Minutos de felicidad

nicolás aznárez

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Dejar a mi hija en el cole y tener tiempo para desayunar con mi pareja antes de empezar a trabajar. Solo 15 minutos, 900 segundos de felicidad. Parece algo trivial, pero no lo es. Tomar el desayuno sin prisa, hablar de temas intrascendentes, sentir el olor a café en la casa… Esos minutos me dan la vida. Antes de la pandemia, gastaba ese tiempo en un metro atiborrado de gente. Me tomaba dos galletas mientras corría hacía la estación y me maquillaba en el vagón, pero ni el rímel que alarga las pestañas, ni el corrector que cubre las ojeras, ni los pintalabios de efecto permanente eran capaces de ocultar el mal humor y el cansancio que, desde hace años, llevaba tatuados en la cara.

Hacer la comida en casa, en el tiempo que me bajaba a tomar un café o a dar un paseo alrededor de la oficina. 20 minutitos, 1.200 segundos de felicidad. Antes cocinaba por la noche, agotada de los días intensos. Hacía la comida a regañadientes y la metía en un tupper que calentaba al día siguiente en el microondas de la planta nueve. Es la misma comida, pero sabe distinto. En la oficina como y bebo tiempo perdido, en casa me alimento de pausa.

Recoger a la peque en el cole, que está solo a 10 minutos de casa. Ya no hace falta apuntarla a extraescolares para hacer tiempo hasta que mamá o papá vengan a recogerla. Aquí gano casi una hora, 3.600 segundos de felicidad. Esa cuenta no es exacta, porque hay días que la peque va a extraescolares, pero ya no se queda en el cole porque sí, sino para hacer cosas que le gustan, que le mueven, que le apasionan. La conciliación familiar, que creía que era una leyenda urbana, se convirtió en realidad. Porque finalmente el tiempo está de nuestra parte. En total, 95 minutos al día, 5.700 segundos contabilizados en favor de mi salud mental.

No me entendáis mal, ese texto no es una crítica al mundo laboral. Soy una de esas privilegiadas que le gusta lo que hace y siente orgullo del lugar donde trabaja. Lo que no me gusta son los minutos malgastados, perdidos entre la multitud que llena los vagones del metro, olvidados entre los coches atascados en la M30 o extraviados entre los microondas que recalientan cenas en la planta nueve.

Fue necesario una pandemia mundial, que nos obligó a aislarnos en casa, para descubrir esa palabra que era tan poco usada en mi oficina y que ahora considero esencial para mi calidad de vida: teletrabajo. La vuelta a eso que llaman de normalidad, con los niños en el cole, la gente en la calle, la llegada de las vacunas, disolvió gran parte de mis angustias y me permitió descubrir esos minutos, esos pequeños paréntesis de felicidad que he conquistado cuando empecé a trabajar en casa. Ese concepto que parece nuevo, aunque no lo sea, y que, como dice la gente, llegó para quedarse. Por eso no entiendo por qué queréis que volvamos. ¿Acaso somos menos productivos? ¿Hemos dejado de trabajar en equipo? ¿Nos comunicamos peor? ¿Costamos más a la empresa? ¿Por qué queréis arrebatarnos todos esos minutos de vida?

Yo trabajo más y mejor cuando estoy en casa, quizás porque estoy más a gusto y tengo menos distracciones. O quizás porque esos minutos de felicidad me ayudan a estar menos cansada y a tener la mente más despejada. No creo que la productividad haya bajado en mi departamento y la comunicación entre mis compañeros y compañeras es fluida. Es lo que tiene vivir en el siglo XXI, tenemos herramientas más que suficientes para estar en contacto constante. Los coches que abarrotaban el aparcamiento de la oficina están olvidados en sus garajes, castigados por llenar la ciudad de humo y ruido. Ya no tengo la sensación de llegar tarde a todo, con el perdón en la boca, como si la lluvia, el ascensor roto o las obras en el metro fuesen mi responsabilidad personal. Los días que voy a la oficina se han convertido en jornadas especiales, donde me reencuentro con la gente y nos ponemos al día. Las caras de siempre parecen nuevas y ya no hace falta recurrir a los típicos comentarios sobre la meteorología para tener un tema de conversación. Es lo que pasa cuando ir a la oficina no es una regla, sino una agradable excepción.

Ya empezó la afamada desescalada. Mis compañeros y yo tenemos que despedirnos de todo ese tiempo que hemos ganado. El objetivo es regresar al pasado. Borrar de nuestra memoria la experiencia de trabajar en casa y volver al comienzo de 2019, como si nada hubiera pasado. Pero yo me resisto a aceptar esa realidad. Las historias de viajes en el tiempo nunca me han gustado. Por eso os escribo. Os cuento, con detalle, cada segundo que he ganado con el teletrabajo y os pregunto, con genuina curiosidad: ¿Por qué volver atrás? ¿Qué ha salido mal? ¿La distancia física es realmente un impedimento para hacer bien nuestro trabajo? ¿No hemos estado al pie del cañón a pesar de la pandemia? ¿Acaso nuestra felicidad no es también un activo importante para la empresa?

Carla Guimarães es guionista, periodista y escritora.


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