Sudán del Sur se asoma a su peor crisis humanitaria desde su independencia

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“¿Dios se ha olvidado de nosotros?”.

Joyce Tabang miraba a su alrededor como si intentase buscar una respuesta en las esquinas del hospital pediátrico improvisado en mitad de un asentamiento de refugiados. La mujer aguardaba en una sala de espera, rodeada de bebés delgados, enfermos de desnutrición. Las madres que acompañaban a esos niños esperaban su turno en silencio. Nadie hablaba. Ni siquiera los pequeños lloraban: no les quedaban energías para gemir.

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Tabang, una campesina sursudanesa de 32 años, abandonó su hogar en 2016. En ese momento, una guerra nueva había puesto a Sudán del Sur al borde del precipicio. En cuestión de meses, centenares de miles de personas escaparon a Uganda, donde se convirtieron en refugiados. Como ella. Ni las organizaciones humanitarias ni las autoridades locales estaban preparadas para un éxodo tan rápido. Los huidos se establecieron en campamentos que, a pesar de que habían superado su máxima capacidad, multiplicaban su población cada día.

“La salud de mis hijos ha empeorado”, lamentaba esta madre desde la pediatría del asentamiento, construida por el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef). “Antes teníamos una casa cómoda y un huerto. Si la guerra no hubiese golpeado nuestro pueblo, mis niños no estarían enfermos. Ahora tenemos un poco de comida porque las organizaciones humanitarias nos ayudan. ¿Pero qué va a ser de nuestro futuro?”. A continuación, señaló a uno de sus hijos, que estaba sesteando sobre sus piernas. Su nombre era James. Tenía dos años y escamas en sus tobillos, síntoma de una malnutrición grave. “¿Es que Dios se ha olvidado de nosotros?”, repitió.

“La situación es dramática”

El horror del que Tabang escapó aún no ha terminado. El último informe de Unicef, publicado el pasado martes, no deja lugar a dudas: en este momento, dos de cada tres niños —4,5 millones de menores de edad— necesitan asistencia humanitaria con urgencia. A la iniquidad de la guerra se ha sumado una serie de fenómenos meteorológicos extremos, probablemente favorecidos por el cambio climático. Varios episodios de sequías e inundaciones han destruido las cosechas de millones de hogares, impidiendo que esas familias puedan alimentarse. Sudán del Sur continúa desmoronándose.

La directora de los programas de protección para la infancia durante emergencias de esta agencia de la ONU, Amanda Martín, advierte de que el país “está en las puertas de su peor crisis humanitaria desde su independencia. La situación es dramática”.

El estudio pone números a la pandemia de hambre que ahora se extiende por una buena parte del territorio: alrededor de 1,4 millones de niños pueden sufrir desnutrición aguda este año, la cifra más alta desde 2013. Además, más de 300.000 sufrirán las peores formas de desnutrición y corren el riesgo de morir si no se les proporciona tratamiento. Oxfam Intermón, por su parte, también se refiere a la situación en su informe El virus del hambre se multiplica, publicado esta semana. La organización denuncia que más de 100.000 personas viven en condiciones cercanas a la hambruna. “La violencia crónica y las inundaciones interrumpieron la actividad agrícola y forzaron a 4,2 millones de personas a huir de sus hogares. Por el momento, no se ha movilizado siquiera el 20% de los 1.680 millones de dólares del llamamiento humanitario de las Naciones Unidas”.

“Nuestros programas solamente han recibido un tercio de los recursos económicos que necesitan a pesar de la crisis”, lamenta Martín desde Juba, la capital. “Sin embargo, queremos pensar que esta situación despertará a los donantes internacionales para que mantengan su cooperación. Los niños necesitan el compromiso constante de la comunidad internacional en su conjunto. Ahora mismo, su ausencia se traducirá en la pérdida de muchas vidas”.

Por otra parte, el informe del Grupo Sectorial de Educación de Sudán del Sur estima que 3,4 millones de niñas y niños de entre tres y 17 años necesitan educación y que hacen falta más de 66.000 profesores. Y la violencia también es un asunto grave, tal y como alertó el Informe del secretario general de la Asamblea General de la ONU sobre Sudán del Sur, publicado el 21 de junio de 2021, que recogía 165 violaciones graves verificadas contra 154 niños, 28 de ellos niñas, y 11 violaciones más verificadas posteriormente en 2019. Estas acciones incluyen el reclutamiento en grupos armados, asesinatos y mutilaciones, violaciones y otras formas de violencia sexual.

