Sumergirse en un mar, bosque o libro ayuda a la creatividad

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Como muchas otras personas que durante el último año han estado tratando de figurarse cómo confrontar el problema de la inmersión modificada o empobrecida, si estuviese yo leyendo esta nota una mañana de fin de semana, probablemente esperaría encontrar algunos ejemplos de cómo maximizar mi inmersión de vacaciones, que no fuera en un hamam en Turquía, al que no tengo acceso, o escalar una gran montaña, no las hay en mi proximidad, y no planeo viajar para encontrarla, ni caminar en un bosque tupido.

La paradoja es que, para sumergirnos en nuestras vacaciones, en realidad lo que queremos es transportarnos al exterior. Si consideramos el exterior como lo opuesto de la inmersión, el exterior sería de lo que nos separamos para sumergirnos en un libro, en un juego, en un programa de televisión. Sin embargo, podríamos decir que ahora el exterior es el nuevo horizonte para la inmersión. Pensemos, por ejemplo, en el repunte masivo de las ventas de bicicletas, o el hecho de que por todas partes vemos gente caminando. Son actividades que empleamos para salir de la burbuja pandémica y sumergirnos —somáticamente— en otra dimensión. La idea de la inmersión, no solo como una actividad de sumergirse en una profundidad, sino de emerger de una realidad para entrar en otra —algo bastante diferente del escapismo—, es una paradoja convincente.

“Somos seres porosos, en constante intercambio con el exterior, nuestra vulnerabilidad está constantemente expuesta. El coronavirus nos ha hecho conscientes de que respiramos el aire de los demás, el virus ha opacado la ilusión de separación”, me dice la arquitecta y autora de The Architecture of Bathing (la arquitectura del baño), Christie Pearson, en una conversación que tuve con ella. En su libro explora los espacios diseñados para el baño, en diferentes culturas, y el efecto que tienen sobre nosotros. Mantiene que “el agua disuelve la frontera, nos ayuda a hacer tangible el espacio como material escultórico”.

Empleamos la palabra inmersión cuando, motivados por un deseo de conectarnos con nosotros mismos, con los demás y con el mundo, nos sumergimos en una atmósfera, no solo de agua, también puede ser la de otros espacios, como un jardín, una fuente o una arquitectura. “Cuando salgo del baño, quiero sentirme transformada”, escribe Pearson, “emerger renovada, como la diosa Hera en su baño anual en la primavera de Kanathos, o Afrodita en el mar, o lo más cercano posible a ello. En cierto sentido, quiero volver a nacer”. Spa es el acrónimo de sanitas per aquam, al bañarnos nos regeneramos.

La atracción por playas, piscinas, baños rituales o los juegos de agua de los niños tiene que ver con nuestro ­anhelo por conectarnos, se trata de lugares en donde podemos estar con otros, en interacciones muy diferentes de cualquier otra. La playa, me dice Pearson, “es el punto de encuentro entre el agua y la tierra, es el espacio liminar donde el devenir de algo nuevo es posible, es un lugar que simbólicamente nos transporta a otra dimensión espacial, temporal, a otra sustancia, nos invita a cruzar un umbral”. Una inmersión en la piscina o en la sauna, como ejercicio de placer, nos pone en contacto con el poder de nuestros propios ritmos. Nos bañamos y nos sumergimos en estos ritmos, a la vez sociales y biológicos, los experimentamos directamente, “como un teatro de relaciones vitales”, anota Pearson en su libro. Encontramos nuestra fortaleza, los tiempos entretejidos con el mundo en perpetua transformación, pero, sobre todo, los orígenes de la creatividad. “Es sabido que Arquímedes, desde su baño, descubrió el principio de desplazamiento, a partir del cual se funda el estudio de la hidrostática, sobre el que gritó ¡eureka!”.

El baño en el bosque, o shinrin-yoku en japonés, es la práctica de estar entre árboles por sus beneficios intrínsecos para la salud. “El bosque alberga un recinto de encaje que filtra la luz y la fragmenta en espigas lumínicas”, dice Pearson. Caminamos a través de un bosque y nos envuelve. Las plantas encarnan el enlace más íntimo y elemental que la vida puede establecer con el mundo. “Son las responsables de la génesis constante de nuestro cosmos”, propone el filósofo Emanuele Coccia en su libro La vida de las plantas, en el que acierta que “nuestro mundo es un hecho vegetal”. Es frente al mundo y a la naturaleza que podemos verdaderamente pensar. “Imaginad estar hechos de la misma sustancia que el mundo que os rodea”, propone Coccia, “ser de la misma naturaleza que la música, una serie de vibraciones de aire, como una medusa que no es más que un espesamiento del agua. Tendríais una imagen bien precisa de lo que es la inmersión”. Y concluye: “La vida es siempre y no puede más que ser inmersión” —lo experimentamos, por ejemplo, cada vez que nadamos—. Define a la atmósfera como “la quintaesencia del mundo”, comprendida como el espacio donde la vida de cada uno está mezclada con la vida de otros. “Nos proyectamos en el espacio más próximo a nosotros, y de esa porción de espacio hacemos algo íntimo”.

David Dorenbaum es psiquiatra y psicoanalista.

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