El sargento Rafael Gallart Martínez, natural de Hellín (Albacete), de 33 años, era “un líder, el mejor preparado de todos nosotros, un diez profesionalmente”, un militar meticuloso al que los demás preguntaban cuando tenían dudas, en palabras del sargento G., destinado como él en el tercio de La Legión de Ronda (Málaga). Por eso, no se contenta con la versión oficial de que su compañero murió porque “no realizó el procedimiento de entrada al agua correctamente”.
El pasado 10 de junio, Gallart participó en un salto en paracaídas frente a Cartagena (Murcia), como parte del curso de operaciones especiales iniciado en septiembre en la Escuela Militar de Montaña de Jaca (Huesca). Los alumnos embarcaron en un avión C-295 en la base aérea de San Javier y se dirigieron a la llamada DZNutria, un rectángulo de 2.000 por 600 metros reservado para la caída de los paracaidistas a unas cinco millas de la costa. El avión hizo tres rotaciones, en las que saltaron unos 30 militares desde 1.200 pies (365 metros). Gallart saltó a las 11.50. Al entrar al agua, se vio arrastrado por el viento que empujaba la campana del paracaídas.
El sargento primero N. estaba en una de las ocho embarcaciones del dispositivo de seguridad. Su misión era recoger al paracaidista que cayera más alejado de la zona y, cuando se acercó a Gallart, vio cómo este luchaba por no hundirse mientras intentaba zafarse de los atalajes que lo arrastraban hacia atrás muy rápidamente. “Gritaba y parecía que estaba en pánico y el agua le pasaba por encima de la cabeza”, declaró el cabo P. Este último se arrojó al agua y empezó a cortarle con una navaja los cordones que lo ataban. El sargento se le escapó de las manos y quedó a la deriva, pero otro militar lo agarró del pecho y lo subió a la embarcación, ya inconsciente. En el trayecto al muelle y hasta la llegada de una ambulancia, un oficial médico le hizo ejercicios de reanimación y logró recuperar el pulso, pero a las 14.10 fallecía en el Hospital Santa Lucía de Cartagena.
Sin embargo, el sargento M., que saltó antes de Gallart, confesó a los investigadores que fue “la peor experiencia” que había tenido nunca y que “temió por su vida”. Explicó que le costó mucho quitarse los enganches y no pudo liberar su pierna izquierda. No necesitó asistencia médica, pero “vomitó porque había tragado mucha agua”. Se les había instruido, se quejó, “para un salto plácido y tranquilo, pero no se les explicaron las contingencias que pudieran tener y sus soluciones” y tampoco “se dio importancia a las complicaciones” que tuvieron los primeros saltadores.
Tanto al sargento M. como al sargento S., el último en saltar, les informaron en el avión de que la velocidad del viento era de 12 nudos, aunque no sabían si había rachas más fuertes. En la pasada anterior, en la que saltaron seis paracaidistas, S. ya “se percató de que hacía mucho viento, pues vio a los compañeros desplazarse en el aire”. Sus instructores les había insistido en que no se soltaran los enganches de las piernas hasta llegar al agua y no les dejaron llevar cuchillos para no perderlos, pero no contaban con que los mosquetones estuvieran tan duros.
El sargento G., amigo de Gallart, reveló que tardaron dos horas y media en recogerlo del agua, en vez de unos minutos, porque hubo “total descoordinación” y “el viento y el oleaje hicieron de la zona un infierno”. También a él le dijeron que el viento era de 12 nudos y reveló que no sabían cómo funcionaba el chaleco salvavidas que les habían dado porque era nuevo. “Todo era un desastre, un caos, cuando saltó Gallart aún había paracaidistas en el agua, buques por la zona, mala mar, viento. Todo estaba condenado a salir mal”, se lamentó. Y apostilló: “No tiene que morir nadie para cambiar las cosas. Se podía haber solucionado suspendiendo el ejercicio”.
No solo los suboficiales fueron conscientes de la situación. El comandante B. relató que “había mucho arrastre” y que intentó ir con su embarcación a recoger a los saltadores, pero le dijeron que no rompiera la formación. También declaró que, justo antes del accidente, el jefe de zona había dicho que no habría más rotaciones después de esa.
Más contundente aún fue el teniente A. de la Legión. El jefe de salto a bordo del avión le dijo que el viento era de 14 nudos [el máximo permitido], “pero la sensación es que había mucho más, porque había mucho desplazamiento lateral”, explicó. Debido al viento, cayó al agua casi en posición horizontal, y el golpe fue tan fuerte que no consiguió librarse de uno de los anclajes y la pierna se quedó enganchada al paracaídas, que lo arrastraba.
“No paraba de tragar agua hasta el punto de que cuando sacaba la cabeza tenía tanta agua que no podía inhalar” aire, aseguró, según consta en su declaración. El teniente “pensó que se iba a morir y de repente se partió la cinta que le enganchaba la pierna y consiguió liberarse”. Nadie lo recogió en el agua. Fue él quien alcanzó a nado una zodiac y pidió al patrón que fueran a la zona de caída para ayudar a algún compañero, pero este le dijo que tenía orden de recoger los paracaídas.
Los 12 militares que saltaron en la primera rotación comentaron que el ejercicio había que suspenderlo “y que no saltara nadie más porque era muy peligroso”, pero no les hicieron caso y “el ejercicio siguió”. Cuando saltó Gallart, se preocuparon “todos muchísimo porque había un paracaídas con la campana abierta arrastrándole”, añadió el teniente. Tras ellos debían saltar los infantes de Marina, pero entonces sí se suspendió. “No murió nadie más porque Dios no quiso”, concluyó.
Los investigadores preguntaron a todos sus compañeros si Gallart tenía aprensión a saltar. “Al contrario, estaba muy ilusionado porque era la primera vez que iba a hacerlo”, respondieron. Los padres del sargento, representados por el abogado Mariano López Ruiz, y su viuda, embarazada de seis meses, defendida por Antonio Suárez-Valdés, experto en la jurisdicción militar, se han personado en la investigación abierta por el juzgado togado territorial de Almería.
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