedan en el Iztaccíhuatl permanecen agazapados dentro de los cráteres; la oquedad protege al cuerpo de hielo. “Se mantienen por las condiciones geomorfológicas, pero la esperanza de que permanezcan es prácticamente nula”. El veredicto: “Ya no deberían estar”.

La situación es distinta para el Pico de Orizaba. La cumbre y sus glaciares están todavía 120 metros por encima de la línea de equilibrio. Pero los geólogos han detectado una falta de sincronización: cuando nieva en la época de lluvias —que en México coincide con el verano—, las altas temperaturas impiden que la nieve permanezca. Y cuando hace el frío necesario, no hay precipitaciones. “Si las cosas siguen con los mismos registros de temperatura en un par de décadas desaparecerán”, cuenta.

Además del calentamiento a escala global, los glaciares mexicanos tratan de sobrevivir rodeados de las zonas industriales del valle de México y de Puebla, de urbes hiperpobladas como Ciudad de México o Nezahualcóyotl. Y, como una pescadilla que se muerde la cola, luchan contra un efecto local: conforme se funde el hielo glaciar, aparece la roca oscura de la montaña que, en vez de reflejar la radiación solar, la absorbe, lo que provoca un calentamiento adicional.

La única estación glaciológica que permite monitorear estas masas heladas, situada en el Pico de Orizaba, —las del Iztaccíhuatl duraron apenas un par de meses, en una ocasión la destrozó un rayo, y en otra, alguien robó sus materiales—, corroboró además que los hielos de México son “hielos calientes”. Su temperatura está tan cerca de los cero grados, que con solo elevarse un poco, el hielo puede fundirse. Además, por su altitud y orientación, en las temporadas secas, aunque las temperaturas son bajas, los glaciares sufren tal radiación solar que el hielo se sublima, pasa de estado sólido a gaseoso, se evapora.

Hugo Delgado, que subió en 1974 al Iztaccíhuatl a aprender a andar sobre la nieve, que escaló el magnífico embudo del Ayoloco con martillo y piolet, que en 1979 vivió en estos siete kilómetros de sierra durante 15 días para prepararse a una expedición en el Himalaya, que perdió a su mejor amigo en esa misión, que ha recorrido tantas veces esta montaña, cien, 200, no lo sabe, que la conoce como a un amigo, resume así la condición de los glaciares mexicanos: “Nuestros hielos son heroicos, están resistiendo todo lo que pueden”.

La irremediable extinción de los glaciares mexicanos, únicos en su latitud de 20º norte, supone perder un sensor sin ambigüedades sobre el cambio climático, pero sobre todo implica perder una fuente de agua. En un país cada vez más poblado y más seco —la temperatura promedio en México ha aumentado dos grados en los últimos 34 años—, los glaciares son un aporte adicional en la época de sequía a las comunidades que viven cerca de la montaña. Cooperan con alrededor del 5% de agua al sistema hidrológico regional, por escorrentía o por la alimentación de los acuíferos. “Es muy poquito, pero aún así dejará de existir”, insiste Delgado.

Todas las señales —los glaciares que retroceden, los polos que se derriten, las presas que se vacían— apuntan hacia la misma dirección: “Dejará de haber tanta disponibilidad de agua. Nuestra sociedad estará bajo un esquema de estrés hídrico. Es un problema que ya está aquí, pero todavía no se manifiesta en toda su magnitud. El verdadero reto ahora es cómo nos vamos a adaptar”.

No hay esperanza para estas masas heladas que agonizan en las cumbres de las montañas, ni se puede revertir el calentamiento global, advierte el glaciólogo, pero sí se puede tratar de frenar. Reducir los gases de efecto invernadero, ahorrar agua, evitar la deforestación, invertir en educación ambiental son algunas de las acciones ya necesarias. Delgado, que ve esperanza en las próximas generaciones, concluye: “Esto no es por proteger al planeta, sino al ambiente que nos permite subsistir como especie. Nos estamos jugando la permanencia”.

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