El uranio tiene mala fama, como todos los elementos radiactivos. Con razón, en parte, porque lamentablemente el uranio fue el principal combustible de la primera bomba nuclear lanzada sobre una población, la conocida como Little Boy, que cayó sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Además, el uranio se usa para obtener energía en las centrales nucleares, que también son vistas con malos ojos por muchas personas.
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A pesar de su mala reputación, el uranio es una fuente de conocimiento grandiosa para astrofísicos o geólogos, ya que es uno de nuestros mejores relojes para datar desde huesos humanos hasta rocas lunares, los meteoritos más antiguos que el Sistema Solar o el mismo universo. Y gracias al uranio y otros como él, la vida en la Tierra existe tal y como la conocemos. Rompemos una lanza por la radiactividad y explicamos por qué.
Un profesor mío de la Facultad de Ciencias Físicas de la Universidad Complutense de Madrid decía que la evolución de las estrellas es el resultado de una continua lucha entre dos grandes conceptos físicos: la gravedad y la presión de un gas. De manera análoga, el núcleo de los átomos es el resultado de una lucha entre titanes: la interacción electromagnética y las conocidas como interacciones fuerte y débil.
La interacción que une los nucleones en los átomos, y los quarks dentro de cada nucleón, se denomina fuerte
Efectivamente, en los núcleos de todos los átomos menos el hidrógeno coexiste la repulsión electrostática entre partículas con la misma carga, los protones, con la atracción entre nucleones, como se conoce tanto a protones como neutrones. Esa atracción es más de 100 veces más intensa que la repulsión electromagnética a distancias del orden de una milbillonésima de metro, lo que se conoce como un femtómetro (¡con un prefijo creado en 1964 y procedente del danés y noruego, no del griego ni creado hace milenios como a los que estamos acostumbrados!). A esa escala, la gravedad es despreciable, sextillones de veces menos intensa. Por esta razón, la interacción que une los nucleones en los átomos, y los quarks dentro de cada nucleón, se denomina fuerte.
La lucha entre las interacciones fuerte y electromagnética queda en tablas para muchas combinaciones de protones y neutrones, dando lugar a la tabla periódica de los elementos. Pero otras combinaciones de nucleones son inestables, fácilmente se rompe su equilibrio y el núcleo atómico tiende a descomponerse en partes, emitiendo radiación en forma de partículas con masa (por ejemplo, electrones, neutrinos o átomos de helio) y/o sin masa, como los fotones. Es lo que se conoce como decaimiento radiactivo.
El primer elemento radiactivo que se descubrió fue el uranio, gracias a los experimentos de Henri Becquerel a finales del siglo XIX, que luego continuó Marie Skłodowska-Curie, la primera persona que recibió dos premios Nobel. El uranio es el segundo elemento radioactivo más abundante, después del torio. En la corteza terrestre hay casi 50 elementos no radiactivos más abundantes que ambos, solo 3-4 gramos de cada tonelada de roca terrestre es uranio, cuatro veces más en el caso del torio.
Un elemento químico se caracteriza por su número atómico, que es el número de protones en su núcleo. El uranio (U) tiene 92 protones y el torio (Th) 90. Un mismo elemento químico puede existir en forma de varios isótopos, que se distinguen entre sí por el número de neutrones en su núcleo. En la Tierra, podemos encontrar uranio con esos 92 protones acompañados de entre 140 a 146 neutrones, formando los 6 principales isótopos de uranio, todos inestables. Los más abundantes son el U-238, más del 99% del uranio está en esta forma, y el U-235 prácticamente todo el resto. Ambos tienden a desintegrarse en tiempos del orden de los 1000 millones de años. Algo parecido ocurre con el torio: hay 7 isótopos, pero uno domina sobre todos los demás, solo dos de cada 10000 átomos de torio no son Th-232, que se desintegra en tiempos parecidos a la edad del universo, del orden de 15000 millones de años.
Nuestro planeta ha estado liberando energía durante los 4.500 millones de años de existencia, enfriándose en el proceso desde la gran bola de roca a miles de grados que era en un principio
Cuando un solo átomo de torio o uranio decae, libera cuatro megaelectronvoltios (MeV) de energía (¡a ver cuándo la factura de la luz viene en MeV, la unidad de energía/masa que usan los físicos de altas energías!), lo cual puede aumentar la temperatura de un litro de agua una trillonésima de grado centígrado. Parece muy poco, pero la cosa cambia si sumamos todo el torio y todo el uranio que está desintegrándose en nuestro planeta, seguramente la mayor parte en el manto y la corteza terrestre.
Nuestro planeta ha estado liberando energía durante los 4.500 millones de años de existencia, enfriándose en el proceso desde la gran bola de roca a miles de grados que era en un principio. La Tierra pierde energía a un ritmo de decenas de billones de vatios, el equivalente a lo que producirían un par de miles de plantas de energía tan potentes como la hidroeléctrica de Las Tres Gargantas, la mayor nunca construida. Sin el continuo calentamiento del interior terrestre que producen elementos radiactivos como el uranio-238, el torio-232 o el potasio-40, es posible que la Tierra ya se hubiera solidificado completamente hace mucho tiempo. Hoy menos de la mitad o incluso solo un cuarto del calor interno de nuestro planeta proviene de la energía inicial que adquirió por el colapso gravitatorio y los choques de planetesimales. El resto, que domina el calentamiento, proviene del decaimiento radiactivo, principalmente de los 3 elementos antes mencionados. No es casualidad, esos elementos radiactivos tienen tiempos típicos de decaimiento parecidos a la edad de la Tierra, por lo que todavía podemos contar con ellos para que hagan su trabajo.
El que el interior terrestre esté caliente y parcialmente fluido es responsable de que tengamos tectónica de placas, que se deja notar en fenómenos como los terremotos y los volcanes. Ya rompimos lanzas en honor de ellos, no en vano la composición de nuestra atmósfera está íntimamente ligada a la existencia de esos fenómenos que también han sido claves para regular la temperatura terrestre. Como consecuencia, la temperatura es templada en nuestro planeta, en media unos 16 ºC. Tener un interior parcialmente fundido y en movimiento también nos permite tener una magnetosfera, que nos protege de la radiación y el viento solares más energéticos.
La radiactividad, y en concreto elementos radiactivos como el uranio, nombrado en honor del dios de los cielos Urano, o el torio, nombrado en honor del dios de los truenos Thor, son claves en la evolución de nuestro planeta y, por tanto, en la aparición y evolución de la vida tal y como la conocemos. La radiactividad es, claramente, un regalo de los dioses.
Pablo G. Pérez González es investigador del Centro de Astrobiología, dependiente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (CAB/CSIC-INTA)
Vacío Cósmico es una sección en la que se presenta nuestro conocimiento sobre el universo de una forma cualitativa y cuantitativa. Se pretende explicar la importancia de entender el cosmos no solo desde el punto de vista científico sino también filosófico, social y económico. El nombre “vacío cósmico” hace referencia al hecho de que el universo es y está, en su mayor parte, vacío, con menos de 1 átomo por metro cúbico, a pesar de que en nuestro entorno, paradójicamente, hay quintillones de átomos por metro cúbico, lo que invita a una reflexión sobre nuestra existencia y la presencia de vida en el universo. La sección la integran Pablo G. Pérez González, investigador del Centro de Astrobiología; Patricia Sánchez Blázquez, profesora titular en la Universidad Complutense de Madrid (UCM); y Eva Villaver, investigadora del Centro de Astrobiología
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