El ecólogo Luis Zambrano (Tampico Tamaulipas, México, 1967) se mudó con 15 días a Los Ángeles, donde su padre, ingeniero químico, fue enviado por Pemex, Petróleos de México. Aunque sería premiado con la Medalla Aldo Leopold —que concede la Universidad de Stanford a científicos que conservan el medio ambiente—, no recuerda esos años californianos. A los tres, corría por Ciudad de México, donde vive. Y a los siete, supo que sería biólogo. “Vi un vídeo del desarrollo embrionario del huevo de una gallina y dije: ‘De aquí soy”. No cambió de opinión. Lo contrario de su madre, que durante su infancia, asegura, “fue ama de casa y luego retomó la carrera de Periodismo que había abandonado”. ¿Para casarse con su padre? “No, para meterse a monja. Terminó convertida en activista feminista”. Ni la distancia de Zoom ni hablar de ciencia impiden la cercanía con este hombre, fundador del Laboratorio de Restauración ecológica en la UNAM y autor de Planeta (in)sostenible (Turner).
Pregunta. Nos importa más la economía que la protección ambiental. ¿Es posible cambiar eso?
Respuesta. Es complicado. Desde la Revolución Industrial, la hemos puesto por delante de todo, incluida la ética. Ahora la pandemia nos ha recordado que somos parte de un todo.
P. Pero seguimos dañando el planeta.
R. Está por ver cómo nos reincorporamos al mundo. Si esperamos seguir como antes vamos hacia algo más gordo. Pero no veo voluntad de cambio. Claro que es necesario recuperar trabajos, pero no podemos volver a la sobreproducción y al dispendio de energía de antes. Debemos repensarnos a nosotros mismos.
P. ¿Cómo?
R. Urge un cambio de actitud personal y cambio en las políticas públicas. La pandemia ya nos obligó a cambiar. Asuntos como dejar de consumir tanta carne forman parte de esa transformación radical. Eso no quiere decir prohibir la carne. Se trata de entender que con el consumo actual no hay carne —ni el agua que se necesita para producirla— para todos.
P. Tal vez nos ayuden nuestros hijos. El mío, de 20 años, no cesa de repetir: “Los animales no son comida”.
R. Cambiar como sociedad solo está en manos de los gobiernos. En la nuestra está exigirlo.
P. ¿Cómo entender que la naturaleza no nos pertenece, que somos parte de ella?
R. Volviéndola a mirar. La naturaleza es como el amor: hay que sufrirla para conocerla.
P. Las ciudades crecieron en oposición a la naturaleza. ¿Cómo cambiar eso?
R. Volviendo a meter en ellas la naturaleza.
P. ¡Pero si ya no cabemos!
R. Las ciudades son plásticas, cambian. Ni siquiera el hormigón permanece.
P. Es crítico con los jardines verticales. ¿Cómo debe entrar la naturaleza?
R. Soy crítico con utilizar la naturaleza como decoración sobre el hormigón. En Europa y América ya apenas crecen las ciudades. Es momento de repararlas. En China, las que se están pensando bien dejan espacio a la naturaleza. En Ciudad de México, el barrio de Iztapalapa se desarrolló en los ochenta —la época de Salinas— sin una sola área verde. Hoy la calidad de vida es ínfima.
P. ¿Especulación o ignorancia?
R. Pura especulación. La ignorancia no puede ser excusa de quien decide la vida de los demás. Desde que Alexander von Humboldt vino a México lo advirtió: “No destruyan esto, el bosque les va a dar agua y un buen clima”. No hay excusa. El problema de muchas ciudades es que la planificación urbana no está en manos del Gobierno, sino en las de las constructoras, que deciden dónde poner parques y dónde no. Y, claro, a los proyectos de bajo presupuesto no les toca nunca porque para una constructora cada centímetro tiene que ser rentable. No hemos logrado generar contrapesos políticos que hagan frente a las constructoras, las mineras, las eléctricas o las emisoras que imponen su criterio.
P. Defiende una forma de pensar colaborativa e interdisciplinaria. Su defensa de la cooperación por encima de la competencia parece utópica.
R. La lección de la pandemia es que lo que ha salido bien siempre tiene que ver con colaboración, acuerdo y diálogo. Usamos los cubrebocas no solo por nosotros, también para proteger a los demás. La vacunación parcial no sirve. Con la mitad del mundo protegido y la otra mitad en riesgo no se puede generar desarrollo. Debemos generar colaboración.
P. ¿Es posible desligar la felicidad de los recursos monetarios?
R. Lo último que quiero es enviar un mensaje con moralina, de iluso, y decir que todos nos debemos de amar. Lo que tenemos que entender es que hemos pensado que el planeta funciona de una forma y funciona de otra.
