Las elecciones legislativas en Alemania y la primera ronda de las municipales en Italia han arrojado resultados positivos para la familia socialdemócrata. Olaf Scholz tiene claras posibilidades alcanzar la cancillería, en lo que representaría el acontecimiento más relevante para el ámbito progresista europeo en varios lustros; el éxito en varias importantes ciudades ofrece, por otra parte, nuevo aliento al Partido Democrático italiano. Estos desarrollos en el eje central de la UE, unidos al ejercicio del poder en Escandinavia y la península ibérica, dan renovado impulso al proyecto socialdemócrata. Constatados los datos, conviene preguntarse: ¿cuánta parte de ellos es una resurrección ideológica? ¿Cuánta se debe a otros factores?
La lectura según la cual en tiempos tan convulsos como los actuales recobra fuerza la propuesta protectora socialdemócrata, con su apuesta por los servicios públicos, es obviamente racional. Pero el pasado pone en alerta, porque la socialdemocracia no logró establecerse como respuesta principal al anhelo de protección de los perdedores de la globalización y de la crisis que empezó en 2008; y el presente, con los casos alemán e italiano, invita a analizar otras pistas que no deberían subestimarse. En concreto, en estos dos episodios electorales recientes, la competencia personal de los candidatos parece haber desempeñado un papel, si no decisivo, al menos muy relevante.
Scholz ha destacado en la campaña como el candidato más sólido, como gestor eficaz, el mejor heredero de una apreciada tradición merkeliana de método y pragmatismo. Si en Alemania ha pesado el deseo de seguir con una gestión competente, en Italia el impulso fundamental parece ser regresar a ella después de las aventuras encarnadas por el Movimiento 5 Estrellas (M5S) y La Liga con liderazgos escasamente cualificados para la administración de la res publica. En Roma y Turín, donde gobernaba, el M5S ha quedado vapuleado, en un epitafio nítido a su andadura. La Liga, con sus socios del ámbito conservador y de ultraderecha, ha cosechado pésimos resultados tras sufrir enormes dificultades para presentar candidatos sólidos. Por el otro lado, varias de las figuras que han ganado -o tienen buenas perspectivas de ganar en segunda vuelta- con la bandera progresista tienen perfiles con trayectorias solidísimas que, cabe observar, destacan por encima de la ortodoxia ideológica. El nuevo alcalde de Nápoles (expresidente de la conferencia de rectores), el reelegido regidor de Milán (antaño eficaz gestor de la Expo 2015) o el probable nuevo regidor de Roma (exministro de Economía) encajan en esa lectura.
Al otro lado del Atlántico, es posible que Joe Biden lograse su victoria de 2020 con un extraordinario número de votos en buena medida precisamente por ser percibido, más allá de la definición ideológica, como un gestor capaz y sensato frente a la convulsa, para ser suaves, propuesta trumpiana. A este lado del océano, en España, la valoración que cosecha Yolanda Díaz por parte del conjunto de la ciudadanía, muy superior a la de Pablo Iglesias, también bebe de esa lógica, y puede leerse en la clave de la dicotomía de valores competencia gestora / ideología. En este caso, queda por contrastar en las urnas si esto será suficiente para frenar la hemorragia política de ese espacio.
Puede que estos sean síntomas de un creciente anhelo ciudadano. Tras una época de llamaradas retóricas (Brexit, Trump, La Liga, etc.) y en medio de fuertes oleajes (pandémicos, energéticos, geopolíticos, etc.) quizá está al alza el valor de la competencia, ese lugar exacto entre el extremo de los populistas –iluminados evangelizadores de verdades en nombre del pueblo- y los tecnócratas –en nombre del conocimiento-. No todo debería leerse en el tradicional eje derecha/izquierda, y tampoco en el más reciente de sociedades abiertas/cerradas. La socialdemocracia, con su noble historia y fuertes raíces en las sociedades, está bien situada para encumbrar candidatos que respondan a ese anhelo. Hará bien en estudiar a fondo el significado de sus recientes síntomas de vitalidad, comprender el peso de cada elemento en la ecuación. La máxima clásica de conocerse a sí mismos mantiene su vigencia.
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