La cita de las dos mujeres es en la puerta del Hotel Ariana de Kabul. Desde la seguridad de Madrid, alguien a más de 6.000 kilómetros de distancia les ha pasado el teléfono de una a la otra. Están en la lista del Gobierno para poder subir a un vuelo hacia España y salvar su vida. Pero tienen que llegar al aeropuerto. Mejor juntas. Se saludan con un simple salam en la puerta del Ariana. Están a punto de cruzar el laberinto más difícil de su vida, el minotauro talibán jadeando en su nuca. Son las 5.30 de la tarde del sábado 21 de agosto, hora de Kabul. Nunca se han visto antes.
“Ahora somos como hermanas”, dicen cinco días después Massouda Kohistani y Khadija Amin en un bonito piso de una capital de provincia española. Tarima flotante, terraza y cuatro habitaciones, dos libres, una de ellas con una cuna y un paquete de pañales sobre la cama esperando a un bebé que aún no ha llegado del infierno. Las nuevas hermanas han entrado a formar parte del sistema nacional de acogida del Ministerio de Seguridad Social, Inclusión e Inmigración, y la ONG Cepaim se encarga de acomodarlas y de que estén seguras. La semana que viene empiezan sus clases de español. Una psicóloga las visita cada día y las acompaña a una tienda de móviles para comprar tarjetas telefónicas prepago o les enseña dónde está el supermercado más cercano a la casa. “La pimienta aquí no pica nada, ¿no?”, pregunta Khadija, más cocinillas, mientras plancha el vestido negro con el que cruzó el fétido río que bordea el aeropuerto de Kabul.
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Aquí son inseparables, pero allí sus vidas eran muy distintas. Khadija, 28 años, hija de una maestra y un mecánico, era hasta hace dos semanas una presentadora ascendente en los informativos matinales de la televisión pública afgana. Por la tarde acababa la carrera de Periodismo. Se casó a los 18, y después de seis años y tres niños (uno de siete y dos gemelos de cuatro, de los que se ha separado “por su seguridad”) su marido contrató una señora para cuidarlos y le “permitió” desarrollar su sueño de tener además de familia, una carrera. Del quinquenio talibán (1996-2001) recuerda que jugaba en casa a disfrazarse con el burka de su madre.
Massouda, huérfana de padre desde los cuatro, tenía 17 en 1998, cuando su familia huyó del régimen talibán afgano cruzando a pie hasta Pakistán. En Peshawar vivieron refugiados seis años: “Tejíamos alfombras, desde mi madre a mi sobrino de cuatro años, todos tejíamos”. Por las noches aprendía el estupendo inglés que maneja: “Solo tenía un cuadernito y un lápiz, intentaba memorizarlo todo para no gastarlos”. De vuelta en Afganistán, se entregó a enseñar inglés como voluntaria hasta granjearse el respeto de varias ONG internacionales que la contrataron como consultora y activista de derechos humanos, especialmente los de la mujer.
“Son heroínas”
Tiene 40 años y es soltera, algo insólito en Afganistán: “Mantengo a una gran familia [son 17, entre hermanos y sobrinos y una madre enferma de 80 años], no me puedo permitir un marido que no me deje trabajar”. “La vida en Afganistán siempre ha sido difícil para las mujeres, hay una mentalidad muy machista, pero con los talibanes en el poder, será mucho peor”, dice. “Las mujeres afganas son heroínas”, añade Khadija.
La periodista milenial y la curtida activista tienen algo fundamental en común: “No sabemos estar calladas”, ríen ya relajadas en un local de Cepaim. “Llevamos años hablando de lo que nos parece en público, denunciando injusticias, trabajando para mejorar nuestro país, educándonos, teniendo relación con el exterior, ¿cómo íbamos a permanecer ahora en silencio?”, cuestiona Massouda. Cuando los talibanes tomaron Kabul, Khadija publicó en sus redes sociales cómo se plantó ante su nuevo jefe talibán en la tele (desobedeciendo la orden de quedarse en casa). “Si queréis que alguien crea que habéis cambiado, dejadme seguir presentando las noticias”, le dijo. Él le contestó con despreció que tenían que pensarse si podía volver y, en todo caso, con burka.
“Los metí en el horno, los rocié con aceite de cocinar y prendí fuego a mis queridos libros”
Massouda, activista afgana
Una reportera de The New York Times retuiteó una foto de Khadija en el estudio dando las noticias frente a otra instantánea del talibán que la ha sustituido. La imagen se hizo viral y Khadija, ante los ruegos de su familia, supo que era hora de huir. Mientras, Massouda organizaba clandestinamente a grupos de mujeres activistas y concedía entrevistas a medios internacionales. En uno de sus grupos de WhatsApp se gestó la manifestación de un puñado de universitarias afganas con pancartas feministas. La imagen dio la vuelta al mundo. “Al principio iba a ir yo también, pero era demasiado peligroso si tu rostro es conocido”.
