Javier Reverte, una vida sin billete de vuelta

Olvidada la política y apartado del periodismo, volví de nuevo los ojos a la literatura.

(…)

Fue en 1993 cuando Cristina Morató, colega viajera que entonces tan sólo se dedicaba a la fotografía, me llamó con una propuesta insólita. Tenía una invitación del gobierno de Uganda para recorrer el país, junto con un cronista, y hacer un reportaje sobre ello. Como sabía que yo andaba libre, me ofreció que la acompañara para escribir el texto. Ciertamente, yo estaba exento de trabajo fijo y aquello era una buena ocasión para darse una vuelta por una parte del continente africano que desconocía por completo y a la que había soñado ir desde que era un niño. Y así, bajo el ala protectora de una empresa española que dirigían Carmen Rodríguez y Juan Barba, y con la iniciativa original del que luego sería gran amigo mío, Jacinto Pérez Iriarte, me embarqué con Cristina en la aventura.

Fue un viaje que me caló muy hondo. Recorrimos parte de un territorio destrozado por décadas de guerra y por las plagas, al que trataba de sacar adelante el presidente Yoweri Museveni, un tutsi que había derrocado al brutal Idi Amin Dada y que todavía sigue en el poder. La capital, Kampala, parecía una ciudad recién bombardeada, y todo el país vivía en condiciones lamentables.

Pero al tiempo que iba tomando notas para mi reportaje, crecía en mi interior el sentimiento de que me encontraba en el centro del universo de mis sueños. Era el África sobre la que yo había leído tanto de crío, pero que había olvidado en los años que siguieron, como me había olvidado del niño que fui. De modo que, cuando la estancia acordada con nuestros anfitriones dio a su fin, eché cuentas y decidí quedarme en la zona: el tiempo me sobraba y, si viajaba como un africano, tendría dinero suficiente para ir a donde quisiera.

Decidí quedarme en la zona: el tiempo me sobraba y, si viajaba como un africano, tendría dinero suficiente para ir a donde quisiera

Así que, a bordo de matatus (viejos autocares), ferris y camionetas, alojándome en cuchitriles en donde los insectos y los roedores confraternizaban con los clientes, viajé durante algo más de dos meses por Tanzania y Kenia, convirtiéndome en una suerte de mzungu (extranjero vagabundo, en lengua suajili), confraternicé con gente muy diversa, me metí en algún que otro lío y volví a España más sabio y cargado de experiencias, como pediría el poeta Kavafis.

Aprendí en el camino cosas muy valiosas: que es bastante poco lo que necesitas para poder llevar una vida digna y libre; que la felicidad no reside en lo que posees; que hay cosas mucho más gratificantes que enriquecerse o acumular poder, como la amistad, la risa y la aventura; que «libertad» es una palabra sagrada.

Ya en Madrid, era tan abultado mi cuaderno de notas y se acumulaban en mi ánimo tantas sensaciones extraordinarias, que decidí escribir sobre mi viaje. No pensé en una estructura, sino en dejarme llevar por una doble emotividad: la que me provocaban el propio periplo y mis pequeñas aventuras, junto a aquellas historias del pasado que me producían entusiasmo y deseos de saber más y más sobre África. De manera que hice un texto que corría con varias líneas en paralelo: el viaje, la historia, la emoción, el lirismo, la épica, la descripción de mundos y los testimonios de la gente del camino. Era periodístico, poético, histórico, narrativo y seguramente más cosas. Nunca había hecho nada así, ni conocía un texto igual al que estaba trazando. Ignoraba el camino que iba a seguir y lo que me esperaba. Pero no tuve miedo, me tiré de cabeza y disfruté narrando como casi nunca había gozado con la pluma.

Me surgía, no obstante, un problema: cómo construir un libro de viajes en el que, lógicamente, el viajero es el centro del relato —o sea: yo—, y conseguir, al tiempo, que no fuera egocéntrico. Lo resolví, por una parte, echando mano del humor, riéndome a menudo de mí mismo y, sobre todo, poniéndome en la narración en el lugar de los demás.

Lo terminé en 1994 y comencé a ofrecerlo a varias editoriales. Una tras otra me daban el no. Sus argumentos eran variados: que era muy largo, que la literatura de caminantes es un género menor que no llama a los lectores, que África no le interesaba a nadie… Lo rechazaron seis sellos.

