Para los activistas en favor de la privacidad, 2021 está proporcionando una victoria detrás de otra. Alphabet, la empresa matriz de Google, anunció en marzo que iba a dejar de rastrear a los usuarios cuando naveguen por la web. La medida forma parte de la decisión general de eliminar poco a poco el uso de cookies de empresas externas; una tecnología antigua pero controvertida, a la que se culpa cada vez más de la permisividad cultural a la hora de compartir datos.
En lugar del rastreo individual de los usuarios a través de las cookies, la empresa planea aprovechar el aprendizaje automático para agrupar a los usuarios en cohortes basadas en similitudes de comportamiento. Los anuncios estarán dirigidos a esos grupos, no a cada persona. Alphabet seguirá necesitando varios datos para colocar al usuario en la cohorte apropiada, pero los anunciantes no tendrán por qué tocar su navegador individual.
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En abril, Apple presentó una importante actualización de su sistema operativo que mejora el rastreo de sus usuarios que hacen los desarrolladores de aplicaciones externas como Facebook. Los usuarios deben aceptar explícitamente que se recojan sus datos. Aunque al principio Facebook se opuso a la medida, después ha reculado e incluso ha prometido desarrollar tecnologías publicitarias “de mejora de la privacidad” que no dependan tanto de los datos de los usuarios.
Me pregunto si estas sorprendentes victorias del movimiento en favor de la privacidad no acabarán siendo unas victorias pírricas, al menos desde el punto de vista de la democracia. En lugar de lidiar con el poder político de las grandes tecnológicas, los mayores críticos del sector se han centrado siempre en pedirles cuentas por sus numerosas violaciones de las leyes de privacidad y protección de datos. Esta estrategia daba por sentado que dichas infracciones legales continuarían indefinidamente. Ahora que Alphabet —y tal vez pronto Facebook— se está apresurando a utilizar el aprendizaje automático para crear anuncios personalizados pero que protegen la privacidad, surge la duda de si centrar tantas críticas en ese aspecto fue una elección acertada. Aterrados por la omnipresencia y la perpetuación del “capitalismo de vigilancia”, ¿hemos hecho que a las empresas tecnológicas les sea demasiado fácil satisfacer nuestras expectativas? ¿Hemos desperdiciado un decenio de activismo que debería haberse dedicado a elaborar explicaciones de por qué debemos temer a las tecnológicas?
Es probable que ocurra algo similar en otros ámbitos marcados por el reciente pánico moral a las tecnologías digitales. Ante los temores crecientes a los bulos y la adicción digital, las grandes empresas del sector insistirán en lo que yo llamo solucionismo y presentarán plataformas digitales con tecnologías nuevas y capaces de ofrecer una experiencia a medida, segura y completamente controlable. Como de costumbre, Apple va en cabeza y ya está ofreciendo una serie de noticias seleccionadas y herramientas para medir la productividad y el bienestar digital. En febrero, Facebook también empezó a probar un sistema que añade a las publicaciones de sus miembros sobre el cambio climático una etiqueta que redirige hacia su portal web dedicado al clima. Es posible que incluso el problema de los bulos sea más fácil de manejar de lo que se supone.
El incipiente movimiento por una “tecnología humana”, seguramente cargado de buenas intenciones, tiene muchas opciones de sucumbir a una victoria pírrica similar: no cabe duda de que los gigantes tecnológicos encontrarán la manera de actuar de forma ética sin dejar de ser rentables. Lo irónico es que, cuanto más se critica al sector tecnológico por perjudicar la privacidad o ser poco ético, más legitimidad pública adquiere solo con mostrar su capacidad para respetar los principios que tanto valoran sus detractores. La conclusión es que necesitamos una crítica distinta y más amplia de la industria tecnológica. ¿Existe una forma mejor de explicar el enorme daño que hace su mentalidad solucionista a la sociedad? Sí. Creo que hemos estado buscando las críticas en lugares equivocados. Hemos pensado que la vigilancia y los bulos eran lo que los economistas llamarían “externalidades” que acompañan a unas prácticas empresariales buenas, progresistas e innovadoras.
¿Pero es cierta esa hipótesis? Ya es hora de que veamos más allá de las palabras bonitas sobre innovación del sector tecnológico y nos preguntemos a quién se le permite innovar —y en qué condiciones— en el sistema actual. Por mucha disrupción creativa que nos prometan, el sector tecnológico ofrece un plato poco apetecible siempre con los mismos ingredientes: usuarios, plataformas, anunciantes y desarrolladores de aplicaciones.
La imaginación institucional de la industria tecnológica no admite otros actores que puedan contribuir a configurar los usos socialmente beneficiosos de las infraestructuras digitales. Dejando a un lado Wikipedia, no existen equivalentes digitales de las variadas e innovadoras instituciones que surgieron para satisfacer las necesidades de comunicación y educación de la humanidad: la biblioteca, el museo, la oficina de correos. ¿Quién sabe qué otros tipos de instituciones son posibles en el entorno digital? En lugar de averiguarlo, los políticos han dejado esta exploración en manos de las grandes tecnológicas. En vez de construir infraestructuras que faciliten esos experimentos a gran escala, se conforman con las infraestructuras existentes, manejadas (a menudo, como servicios de pago) por las empresas.
Como es lógico, los principales miembros del sector quieren asegurarse de que cualquier nueva institución digital nazca en forma de startup o al menos como aplicación, algo que puedan incorporar y rentabilizar a través de sus plataformas y sus sistemas operativos. Por eso, el entorno digital no es tan innovador como parece: aborrece cualquier institución y asociación que no se comporte en función de las reglas establecidas por sus principales intermediarios. El sector tiene un enorme talento para crear aplicaciones para museos y bibliotecas, pero es terrible a la hora de descubrir cuál puede ser su equivalente digital.
Quién sabe, a lo mejor esta actitud es la nueva start-up, la respuesta institucional que el solucionismo ofrece a cada problema. Pero ¿por qué encerrar toda buena idea nueva en la camisa de fuerza de la start-up? En la mayoría de los casos, esa camisa de fuerza impone sus propias obligaciones: rentabilizar a los usuarios; recopilar datos; vender suscripciones. ¿Por qué limitarse a estas opciones? Lo que queremos es algo realmente nuevo: una institución que sepa qué partes de las leyes y normas actuales hay que dejar en suspenso —como hace la biblioteca con los derechos de propiedad intelectual, por ejemplo— para sacar el máximo partido al potencial intrínseco de las tecnologías digitales en nombre de un gran bien público. Que no nos engañe el reciente respeto de los gigantes tecnológicos por la privacidad. Al fin y al cabo, su control monopolístico de nuestra imaginación —que nos impide ver la tecnología no como ciencia aplicada, sino como una poderosa institución política para transformar otras instituciones— es lo que constituye el mayor problema para la democracia. Y hasta que no volvamos a hacer nuestra esa imaginación —en lugar de sufrir sobredosis de solucionismo optimista— no podremos domesticarlos.
Evgeny Morozov, doctor de Historia de la Ciencia por la Universidad de Harvard, es un ensayista y especialista en temas tecnológicos. Fundador y editor de The Syllabus, es autor de ‘La locura del solucionismo tecnológico’ (Clave Intelectual, 2015).
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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