P. ¿Todo está relacionado?
R. No lo afirmo yo. Es un hecho. La cuestión es cómo lidiamos con eso. Una posibilidad es que la colaboración sustituya a la competencia. Lo vemos en la naturaleza: la mayor generación de biodiversidad sucede a partir de la colaboración. Las micorrizas son hongos que se pegan a la raíz y viven en colaboración con el árbol. Facilitan los nutrientes. Lo mismo pasa con nuestro estómago: no podríamos digerir si no tuviéramos bacterias en la panza. Nos ayudan.
P. David y Goliat: lo pequeño ayudando a lo grande.
R. La relación podría ser de competencia: las bacterias son parásitas. Pero si nos muriéramos se morirían ellas, como los hongos y los árboles. Por eso cambian alojamiento por un servicio —digerir el alimento—. Hacia ahí tenemos que ir como sociedad.
P. ¿Cómo se pasa de una relación de depredación a otra simbiótica?
R. En términos estrictamente biológicos: la evolución.
P. ¿Ve aplicable eso al urbanismo?
R. Por mera supervivencia. Si nos seguimos guiando solo por la economía generaremos más dinámicas vulnerables. Está sucediendo con el Tren Maya que el Gobierno quiere hacer en el sur de Yucatán. Lo único que van a generar es el destrozo de la selva. Y sin selva nadie querrá ir allí. Eso generará colapso económico y emigración. Si la emigración no llega antes por la falta de agua.
P. Pocos lugares turísticos cuidan su naturaleza.
R. Están matando la gallina de los huevos de oro con beneficios a corto plazo. La competencia ha hecho que se repita un modelo de explotación que ha arrasado los ecosistemas y nos ha uniformado como personas. ¿Eso nos hace felices? Nos falta introspección.
P. ¿Preguntarnos lo que queremos antes de actuar?
R. ¡Tampoco se trata de volverse Buda! Simplemente escucharnos: somos mucho más variados que lo que el consumo demuestra.
P. Durante años llevó a su hija caminando al colegio. Filmó esos desplazamientos entre un mar de coches. Pudo parecer un mal padre por el peligro y el humo.
R. Está claro. Hay muchas prioridades. Yo prefiero exponer a mi hija a la vida real —no es la única que camina, el 70% de los habitantes de Ciudad de México no tienen automóvil— que hacer que se pase la vida de burbuja en burbuja sin pisar la realidad, que termina por llegar. Y enseña.
P. El planeta es finito. ¿La naturaleza no encuentra caminos para reinventarse?
R. Este planeta va a desaparecer. En 4.000 millones de años, él y su naturaleza. Lo que pase hasta entonces depende de que entendamos que no podemos supeditar a la naturaleza.
P. ¿Nos vamos a extinguir como especie?
R. Sí. Pero podemos alargar nuestra existencia siendo más eficientes. Y la eficiencia para mí depende más de la colaboración que de la tecnología.
P. ¿Necesitamos destecnologizarnos?
R. Tenemos que poner la tecnología en su justa dimensión. La hemos endiosado. Bill Gates piensa que los problemas del mundo se resuelven con tecnología. No. La tecnología es la herramienta. Los humanos somos infinitamente más complejos. Las culturas solucionan los mismos problemas de manera diferente. Por eso es fundamental compartir conocimiento. La ciudad es una forma de colaboración: vivo cerca de ti para que juntos nos cuidemos.
P. Hemos pasado de defendernos a ignorarnos.
R. Vivir pegados hace posible el intercambio y la eficiencia. Pero no asegura que aprovechemos esa ventaja. El error es homogeneizar las ciudades. Vender el mismo producto en todas hace que la vida se parezca.
P. ¿Las ciudades recientes del golfo Pérsico no tienen en cuenta la geografía?
R. Todas viven en un ecosistema. Lo nieguen o trabajen con él. Una ciudad que funciona en contra de la naturaleza es muy vulnerable. Vivo en una de esas. Aquí tenemos problemas de agua y seísmos por planificar sin pensar en el ecosistema. La traducción de temblor y destrucción es directamente proporcional al urbanismo construido con menor inversión para obtener mayor beneficio. Lo sabemos desde hace tiempo. Y se sigue haciendo. En 1985 sufrimos un temblor muy feo. En 2017 otro. Las construcciones, para que fueran rentables, se habían vuelto a hacer mal. Eso habla del cortoplacismo frente a la constancia de la naturaleza.
P. ¿El huracán Wilma fue consecuencia de la avaricia?
R. La construcción de los hoteles cerca del agua recorta la capacidad de movimiento de la arena que es devorada por las olas porque las construcciones le impiden hacer su baile. Es como si no nos dejaran respirar. Antes de morirnos daríamos un guantazo. Cuando la playa se erosiona, ponen más arena. ¡Pero si va a pasar lo mismo! No entender que no se puede pelear contra un ecosistema. Hay que trabajar a favor de él.
