La imagen de Giorgio Chiellini y Jordi Alba antes de la tanda de penaltis resume bien la idiosincrasia de Italia y España. Uno se parte de risa, juega, bromea y toquetea al lateral español tomándole el pelo en el momento decisivo del partido. El otro apenas puede contener la tensión, protesta contra algo tan absurdo como el azar y es incapaz de sonreír ni un segundo. La mayoría de los italianos saben que, al final, la vida también es un divertimento y nada es tan grave como para no resolverlo con un abrazo como el que le dio Chiellini al rígido Alba. La mayoría de los españoles supo también viendo el sorteo de las porterías que iban a perder.
Italia venció justo el día en que la Nazionale cerraba el círculo abierto en 2008 con la eliminación en los penaltis a manos de la selección de Luis Aragonés, justo donde se invirtieron las históricas tornas de ambos conjuntos. La nueva Nazionale de Mancini, en el fondo, volvió a ser a la vieja Italia de Conte, de Prandelli, de Lippi o de Trapattoni.
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La Azzurra que jugará la final de la Eurocopa también sabe sufrir, adaptarse al rival y echar el cerrojo en los partidos incómodos. Tiene oficio y la furbizia (astucia) suficiente para afrontar una tanda de penaltis con toda la tranquilidad del mundo. Ni un solo tifoso discutió el miércoles por la mañana el mérito de España. “Son los maestros del peloteo”, admitían todos los periódicos. Pero después de semanas anunciando un histórico cambio de modelo que dejaba atrás décadas de catenaccio, el martes en Wembley solo importaba ganar. “Jugaron mejor, fueron mejor equipo. Decidió un penalti después de dos horas de partido, una pluma en el aire que determina la historia. Casi inaceptable y verdadero, pero esta vez le ha tocado a los otros”, escribía Mario Sconcerti en el Corriere della Sera evocando sutilmente la tanda de penaltis de 2008 en Viena. Italia, en eso no ha cambiado nada, y este miércoles en los bares, el mercado y la cola de la pescadería todos los hinchas seguían convencidos de que jugar mejor no significa ser superior.
Una historia defensiva, de contraataques asesinos y algo de suerte no se deja atrás en cinco partidos ofensivos. “Ellos tienen el tiki taka, nosotros el Tuca Tuca”, decían los comentaristas en referencia a la canción de Raffaella, fallecida el día antes y cuya música amenizaba el calentamiento. Italia lo volvió a intentar durante los primeros 15 minutos contra España, pero no había manera. En la segunda parte, ordenó Mancini, todos atrás. Y luego se lo intentaron echar en cara. Pero el técnico no traga con la idea de ese regreso al pasado. “Los equipos de fútbol atacan y defienden, no solo podemos ir hacia adelante. Hemos tenido ocasiones como ellos. No, no hemos ganado jugando a la italiana. Fue el partido entre dos grandes equipos”.
El miércoles por la mañana, sin embargo, el hombre más amado de Italia era Luis Enrique Martínez, a quien conocieron bien tras su paso por la Roma en 2011. Todos los periódicos y comentaristas se rindieron a su bravura y estrategia. A la capacidad de convertir el sufrimiento (personal y profesional) en fortaleza. Y, sobre todo, a esa muestra de una personalidad insobornable que ya había dejado en la capital italiana, en solo diez meses, tan buen recuerdo entre quienes trabajaron con él. Lo dijo Daniele De Rossi antes del partido (“es el entrenador que más me ha influido… si pienso en cómo lo dejamos escapar me siento mal”) y lo corroboró con un enorme abrazo antes del partido. Gianluca Abate, también del Corriere della Sera, decía esto en Twitter: “A Luis Enrique, que dejó el fútbol para estar cerca de su hija, que tuvo que sobrevivirla, que en cada partido tiene que esconder un dolor que no pasa. Dice que animará a Italia en la final. Nosotros seremos sus hinchas siempre, también fuera del campo”.
Y ahí, en las calles de la capital italiana, pocos tenían dudas el miércoles de que la Nazionale había superado la noche del martes el escollo más complicado. Lo hizo a su manera, con algo de suerte y sentido del humor. Como cuando una vigilante del estadio se fue directo a Bonucci porque pensaba que era un hincha invadiendo el campo y él se lo tomó a cachondeo y la abrazó riendo. Básicamente, porque sabía que podía haber sucedido perfectamente. Y que la suerte, desde que Alba y Chiellini se habían abrazado media hora antes, volvía a estar de su lado 13 años después.
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