Durante el siglo XX, Bugs Bunny cambiaba según lo que sucedía en el mundo. “En los años treinta, los cortos de los Looney Tunes tenían cierto aire de la época de la Gran Depresión. EE UU pasaba una crisis económica y los dibujos lo reflejaban. En los cuarenta, Bugs se alistaba literalmente a la Segunda Guerra Mundial para luchar por la justicia y contra el eje del mal. En los cincuenta eran optimistas y representaban el baby boom. Siempre tomaron el pulso de lo que pasaba. El conejo incluso se vestía de mujer, mucho antes de que fuera aceptado en televisión”, explica el animador Peter Browngardt, al que Warner encomendó en 2019 la gran tarea de su vida. ¿Cómo trasladamos los Looney Tunes al siglo XXI? Su respuesta fue: regresemos al clasicismo para ser modernos.
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“Mi propuesta a Warner era plantear cómo serían los cortos si nunca hubieran parado. Quería respetar la misma energía y personalidad y los emparejamientos de siempre, como Porky y Lucas. Esos clásicos son los mejores dibujos de la historia. Simplemente intentar sumarme a su estela es un honor”, apunta convencido Browngardt a EL PAÍS. Por eso su nueva colección, Looney Tunes Cartoons, que se estrena en Boing el 19 de junio, respeta el formato más famoso de las locas melodías: mucha música, animación tradicional (en realidad digital, pero que parezca hecha a mano), chistes y bromas cual metralleta, y casi todos los personajes adorados por el público.
¿Pero no son los niños diferentes hoy? Quizás el secreto era no apelarlos solo a ellos. “Los animadores originales no pensaban en los niños de ocho años, sino en qué haría reír a sus amigos. Reuní un equipo de dibujantes, y no escritores de diálogos, y nos encerramos en una sala a dibujar gags para replicar esa fórmula”, explica. Porque los Looney Tunes ya fueron creados para mentes con déficit de atención. “La mejor época sigue siendo los cuarenta. Unieron a un grupo de payasos de clase y les dejaron hacer locuras. Esa energía y competitividad con Tex Avery les hizo brillar. En los treinta, inventaron el arte y ahora definían nuevas fórmulas con cada corto, sin tener claro dónde podía llegar la animación. Era prueba y error, algo experimental”.
Cambios que causan estragos
Para Browngardt esto era más que un encargo. Cuando entró en el estudio de grabación Clint Eastwood a escuchar a una orquesta completa tocar al ritmo la cabecera de los cortos de los Looney Tunes, no pudo contener las lágrimas. En estas históricas oficinas de Warner se había grabado la música de Casablanca, Rebelde sin causa o Los puentes de Madison. Algo ya icónico. Pero esto iba más allá. Estaba escribiendo un nuevo capítulo para algunos de los mayores símbolos de Hollywood, y del mundo. Bugs Bunny, Piolín, el Correcaminos y compañía habían sido su obsesión desde niño. Y no solo suya. Apuntaba al centro de la infancia de muchos. Tenía la responsabilidad de respetar la nostalgia, pero también de captar a nuevas generaciones. Actualizarlo para los tiempos, sabiendo lo que significa esta troupe para tantos.
“Hicimos pruebas proyectando los cortos clásicos a niños, y funcionaban. Ellos no sabían si estaban hechos hace 70 años o ayer. Hablan a cualquier generación. No queríamos cambiar cómo lucen los personajes ni los dibujos, si bien no importa lo que hagamos porque siempre acabaremos reflejando nuestras sensibilidades”, explica el animador, que antes trabajó en clásicos modernos como Futurama, Steven Universe y Hora de aventuras. A nadie se le escapan, por ejemplo, antiguos mensajes racistas que hoy no se pueden replicar.
Browngardt los ve como una sátira de la época similar a la revista Mad o Los Simpson. Su corto favorito es El duendecillo (Bob Clampett, 1943), donde Bugs se enfrentaba a un gremlin en una base militar aérea. Aquella aventura acababa con referencias explícitas al racionamiento estadounidense de la época. Manteniendo ese tono, en uno de los nuevos cortos, Yosemite Sam, que ya no porta armas de fuego que puedan crear mensajes confusos en los niños, se convierte en un conquistador que da con una isla abandonada. Allí se topa con el molesto Bugs. Para tratar de echarlo, construirá un muro a su alrededor. Browngardt confirma que lo escribieron como una sátira al gobierno de Trump.
Elmer ya no lleva escopeta. Tras ser tachado de acosador, la mofeta Pepe Le Pew no está invitada en el grupo. Cuando la próxima Space Jam, uno de los esperados éxitos del verano, presentó a la flamante Lola Bunny, algunos indignados escribían que esa no era la coneja sexy con la que habían soñado en su infancia. No aceptaban la actualización. Querían al personaje sexualizado con camisetita y curvas de la original. Como suele suceder con franquicias tan queridas, cualquier cambio y mensaje político de este tipo causa estragos entre los seguidores. El público tiene una relación íntima con ellos. Son personajes con los que crecieron, casi amigos.
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“Yo también estaba obsesionado con ellos desde pequeño y supe lo que quería hacer por verlos una y otra vez”, recuerda el animador. “Aunque la voz de los espectadores ahora hace más ruido con internet. Todo seguidor acaba encontrando una opinión compartida que le conviene. Hay cierta audiencia que siempre va a querer volver a ver lo mismo que amaba en el pasado, sin cambio. Entiendo la nostalgia a la que tendemos, pero hacerlos evolucionar es bueno siempre que se respeten sus bases”. Al final, estos personajes sobrevivirán a cualquier guerra, presidente y escándalo de Hollywood. Browngardt simplemente les ha dado 1.000 minutos más de animada vida.
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