A finales de 1995, sin embargo, mi amigo Ángel García Pintado, un excelente escritor a quien los poderes culturales literarios le han cerrado injustamente la puerta por no plegarse a las sutiles normas de sometimiento que operan en ese mundo, le dio el libro a su entonces editor, Mario Muchnik, responsable de Anaya-Mario Muchnik. Mario no lo leyó, pero se lo pasó a un lector de su confianza, quien se deshizo en elogios sin dejar de subrayar algunas pequeñas objeciones.

Creo que tenía razón en casi todas, sobre todo en lo tocante a ciertos excesos de lirismo. Y el trabajo vio finalmente la luz en septiembre de 1996. Mario fue un caballero: cuando El sueño… y otros libros de su sello estaban a punto de publicarse, rompió con la editorial Anaya y ésta le dio permiso para editar tan sólo un último libro. Y eligió el mío, sencillamente porque se había comprometido conmigo de palabra, pues no habíamos firmado el contrato todavía. Era la última editorial a la que podía acudir y mi texto, el postrero de sus títulos. La bala me rozó la sien, pero no me mató.

Era la última editorial a la que podía acudir y mi texto, el postrero de sus títulos. La bala me rozó la sien, pero no me mató

Recuerdo la presentación que Mario Muchnik organizó en un restaurante por entonces de moda de Madrid, El Hispano. El presentador se olvidó de acudir —no diré el nombre porque no soy rencoroso— y estuvieron tan sólo tres amigos: Ángel García Pintado, Manu Leguineche y Luis Carandell; y únicamente acudió un periodista para hacer la crónica del evento, un chico que hacía prácticas en el ABC. Mario, al término de la comida, dijo: «Me voy a echar la siesta». Y yo terminé con Manu, jugando al mus y tomando vinos en las tabernas de su barrio de Vallehermoso. Se tiraron mil quinientos ejemplares y Muchnik informó a la editorial que el libro ofrecía «expectativa baja de ventas». Hoy se sigue publicando en ediciones de bolsillo y calculo que, en total, se habrán vendido, en veinticuatro años, más de cien mil ejemplares.

(…)

Mi camino vital se abrió como una aventura sin fin desde que pasé los cincuenta años de edad: vivía literariamente, al fin había conseguido cumplir un sueño cuya sustancia ignoraba en gran medida. Ahora me pregunto: ¿hay otra manera mejor de ocupar el tiempo?

El periodista y escritor Javier Reverte (Madrid, 1944), durante su viaje al Amazonas en 2003.
El periodista y escritor Javier Reverte (Madrid, 1944), durante su viaje al Amazonas en 2003.

Volvía a mirarlo todo con los ojos del niño y sentía que llenaba la vida con «el sentido infantil del juego», como pedía John Dos Passos. Percibía que mi existencia estaba siendo trazada por lo que anhelé cuando era un crío que soñaba con aventuras, al tiempo que alentaba la conciencia de que, si me inclinaba hacia otra manera de ser, en la vejez lo lamentaría. Quería que el pequeño Javier se sintiera orgulloso del anciano Reverte.

Ése era mi éxito, por encima de si vendía muchos o pocos libros, si ganaba dinero o conseguía una relevancia social, y si me aplaudían o me silbaban los integrantes del mundillo literario: vivía jugando, o jugaba viviendo, algo que nadie me podía arrebatar.

(…)

No existe otra manera mejor para encontrarse que perderse. Viajar es de alguna manera como leer y escribir: algunos lo hacen para reafirmar sus principios; otros, para cambiarlos. Deambular te nutre de vida, leyendo aprendes y escribiendo te transformas. La verdad es que, en la eterna dualidad entre Parménides y Heráclito, yo me quedo con el segundo.

Ahora que el final se acerca, tengo la certeza de que me he pasado parte de mi vida sin alcanzar a saber qué es lo que buscaba. En mis largos viajes de los últimos años he llegado a un punto de no retorno en el que anhelo vivir rodeado de lo desconocido. Me hace feliz sentirme extraviado, como cuando me perdía, de niño, en los bosques de Valsaín y, a la postre, encontraba el camino de regreso. Lo he escrito algunas veces: me emociona, casi me euforiza, hallarme en un lugar en donde no conozco a nadie, en el que ignoro la lengua de sus habitantes, no sé en dónde voy a dormir esa noche y carezco de billete de vuelta. ¡No hay mejor refugio que el misterio!, ¡qué hermoso descansar en brazos de lo ignorado!

Portada del libro 'Queridos camaradas', de Javier Reverte.

Javier Reverte. Plaza & Janés, 2021.
416 páginas. 22,90 euros (e-book, 9,49 euros).
Se publica el 21 de octubre.

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