Un feraz corsé de comarcas acecha de cerca a la ciudad de Lleida. Paisajes y caracteres variopintos que parecen romper las costuras de la férula administrativa: Segrià, Noguera, Pla d’Urgell, Urgell, Les Garrigues… Pero hay algo que vertebra esa algarabía oficial de territorios, y es el río Segre, con sus afluentes, canales y acequias. Un eje líquido que recorre prácticamente toda la provincia catalana. Otro común denominador es el vino que se cría en sus riberas, y que se llama precisamente así, Costers del Segre. Una denominación de origen joven que se estira desde las tierras bajas leridanas hasta el mismísimo Pirineo de los Pallars Jussà y Sobirà.
Lo del vino, por aquí, no es cosa novedosa. Se han hallado piedras de moler uva y aceituna en un poblado ilergete del siglo VIII antes de Cristo. Se trata de la fortaleza de Els Vilars, a apenas cinco kilómetros de Arbeca, cerca de la localidad de Les Borges Blanques. Este poblado de la Edad de Hierro es algo único. Normalmente los iberos se establecían en colinas o alturas que los protegieran, pero en este caso escogieron una planicie. Ello los obligó a fortificar su recinto con varios anillos de muralla, separados por lo que llaman los arqueólogos “campo frisio”, una franja erizada de pedruscos hincados como estacas. Un foso externo que se inunda simplemente con las lluvias completa la defensa. El centro es un amplio pozo de mampostería que se hunde hasta la capa freática de agua. En torno a él se disponen de forma radial las viviendas, minúsculas, y una zona de hornos comunes; se cocinaba en la calle. Cuando llegaron los romanos a la zona hacía ya muchos años que los iberos habían abandonado el lugar, seguramente porque se les había quedado pequeño. El tiempo lo cubrió de tierra y olvido hasta que un pagès de nuestros días alertó de que allí afloraba demasiada piedra; intervinieron los arqueólogos y el yacimiento se abrió al público en el año 2000.
Todo esto lo cuenta con desparpajo Dolors Balagué, que comparte la tarea de guía voluntaria con Natalia Alonso, directora de la Asociación de Amigos de Vilars. Sorprende la cantidad de visitantes que llegan al punto de recepción; sorprende, porque no hay un solo cartel indicador en carretera, ni siquiera en el pueblo. La asociación desborda entusiasmo; aparte de folletos, mapas y recuerdos que vende un romano extemporáneo, organizan un concierto de jazz cada primer fin de semana de julio con los músicos subidos a la muralla. Algo mágico, aseguran.
Los huesos y fragmentos hallados en el yacimiento se llevaron al Museo Arqueológico de Cataluña. Algunos signos de escritura ibera los utilizan hoy Antonio y María José, en la cercana Vinya els Vilars, para etiquetar sus botellas y decorar los muros de su bodega. Está a las afueras de Arbeca y en ella han dispuesto un edificio con grandes cristaleras, abiertas a los viñedos, para acoger catas o celebraciones sociales.
En Arbeca subsisten restos de muralla y una de las torres del que fuera uno de los palacios más suntuosos de la zona, hecho construir por el primer duque de Cardona en el siglo XVI sobre una antigua fortaleza árabe. Hay una expresión popular en catalán —“sembla que vinguis d’Arbeca”— que significa algo así como estar en Babia o no enterarse de la misa la media. El origen más probable de este dicho tiene que ver precisamente con los poderosos Cardona, ya que estaban tan liados por un quítame allá esas paerías (concejos) en sus propios dominios que se escudaban en ello para escurrir el bulto en los asuntos de la Corte.
Arbeca también da nombre a las olivas arbequinas, pequeñas y sabrosas como aperitivo, pero que sirven sobre todo para elaborar otra de las señas de identidad de la comarca leridana de Les Garrigues: uno de los aceites más aristocráticos del mundo. Se organizan catas y visitas guiadas a una antigua almazara de principios del siglo XX. Pero están orgullosos, sobre todo, de la agrobotiga (tienda) instalada en una de las catedrales del aceite leridano, el Espai César Martinelli, un sobrio edificio modernista de este arquitecto discípulo de Antoni Gaudí.
Aparte del palacio de los Cardona, hay otras fortalezas cercanas que conforman una pequeña ruta de los castillos de Les Garrigues. Algunos tan vistosos como el de L’Albi, que de fortaleza medieval pasó a convertirse en morada renacentista, ahora recuperada y abierta a las visitas. También el de La Floresta pasó de alcázar defensivo a residencia renaciente, con delicados ajimeces y un hermoso artesonado. Menos ostentoso es el de L’Espluga Calba, en realidad un casal o casona señorial. Pero hablando de castillos, hay que cruzar la línea comarcal y pasar al vecino territorio de Urgell para encontrar en Verdú uno de los palacios más enteros y mejor aprovechados en la actualidad.
