Saúl Ordóñez tropieza con un atleta y se confiesa perdido en la pista brillante al sol de las 10 de la mañana, como Simone Biles en el aire oscuro del pabellón de gimnasia, como Eusebio Cáceres en el foso de longitud, donde, más rápido que nunca, más tosco, se clasifica para la final (7,98m) que consagrará al angelical (aéreo, ligero, limpio, hermoso) cubano Juan Miguel Echevarría (8,50m sin despeinarse, y sale de la pista contoneándose como quien no quiere la cosa).
“Ya no sé saltar de forma natural”, dice Eusebio Cáceres, el atleta de Onil (Alicante), que llega a los 29 años a su primera final olímpica, y llega en la época en la que a las zapatillas de salto les ponen muelles, a lo que responde usando las mismas zapatillas que en su debut en los Juegos de Londres 2012. “Corro más que nunca, sí, pero esto no es una prueba de velocidad, y tengo que armar la técnica en cada salto, pensar lo que hago”. Y el subcampeón mundial júnior cuenta cómo una lesión hace tiempo en el pie de batida, el izquierdo, se hizo lesión en las diferentes partes de la pierna, trepó por la columna y acabó en la cabeza, donde todo acaba y todo empieza.
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El 800m es un bosque de piernas, codos y cuerpos, y Saúl Ordóñez, plusmarquista nacional (1m 43,65s), de 27 años, recuerda otros tiempos, no tan lejanos, en los que en ese bosque veía claro un hueco por el que meterse, un lugar en el que correr tranquilo, con aire, y ahora, dice, no ve huecos por ninguna parte y tiene que hacer zetas, zigzaguear, correr más metros que nadie, y llega a la recta final ya sin cambio. Lo dice perplejo, porque no sabe por qué le pasa. “Quizás los años”, dice. “Quizás antes era más decidido, más arriesgado… Pero hay otros atletas ya mayores que siguen moviéndose bien”. Lo dice, además, cabizbajo, porque “en la lotería de pasar por tiempos” no llevaba el número ganador, y con su mal tiempo (1m 45,98s) se queda a dos centésimas de un puesto en las semifinales del domingo. Y también cae eliminado en su serie otro debutante olímpico, Pablo Sánchez Valladares, de Torrejón de Ardoz.
Ordóñez lo sospecha y Adrián Ben lo demuestra, el 800m es cosa de jóvenes. El chaval de Viveiro (Lugo) tiene 22 años y una consideración de sí mismo muy importante gracias, sobre todo, a que hace casi dos llegó a la final del Mundial en Doha. Un cambio de estatus y de responsabilidad que su entrenador, Arturo Martín, le recuerda con un proverbio: entonces fuiste el que se coló en una final, ahora eres el que tiene que estar en la final, y él, su bigotín tan perfilado y rubio, se siente en la pista ya como con derecho pleno a estar ahí, y pasa seguro, por puestos, tercero en su serie (1m 45,30s). “Me siento consolidado, pero he estado muy nervioso”, dice Ben, y el técnico Jorge González Amo, que recuerda que el español que más cerca estuvo de una final de 800m, la jungla del medio fondo, fue otro gallego, Manuel Gayoso, quien durante media hora, el tiempo que los jueces tardaron en recalificar al keniano Boit, estuvo en la lista de salida de la final de Múnich 72. Ya tiene un encargo el atleta de Viveiro, quinto en Doha: ser el primer español en una final olímpica de 800m.
Antes de que llegara su semifinal (domingo 13.25h), Ben tuvo ocasión de aplaudir el intento de la jiennense Natalia Romero (mejor marca personal, conseguida, justamente, en las series: 2m 1,16s) peleando con varias atletas que han bajado de 1m 57s para igualar a Mayte Zúñiga, séptima en la final de Seúl 88, única española en una final. La trayectoria deportiva de Romero, de 32 años, del popular barrio de Jaén de Alcantarilla y profesora titular (acreditada) en la Universidad de Illes Balears, sería una parábola del atletismo español. Después de iniciarse en 400m, prueba de fuerza pura y velocidad en la que alcanzó su tope, no muy alto, pronto, en 2015 empezó a tomarse en serio el 800m. “A mí me gusta más el 800 que el 400, porque me veo límites. Yo era lenta para el 400”, dice Romero, que llegó como la número 43 del ranking, y ya está entre las 24 primeras. Vive en Palma de Mallorca, y la entrena a distancia, desde Madrid, Pedro Jiménez, profesor e investigador en la Universidad Rey Juan Carlos. “Con Pedro hemos encontrado el punto medio, me planifica, y mi pareja me ayuda en las series. Hago un mixto entre velocidad y fondo. Hacemos multisaltos, entrenamientos de velocista. La experiencia me la da el correr 800 metros. En los primeros me costaba mucho”.
Estudió y corrió, y luego empezó a trabajar en Palma de Mallorca, donde enseña a alumnos del grado y del posgrado de Fisioterapia. “El primer semestre es muy duro, con 180 horas de clase y 40 en el segundo semestre. Hay veces que entro de 8:30 a 11:30 me voy a entrenar y luego a clase otra vez. Es muy duro tener tantas horas de clase todo el rato hablando. Es un gran esfuerzo mental”, dice Romero, que recibió con dos días de diferencia dos mensajes que le alegraron el día: la convocatoria para los Juegos Olímpicos y la notificación de su acreditación como profesora titular, lo que la convertirá en funcionaria. “De aquí, para arriba, solo está el nivel de catedrática, pero sigo siendo atleta, y es duro hacer las dos cosas. Acabo el día muy cansada”.
Se despide Natalia Romero en una semifinal (octava, 2m 1,52s) en la que las piernas interminables de la prodigiosa norteamericana Athing Mu (19 años, 1m 58,07s) marcan el camino del futuro de la prueba (con el permiso de la otra adolescente en la disputa, la británica Kelly Hodgkinson, también 19 años, que corre fatal, cambia en la curva, y baja de dos minutos tranquila), y Valladares la despide y despide a todos con una frase de aeropuerto, quizás influenciado por su vida en Torrejón de Ardoz, junto a la base, y por la cercanía, en tres años, de los próximos Juegos. Pon ahí, le dice al periodista señalando su libreta: “Siempre nos quedará París”.
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