Antes de aquel sábado ante el Hotel Ariana, ambas habían intentado llegar al aeropuerto solas y sin salvoconducto, a probar suerte. Y ambas, tras horas de miedo, violencia y frustración habían regresado entre lágrimas a casa. Pero tenían que seguir intentándolo. Para Massouda, dos escenas fueron decisivas. Una, verse a sí misma quemando dentro del horno de la cocina sus libros en inglés y sobre política y derechos de la mujer. En sus grupos de WhatsApp empezó a circular un mensaje: “Quemadlo todo, están haciendo registros domiciliarios”. “Los metí en el horno, los rocié con aceite de cocinar y prendí fuego a mis queridos libros”, suspira. Luego llamó a algunas de las autoras para disculparse por hacerlo. “Muchas mujeres quemaron sus títulos universitarios”, asiente Khadija.
Tahonas femeninas
La otra escena tuvo lugar a la salida de una panadería de mujeres. En Afganistán, las tiendas de pan callejeras las llevan hombres, mientras que las tahonas femeninas, “que tienen una calidad muy superior”, subraya Massouda, son casas particulares que solo atienden a otras mujeres. Massouda salía de comprar el pan cuando un hombre, no un talibán, uno cualquiera, la increpó usando “una palabra terrible, algo que no sería aceptable ni para un animal”. Massouda estalló: “¡¿Por qué me insultas?!”. La menuda Massouda se sorprendió a sí misma enzarzada en un forcejeo: “No sé de dónde saqué la fuerza, pero empecé a golpearle mientras él me gritaba, ‘voy a avisar a los talibanes y te matarán, ahora ya no podéis decir nada, ellos se encargarán de ti y de toda tu familia”.
Khadija la mira asintiendo de nuevo con disgusto. “Algunos hombres se lo toman incluso a broma… Cuando los talibanes nos mandaron a casa a todas las compañeras de la tele, algunos de nuestros colegas nos hacían chistes tipo ‘ahora ya veréis, ahora sí que tendréis que hacernos caso’, sin comprender que nuestras vidas corren un peligro real”.
“Todo fue tan rápido”, coinciden en la terraza de un bar probando por primera vez una tortilla española (“le falta sal”, asienten). A ambas les desconcertó la fulminante llegada de los talibanes al poder. “Creíamos que los militares afganos nos defenderían”, comenta Massouda, “y también confiábamos en el presidente Ghani”, añade Khadija. “Pero todos nos abandonaron”.
El día que se fueron, las calles de Kabul estaban enrarecidas: las mujeres habían ido desapareciendo de la vista, escondidas en sus casas, o incluso en casas ajenas por si iban a buscarlas. Hacía tiempo que de los bancos no se podía sacar dinero (el último reportaje que firmó Khadija, dos días antes del triunfo talibán, trataba sobre ello). Ninguna de las dos había cobrado su último sueldo. Y a pesar del miedo, cuando consiguieron un salvoconducto para entrar en uno de los aviones españoles, ambas se lanzaron sin dudarlo de nuevo hacia el aeropuerto, con apenas unos cientos de afganis en el bolsillo (un par de euros). Salieron con una bolsa mínima al hombro. Khadija metió en la mochila un par de pantalones y camisetas para su hermano (que también iba a intentarlo). Massouda, recordando su huida anterior de Afganistán, fue más organizada. Su pequeña bolsa de deporte negra guardaba una toallita, un jabón, cepillo y pasta de dientes, unos vaqueros y unas camisolas, y su disco duro. “Lo guardaré todo como recuerdo, no debo olvidar aquel día”, dice tocando la pequeña toalla beis. Su madre le metió en el último momento un paquete de galletas. “Mamá, con este miedo no voy a poder comer nada”, le dijo. En el piso de acogida, aún tiene en un plato los restos de las galletas machacadas por el viaje.
Lo más importante que llevaban era una botellita de agua, un móvil cargado y un vestido. No cualquiera. Ambas escogieron para el viaje vestidos largos con mangas hasta las muñecas. No son los que acostumbran a usar, normalmente visten pantalones y camisolas. El de Massouda es de flores. Se lo compró en uno de sus viajes como activista fuera de la moderna Kabul, al Afganistán más rural y conservador. El de Khadija, con la pechera bordada a mano, es un traje tradicional que se usa para algunos días de fiesta. Además de vestidos, eran corazas frente a los talibanes.
Su odisea entre el hotel Ariana y el interior del aeropuerto es un relato de terror como el de tantos otros que cruzaron. El miedo paralizador, los golpes en los puntos de control talibanes, los disparos, el frío cuando caía el sol, la angustia. Pero saben que tuvieron suerte. Al día siguiente, salir era ya mucho más difícil y ellas son dos mujeres jóvenes y con mundo, poco temerosas. Con la ayuda de un corresponsal extranjero, llegaron finalmente, tras unas cinco horas, a la zona segura del aeropuerto. “Los militares españoles que nos sacaron de la marabunta de gente nos dieron una calurosa bienvenida”, cuenta Massouda. “Me dijeron ‘ya estás segura, pronto llegarás a tu país’, refiriéndose a España. ‘Tu país’, no voy a olvidar al soldado que me lo dijo”, rememora.