Esta fortaleza militar primitiva acabó transformada en residencia de los señores abades de Poblet para cuando se dignaran a visitar la población. Sus tres plantas, sobre todo la planta noble, abovedada con airosos arcos de ojiva, se utilizan para eventos, convenciones, catas y cosas por el estilo. El pueblo de Verdú, que apenas supera los 1.000 vecinos pero ejerce de cabeza comarcal, tiene casas blasonadas, soportales y una iglesia románica de transición, la de Santa María. También esperan aquí un par de museos: la galería de arte Cal Talaveró y el Museo de Juguetes y Autómatas, de lo más completo en su género.
Alfarería negra
Al pasear por sus calles, habría que estar ciego para no darse cuenta de que su gran timbre de orgullo es la cerámica negra. Tiendas hay a montones, pero de los treinta alfares que había en el siglo XVIII y los ocho que aún censaba Natacha Seseña en su clásica Guía de los alfares de España (1975) solo quedan abiertos cinco. Eso sí, se celebra una gran festa del silló (botijo) —con variedad de exposiciones o talleres— y una feria de la cerámica todos los veranos. Luego llegan los festejos patronales, en septiembre, en honor al misionero jesuita san Pedro Claver, que era del pueblo. Y en octubre, para rematar, las Fiestas de la Vendimia, con mucha cobla y mucha sardana. Porque Verdú también se entrega con pasión al vino, y tiene cinco bodegas, alguna abierta a las visitas.
Además, Verdú es punto de partida de un corredor turístico de singular belleza: la Vall del riu Corb. Un valle con paisajes y pueblos que merecen por sí solos dedicarles tiempo. Como Guimerà, cuna sin duda de ilustres apellidos. Apostado en lo alto de una colina, la torre de su castillo y fragmentos de muralla, junto con una iglesia románica, vigilan las callejas que ruedan ladera abajo como en una medina árabe. El pueblo alto luce muy apañadito, la mayor parte de las casas son segundas residencias, bien restauradas, cerradas en días laborables. Mucha piedra, todo piedra para ser exactos, arcos, soportales, gatos, un museíllo y tiendas que venden butifarra negra, con cebolla o piñones, botifarra de perol, llonganissa i bisbe…
La vida transcurre más bien en la parte baja, a horcajadas de un río tacaño pero aparente. Junto a las terrazas de los bares, carteles y planos orientan a excursionistas y senderistas sobre los atractivos del valle. A muy pocos kilómetros, el castillo de Ciutadilla, coronando pintorescamente un turó o montículo, conforma una estampa de lo más romántica. Y un poco más adelante espera un plato fuerte: Vallbona de les Monges. Es una abadía fundada en el siglo XII para monjas cistercienses y que desde aquellas lejanas calendas ha permanecido ocupada por seguidoras de la Orden de San Benito. Su regla, ora et labora, se ha adaptado a los nuevos tiempos con sesgo ecologista: la media docena de monjas supervivientes cultivan sus productos hortícolas según esta nueva religión eco de manera férrea. Y tienen abierta una pequeña hospedería de 20 habitaciones, pues ya en el siglo VI san Benito en persona aconsejaba a los suyos hospitalidad y buenas maneras. El pequeño monasterio es una joya; fue elegido en 2018 como monumento favorito de los catalanes, con un cimborrio gótico que parece pura orfebrería. Y tumbas nobles —y hasta reales— en su iglesia y claustro. Un broche de oro, en fin, para quienes hagan la conocida como Ruta del Císter, un capítulo aparte.
Dejemos los tiempos medievales para encarar otro momento histórico más avanzado, y decisivo, para esta región: la gran revolución industrial del siglo XIX. En las ciudades y su entorno esa explosión supuso la proliferación de fábricas y barrios obreros. Y el fenómeno, bien estudiado, de las colonias industriales. Las más conocidas surgieron en torno a la actividad textil (como las ribereñas del río Ter, en Cataluña), pero también en la minería, como en Riotinto y otros lugares de Andalucía y también de Castilla. En el campo, surgieron paralelamente las colonias agrícolas. Estas colonias, más próximas al espíritu de los falansterios utópicos de Fourier y las ideas de Rousseau, se articulaban de manera similar a las industriales, siendo también en ocasiones origen de poblaciones. En torno a la casa principal de los señores (o de los capataces) se arracimaban las viviendas de los operarios, las bodegas y almacenes para el grano o fruta, los molinos de aceite o harinas, la herrería, la iglesia o capilla, escuela, economato —que ataba a la finca a través de compras fiadas, descontadas del salario, nunca saldadas, ay—, cantina y, a veces, hasta teatro (o cine, más tarde). En una palabra, un pequeño mundo del que no tenían por qué salir porque allí disponían de todo lo necesario.
Una de las colonias agrícolas más significativas de Cataluña se urdió en este territorio, con protagonismo de la dinastía de los Girona. Una familia prototípica de la gran burguesía catalana en la primera revolución industrial del siglo XIX, que ha estudiado a fondo la historiadora Lluïsa Pla (Los Girona, editorial Milenio, 2017). La casa o saga Girona se inició hacia 1839 de forma modesta, con capital familiar y ocupándose solo del campo. El patriarca, