Entre los peores hábitos democráticos está la legislación en caliente, o dictada a golpe de titular, pero algunas de las reformas más regresivas aprobadas por Mariano Rajoy llegaron por esa vía. Así sucedió con las restricciones a la libertad de expresión y de reunión, tras las movilizaciones ante el Congreso de los Diputados, o con la inclusión en el Código Penal de prisión permanente revisable, que ahora acaba de avalar el Constitucional (y que el Gobierno puede derogar cuando lo crea oportuno por contraria al espíritu de reinserción social que guía constitucionalmente la privación de libertad). También el alto tribunal llegó a avalar en sentencia reciente, aunque de forma un tanto confusa, las devoluciones en caliente amparándose en otra sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, según la cual los Estados en Europa podían retornar a quienes traspasasen sus fronteras de forma tumultuaria e incontrolable. A la vez, sin embargo, el Tribunal Constitucional consideró que merecían protección especial aquellos inmigrantes que a simple vista evidenciasen ser menores de edad no acompañados.
Pese a la gravedad de los asuntos mencionados, el Gobierno ha comunicado la intención de aparcar de forma momentánea o hasta nuevo aviso estas y otras reformas relevantes. Ni urge ya revisar el tipo penal de rebelión y sedición ni urge tampoco lo que podríamos llamar la reforma de la reforma del Código Penal que impuso el PP con mayoría absoluta y en solitario, a pesar del evidente escándalo social que su aplicación produjo en casos como la prisión de Pablo Hasél por las ofensas contenidas en una mala canción. La causa esgrimida para esta renuncia ha sido doble: por una parte, la necesidad de concentrar los esfuerzos del Gobierno en la recuperación económica y el desarrollo de los Presupuestos y, por la otra, la voluntad de la ministra Pilar Llop de activar la urgente reorganización de la justicia para hacerla más eficiente y acelerar su digitalización. Ninguna de las dos razones parecen improvisadas, pero tampoco resultan convincentes. Si descartamos las razones tácticas que permitirían recuperar el próximo año la iniciativa legislativa cuando se agotase el impulso de la recuperación económica, no es fácil adivinar otros motivos de más peso que expliquen el parón que subsane anomalías históricas de nuestro ordenamiento jurídico. No tiene sentido, por ejemplo, que rija en la tercera década del siglo XXI la tipificación sustancialmente anclada en el siglo XIX para los delitos de rebelión y sedición.
Cosa distinta es el ritmo lento anunciado por la ministra Llop para abordar otras cuestiones complejas, y en particular la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. La propuesta repetidamente defendida por el anterior ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, había sido concebida para atribuir la instrucción de los procesos penales a los fiscales sustrayendo así la competencia a los jueces. El anteproyecto, sin embargo, había chocado con la opinión contraria de numerosos implicados, y entre ellos un duro informe del Consejo Fiscal que justifica la necesidad de un mayor tiempo de maduración. Aunque no todas las reformas hoy paradas tienen el mismo calado, las explicaciones parecen insuficientes, o cuando menos no se ve la incompatibilidad entre la gestión de la recuperación económica y la reversión de las reformas más restrictivas introducidas por Rajoy.
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