Lo que vino después (la eterna espera, el avión a rebosar, el largo vuelo a Madrid vía Dubái, con una escala en un país que no recuerdan, el paso por la base aérea de Torrejón de Ardoz, el papeleo…) lo recuerdan con la ligereza de un trámite. Ya estaban seguras, el resto no importaba. En Torrejón, al bajar del avión “una mujer muy amable” esperaba a los refugiados para darles la bienvenida con un abrazo. “No fue hasta después que descubrimos quien era, ¡toda una ministra!”, ríen. Margarita Robles, titular de Defensa, les dijo que estaba feliz de recibirlas y las elogió por su valentía. “No podemos estar más agradecidas”, repite Massouda. “Estábamos condenadas, esto es una segunda oportunidad”, dice paseando por una céntrica avenida comercial de la ciudad donde construirán su nueva vida.
¿Y ahora qué? “Mi madre ya me ha dicho por teléfono que tengo que trabajar para mi nuevo país”, dice Massouda, “devolver lo que me han dado”. Las cabezas de ambas mujeres están aún en Kabul, con sus familias, mientras sus cuerpos pasean por una plaza española típica.
La preocupación de Massouda es cómo atender a su familia en la distancia; la de Khadija, reunirse con sus hijos. Ambas quieren volver a sus carreras cuanto antes. “De momento, tenemos que ponernos ya a aprender español”, coinciden. Es el primer paso del largo viaje que les queda por delante.
“Quedarse en Kabul es no saber si te van a matar al día siguiente”
Azadeh tiene 19 años y ha llegado sola desde Kabul. Azadeh no es su nombre real, lo escoge porque significa “libre como un pájaro”. Es como se siente tras haber llegado a Madrid junto a otros de los 2.200 afganos rescatados por el Gobierno que esperan ser realojados en su destino final como asilados. Desde la toma de Kabul, los talibanes visitaban cada noche su casa. La última vez se llevaron el coche de la familia. Dos de sus hermanos, policías, huyeron y no sabe dónde están. “Mi vida cambió de un día para otro, me convertí en una prisionera, por el día no me atrevía ni a asomarme por la ventana”, dice. “Quedarse era no saber si te iban a matar al día siguiente”. Antes, en esa otra vida de hace tan solo dos semanas, Azadeh repite que era “libre y normal”. Iba a clase (estudia segundo de Periodismo), pasaba horas en su amada biblioteca, quedaba con amigos, jugaba al baloncesto y al ajedrez: “No se me da genial, ¡pero me encanta!”. Planea retomar todo eso en un nuevo país, “al menos hasta que termine la carrera o se vayan los talibanes”. Habla con una serenidad pasmosa para su edad, quizás porque la terrible noche que pasó tratando de acceder al aeropuerto Kabul (durmiendo en el suelo, rodeada de desconocidos, cruzando un canal de aguas fecales) fueron como 10 años: “10 años muy oscuros”. En su mochila llevaba una novela de la autora turca Elif Shafak y un diario donde lo ha anotado todo. “Si escribo algo de esa noche”, dice, “me ocupará todo un libro”.
Mohammad H., periodista de 24 años, la mira asombrado. “¿Has venido sola?”. Él hizo la terrible travesía con su familia: su hermana actriz y modelo, madre de dos niñas de 10 y 17, su hermano dentista, su cuñada y su sobrino recién nacido, y sus padres (ingeniero médico en un hospital él, matriarca ella). La familia salió por la Puerta Abbey del aeropuerto la noche antes de los atentados. Mohammad muestra en el móvil la foto de un amigo reportero que falleció allí. Está preocupado porque su otra hermana seguirá intentándolo. ¿A pesar de los atentados? “Así es Kabul, las cosas explotan y la vida sigue, ser afgano es convivir con la tristeza así”, dice entrelazando sus dedos como eslabones de una cadena. Esta familia de clase media dejó en Kabul sus casas, coches y todos sus ahorros. Intentaron sacarlos del banco hace unas semanas, pero ya no fue posible. “Lo importante es que estamos a salvo y juntos”, repiten. “Desde que llegamos a España le pido a mi mujer que me pellizque, estar aquí me parece un sueño”, dice Hamza, el padre del bebé.
La familia ha sido realojada en una ciudad del norte, aunque preferirían haberse quedado en la capital. “Soy reportero, mi hermana actriz, siento que aquí tendremos más posibilidades de labrarnos un futuro, seguir con nuestras carreras, tener otra vez una vida normal”, dice Mohammad. La abuela está deseando tener una cocina para hacerles a todos qabila, su famoso guiso de arroz. En sus brazos el bebé duerme acurrucado, su diminuta naricilla quemada por la espera al sol durante horas en el aeropuerto de Kabul. “Tiene dos semanas”, dice su padre, “ha sido un vida intensa como pocas”. Se llama Shahab, que en farsi significa meteorito. M. R / P. G. / Foto: O.C.
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