David Valero, bronce en ciclismo de montaña, suma la segunda medalla para España en los Juegos

David Valero celebra la medalla de bronce.
David Valero celebra la medalla de bronce.MATTHEW CHILDS / Reuters

Pidcock, Flückiger, Valero… por ese orden. Todos los demás lo han hecho antes, de atrás adelante.

Pasan por el pasillo que les hacen los periodistas, y sus miradas, su tizne, la blancura de su piel son las de los mineros galeses del valle verde de Ford saliendo de la mina al atardecer, pero la mirada engaña, no es la mirada triste de quien sabe que la vida será una sucesión de días iguales y duros, es la mirada de quien ha llegado voluntariamente hasta la extenuación y está que no puede dar un paso más, y está alegre porque se ha divertido haciéndolo, pero no lo puede demostrar hasta que una ducha le libere las endorfinas, la recompensa que los tres primeros encuentran, ya en el podio, donde David Valero, de Baza, Granada, medalla de bronce en ciclismo de montaña colgando del cuello y ramo de flores en una mano, quizás pueda pensar que mucho más duro es el trabajo en el campo al que su padre quería que se dedicara, y solo quería eso porque no entendía que uno pudiera ganarse la vida andando en bicicleta, y se tuvo que enfrentar a él para poder ser ciclista, que esa hora y media que se han pasado pedaleando por un circuito que parece un jardín zen en algunos tramos, geométrico, piedrecitas, pero es un invento del diablo que no les quita el alma, sino que les acelera, y les dispara la adrenalina, y es polvoriento, polvo de tierra negra que el sudor hace carbón pegado a su piel en negros manchurrones.

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“Trabajé cuatro años en el campo de mi padre, teníamos hortalizas”, dice Valero, de 32 años, casado, un hijo, casa en Baza, apartamento de alquiler en Sierra Nevada, donde pasa largas temporadas entrenándose en altura, equipo BH-Templo del Café organizado por Carlos Coloma, el ciclista de los mostachos medallista de bronce el último día de los Juegos de Río, que lleva bigotes en honor a José Antonio Hermida, plata ya en 2004, el gotha de la bici de montaña española (la de Valero es la cuarta medalla de la especialidad; se suma la de Marga Fullana, bronce en 2000). “Pero a los 20 años entré a trabajar en una tienda de bicicletas. Montaba para moverme de un sitio a otro, pero a los 22, hace 10, ya empecé a tomarme más en serio el mountain bike. Y, sí, por supuesto, es mucho más duro el campo que esto”.

Y también hay un bosque espeso y muchas cuestas.

Muchos se han caído buscando cómo negociar las piedras, enormes pedruscos como los que dificultan los senderos en las orillas de los ríos de las sierras, y se ha caído justamente Mathieu van der Poel, el hombre llegado de otros mundos ciclísticos, todos son sus mundos, en realidad, que a los 10 minutos de carrera, tan pronto, camino del jardín zen, piensa que detrás de una piedra enorme sigue colocada una rampa de madera para descender tres metros o así, y avanza despacito para deslizarse, pero no hay plancha (la había la víspera, en los entrenamientos, y le habían dicho, a él y a todos, que no estaría en la carrera, pero él no se acuerda y Tom Pidcock, que va detrás de él, alucina y se alarma viéndole acercarse despacito cuando todos los demás van lanzados, como esquiadores en un descenso, para dar un salto al vacío. Van der Poel se desliza por la piedra y se da un porrazo tremendo y un golpe fuerte en la cadera derecha. La carrera se ha acabado para él, pero él se enfurruña, se empeña, vuelve a la bici y durante 40 minutos emprende una persecución loca a los mejores, a los que no vuelve a ver. Más que un deseo de terminar le mueve la necesidad de acabar la tarea, de vaciarse, de no retirarse hasta que no puede, porque ese es su espíritu, acabar muerto todas las tareas que emprende.

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“No fue una cosa bonita de ver”, dice Pidcock, que salta ligero y aprieta el ritmo para forzar a los más especialistas, al campeón de Río, Nino Schurter, al otro suizo, Flückiger, al neozelandés Cooper, al francés Sarrou, al checo Cink, que revienta una rueda, a ir más allá de lo que pueden, les revienta desde atrás al principio el chavalillo de Yorkshire y les remata desde delante, desde el minuto 33, cuando ataca en un senderito estrecho y nadie puede más que mirarle.

Pidcock, que se entrena en Andorra y por los Pirineos, mide 1,65m, tan bajito, y tan fuerte en ciclocross y en el pavés de Roubaix, tan ligerito como es, como es alto Valero y delgado, una vara y una capacidad de sufrimiento que su padre quería que solo expresara en el campo. Y el convencimiento de que la medalla está a su alcance, lo que deja a Pidcock y compañía tan boquiabiertos como cuando oyen que empezó a correr a los 22, y él, el campeón olímpico, cumplirá 22 el 30 de julio, y piensa que tiene toda la vida por delante, porque para todos, Valero es un medallista sorpresa. No es el líder de la Copa del Mundo, como Flückiger, medallista de plata en el circuito de Izu, plantado entre un parque de atracciones infantil, con un tiovivo y una montañita rusa, y el velódromo olímpico a la sombra del volcán Fuji; no es una figura del ciclismo mundial, como los invasores Pidcock y Van der Poel, el nieto de Poulidor amarillo en el Tour. “Pues claro que sí que salí pensando en una medalla”, dice con sencillez Valero, quien recuerda que ya quedó noveno en los Juegos de Río. Y su entrenador, Manu Mateo, lo ratifica. “Él tenía muy claro que se podía pese a tantos grandes nombres como había inscritos. Le favorecía que hubiera solo 38 participantes, porque comenzó mal, cortado por un enganchón nada más partir, y ha estado toda la carrera remontando desde atrás, desde el puesto 35ª”, dice Mateo. “No brilla en las Copas del Mundo porque las usamos para medir su estado de forma, pero estaba perfecto”, cuenta.

Desde la radio le informa Mikel Zabala, el director técnico de la federación, de sus avances. Por etapas. Primero le guía hasta el puesto de finalista. Luego le cuenta que tiene el podio a tiro. Después ya no necesita más. Valero, tan duro, tan amante del calor y del sol, que le dan la vida y le queman, llega al comienzo de la última vuelta a la altura de los dos que se juegan el bronce. Pidcock (1h 25m 14s) y Flückiger (1h 25m 34s) ya son inalcanzables, pero Schurter, el campeón, está ahí, y a Schurter le destroza porque él, Valero (1h 25m 48s), se conoce muy bien, y sabe sufrir como nadie y que cuando lleva gastados tres cuartos de depósito sabe sacar mucho más jugo de lo que le queda que los demás machacando los pedales de su BH, un plato, 12 piñones, alguno más grande que el plato. Es su gran virtud. Y su empeño en ser ciclista, también.

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