P. ¿Cómo?
R. Entendiendo el origen del problema, que suele ser ir en contra del ecosistema. Playas como Cancún se están llenando de sargazos. Este Gobierno —el anterior hubiera hecho lo mismo— decide poner barcos para quitar esas algas sin entender que van a regresar. El sargazo se forma de manera natural en dos lugares del Atlántico. Siempre han llegado algunas algas, pero, en condiciones normales, se quedarían en el llamado mar de los Sargazos. Hoy, con las descargas del Misisipi y el Amazonas hay más nutrientes y el sargazo crece más. Por eso llega más. De nuevo la solución nos conecta: lo que pasa en la cuenca de Misisipi afecta a un bañista en Cancún.
P. Cuando habla de cuidar el ecosistema no solo se refiere a temas biológicos.
R. Hay hoteles, muchos españoles, con todo incluido que generan paquetes que son pagados en el extranjero. Eso evita que el turista tenga que desembolsar dinero dentro del país y deshace el argumento de que los turistas traen muchos beneficios.
P. Y transforma el turismo.
R. Claro. Los lugares todo incluido son para gente que quiere evitar perderse, que le time un taxista o que la comida pique. ¿Para qué viajar entonces? Es otra burbuja.
P. ¿La reducción de la desigualdad haría el planeta más sostenible?
R. Cuando hay mucha desigualdad, hay gente con todos los problemas inmediatos resueltos (comida, cobijo, salud, trabajo…) que puede ponerse a pensar, y tiene la obligación ética de solucionar los problemas. No se puede prohibir pescar a quien está pasando hambre. Hay quien es vegetariano y tiene un auto híbrido y se considera ecologista viajando a París cada año para fin de año.
P. ¿Usted no vuela?
R. Sí. Pero si una reunión se puede hacer por Zoom, mejor solucionarlo así. Es como la carne. No se trata de abandonarla. Se trata de rebajar el consumo.
P. ¿Cómo se mueve por México?
R. El 85% de las veces en bicicleta.
P. Los transgénicos nacieron para alimentar a grandes poblaciones. Usted está en contra.
R. Se pueden modificar los genes de las plantas agrícolas para que se vuelvan más grandes o más resistentes al clima y las plagas. Pero eso afecta a la biodiversidad. Al ser más resistentes, esos genes se dispersan por la biota y la dominan. Otra vez la homogeneización. ¿Por qué estamos comiendo y vistiendo lo mismo? Porque económicamente es más eficiente. Biológicamente es la pobreza.
P. No está demostrado que los transgénicos generen problemas de salud.
R. Tampoco está demostrado lo contrario. La ley aconseja un principio precautorio. Pero reducen la biodiversidad y eso nos hace más vulnerables a enfermedades.
P. ¿Los transgénicos alimentan a más gente o hacen que alguien gane más dinero?
R. Las dos cosas. Pero producen mutaciones que pueden hacer que un alimento nos haga daño o que no nos nutra lo suficiente. Estamos metiendo en los alimentos químicos para que su producción sea eficiente. Puede que muchos tengamos enfermedades emergentes autoinmunes relacionadas con la alimentación.
P. ¿Cómo generar alimentos sin arriesgar la salud?
R. Manteniendo la biodiversidad. La falta de contacto con la naturaleza nos perjudica a todos. Todas las civilizaciones se han servido de los animales. Tenerlos enjaulados, con vidas indignas para que produzcan y abaraten el costo, es crueldad animal y un retrato de nuestros valores. Pero es necesaria una capacidad económica para poder pagar huevos de gallinas criadas en el suelo que, además, cuidarán nuestra salud.
P. ¿Qué hacemos con quien no puede pagar?
R. Política pública. La competencia no puede regular el coste del huevo bueno, pero sí la política si como gobierno me aseguro de que todos tengan algún tipo de beneficio. Va por ahí.
P. ¿La homogeneización de los comercios locales es un espejo de la desaparición de las especies?
R. Sí. La naturaleza nos explica muchas cosas. Los supermercados acaparan toda la alimentación. La homogenizan, abaratan los precios y nos obligan a homogeneizar nuestros menús. Pero no es solo el sabor, los grandes consorcios necesitan pesticidas para producir esas cantidades. Solo podemos salir de esto legislando y poniendo freno a las grandes fuerzas de poder económico que son los supermercados. La sostenibilidad vive de la heterogeneidad, no de la homogeneización.
P. ¿Cómo vivir?
R. Desligando el concepto de desarrollo del de consumo. Distinguiendo felicidad de satisfacción. Eso tiene que ver con una introspección. No tenemos por qué ser iguales. Somos y estaremos mejor aceptándonos distintos. Cuando llegan los problemas graves, ser lo que cada uno somos nos hace más resilientes.
P. ¿Cómo lo descubrió?
R. Estudiando el doctorado en Inglaterra. Al principio me pasaba el día criticando: me parecía que solo hablaban después de la segunda pinta, que la comida era mala y que hasta el tamaño de los folios era distinto. Hasta que un día empecé a verles la gracia. En lugar de criticar se trata de abrazarse a la diferencia.
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