La bandera representaba un comienzo nuevo para un pueblo que había resistido más de cuatro décadas de guerras, una oportunidad para enterrar su dolor

La estabilidad continúa sorteando a los pueblos del país más joven de África. Los acuerdos de paz que las élites políticas de este país firmaron a principios de 2020 se han convertido en papel mojado. La guerra sigue avanzando, sobre todo en las zonas rurales y en los alrededores de varias ciudades pequeñas, donde las milicias armadas están multiplicándose. De hecho, los expertos del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas detectaron un incremento en la cantidad de incidentes durante los primeros meses de 2021. Por eso, en la actualidad, alrededor de 3,8 millones de sursudaneses han abandonado sus hogares.

Petróleo y sangre

El día más feliz de Tabang ocurrió hace justo 10 años. Su aldea estalló en una celebración de júbilo al dar la medianoche. Era el 9 de julio de 2011; Sudán del Sur acababa de obtener su independencia, y la mujer bailó sin parar. Las celebraciones duraron hasta el amanecer. La bandera representaba un comienzo nuevo para un pueblo que había resistido más de cuatro décadas de guerras, una oportunidad para enterrar su dolor. Sin embargo, desde los asentamientos para refugiados del norte de Uganda, la refugiada recordó ese momento mirando al suelo y una sonrisa triste: la esperanza de esos días enseguida se convirtió en frustración.

Mientras proclamaban su independencia, los sursudaneses tenían muchos motivos para estar felices: su subsuelo escondía la tercera reserva de petróleo más importante de África, con al menos 3.500 millones de barriles. Después de luchar contra el Gobierno de Sudán casi sin descanso desde 1955, al que acusaron de marginarles deliberadamente, los pueblos del sur se habían ganado a pulso el derecho a poder beneficiarse de esos recursos naturales.

Joyce Tabang y uno de sus hijos en la sala de espera de un hospital de Unicef.
Joyce Tabang y uno de sus hijos en la sala de espera de un hospital de Unicef.Pablo Moraga

Pero, sin mecanismos para acotar el poder de las élites políticas, la riqueza del subsuelo era una manzana envenenada. En 2013, las batallas de los combatientes armados del presidente Salva Kiir contra los del vicepresidente Riek Machar hicieron añicos las ilusiones de millones de personas: ambos líderes sabían que controlar el poder también significaba tener acceso ilimitado al dinero del petróleo. Esa rivalidad enseguida hundió al resto del país en una guerra sucia que, aunque se detuvo durante varios meses desde mediados de 2015 hasta 2016, continúa hasta el momento.

Tabang tenía la sensación de que la historia se repetía continuamente. No era la primera vez que tuvo que huir, pues ya vivió una experiencia parecida cuando era una adolescente. En los años noventa, de la mano de sus padres, escapó de un caos de masacres como el que ahora se repite en su pueblo natal. “Yo crecí en un campamento de refugiados del norte de Uganda. Recuerdo que fue muy duro. Y ahora mis hijos están sufriendo la misma situación”.

Los campamentos de los que habla se han transformado en ciudades provisionales repletas de personas con el alma en Sudán del Sur que esperan regresar a sus hogares, reanudar sus vidas interrumpidas por la violencia. Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), más de 971.400 refugiados de esta nacionalidad permanecen del norte de Uganda.

En el asentamiento de Bidi Bidi, Rostabo se reúne a menudo con sus amigas para escuchar en una radio las noticias de Sudán del Sur y comentarlas. Esta campesina de 42 años echa de menos su hogar: una casa humilde rodeada de árboles, huertos verdes y terrenos fértiles. Sin embargo, esa nostalgia no le impide ser realista:

“Sudán del Sur todavía es un país peligroso, y no quiero que mis hijos sufran allí”, decide Rostabo con una mueca de indignación. “Es imposible comprender esa guerra”.

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