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Los talibanes de Afganistán han confirmado en el último mes los peores presagios desde el inicio de la retirada militar de Estados Unidos del país, tras dos décadas de invasión. Guerrilleros talibanes han recuperado el poder en territorios rurales y amenazan capitales de provincia. Este viernes tomaron el control de la primera, Zaranj, en la provincia sureña de Nimroz. Solo en el último mes han muerto más de mil civiles a manos de este grupo fundamentalista. La comunidad diplomática empieza a ver los rasgos de un embrión de guerra civil, el estado natural de ese país durante los últimos 40 años, tan solo atemperado temporalmente por dos invasiones militares, una soviética y otra norteamericana. El desplazamiento interno ya ha comenzado. Alrededor de 300.000 personas han abandonado sus casas en las provincias para refugiarse en Kabul. En la capital, el terror ya se ha hecho presente con un atentado mortal contra el Ministerio de Defensa.
Tras el lacónico anuncio de la retirada completa de EE UU de Afganistán, que culminará el 31 de agosto, los talibanes se han declarado vencedores de la guerra y están tomando posesión de lo ganado. Lo hacen con un plan militar metódico, buscando asegurar las ciudades clave del norte y el sur del país (están a las puertas de Kandahar y Mazar-i-Sharif) más los pasos fronterizos, en una estrategia que solo puede conducir al asalto final sobre Kabul que se antoja inevitable. A medio plazo no se vislumbra cuál es el incentivo que podrían tener para negociar un reparto de poder con el frágil Gobierno afgano, que da la batalla por su supervivencia, y no solo en el sentido político. En esa batalla tendrá apoyo logístico y financiero de EE UU y seguramente apoyo regional. Pero nadie se atreve a decir que esté en condiciones de frenar a los talibanes.
La información fragmentada y casi sin testigos de los lugares donde los talibanes han ocupado el poder es inquietante. Organizaciones humanitarias aseguran que se producen detenciones generalizadas de presuntos colaboradores de la invasión y ejecuciones sumarias. Son pocos los obstáculos que tienen los talibanes para no volver al terror medieval de su anterior régimen. El primero es una población que ha probado algo parecido a la libertad económica y política, especialmente las mujeres, lo que hace pensar en un menor apoyo popular del que disfrutaron en el pasado. El segundo, la necesidad de no convertirse en un paria internacional para seguir recibiendo ayuda humanitaria. Poco más. No se puede ignorar hacia dónde van los acontecimientos. Descartada la vía militar, la comunidad internacional debe contemplar el peor escenario y articular desde ya mecanismos para evitar que el avance talibán, siendo una derrota de Occidente, se traduzca en un regreso al horror fundamentalista.
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