Europa ha proporcionado muchas palabras a la cultura política universal. Tal vez las más perdurables, y desdichadas, sean tirano y dictador: la primera viene de la antigua Grecia y la segunda de la Roma clásica. Un tirano era alguien que se hacía con el poder absoluto en la polis, mientras que un dictador era alguien a quien el Senado romano entregaba el poder en tiempos de turbulencia, con la condición de que lo devolviese una vez pasado el peligro para la República. Cuando fueron acuñados, ninguno de los dos términos era necesariamente negativo. Solo más tarde, sobre todo en el siglo XX, adquirieron el sentido actual. Como escribió el ensayista y periodista francés Olivier Guez en su reciente libro Le siècle des dictateurs, “nunca han proliferado tanto los dictadores como en el último siglo, como si el progreso y la tecnología, sus dos fuerzas matrices, se hubieran vuelto en su contra”. De aquel siglo de los tiranos, solo queda en el poder un representante en Europa, un último dictador: el presidente bielorruso, Aleksandr Lukashenko.
El secuestro el domingo de un avión comercial que sobrevolaba Bielorrusia para detener al opositor Roman Protasevich y a su novia, Sofía Sapega, ha servido para recordar lo difícil que resulta compartir el mismo espacio (aéreo pero también político, comercial y geográfico) con alguien como Lukashenko, que ganó sus primeras elecciones presidenciales en 1994, tras la caída de la URSS, y que desde entonces se ha aferrado al poder de una forma cada vez más brutal. Gracias al apoyo incondicional del ruso Vladímir Putin, no parece que el aislamiento internacional le haya debilitado.
Una Europa extinta
Lukashenko es un personaje que pertenece a una Europa afortunadamente extinta, la de los regímenes dictatoriales que proliferaron en los años veinte y treinta o, en el caso de Europa del Este, tras la Segunda Guerra Mundial con la instauración de dictaduras comunistas. En sus casi 30 años en el poder, ha seguido una de las reglas que define Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo: “El dirigente totalitario debe evitar a cualquier precio que se produzca una normalización y que pueda aparecer un nuevo modo de vida”.
El secuestro de Protasevich y Sapega responde claramente a este axioma: cualquier símbolo de un posible cambio debe de ser perseguido, sea donde sea. En ese sentido, Lukashenko también engarza con una vieja tradición de las satrapías. El dictador comunista búlgaro Todor Zhivkov ordenó el asesinato en Londres del disidente Georgi Markov, que se ejecutó en 1978 con el famoso paraguas búlgaro: el opositor recibió en la calle un leve pinchazo con una dosis de ricina que le mató en pocos días. Desde entonces, países como Ruanda, Corea del Norte China, Rusia o Arabia Saudí, con el caso Khashoggi, han perseguido a opositores lejos de sus fronteras, dejando claro a sus ciudadanos que, mientras ellos manden, ningún otro mundo será posible.
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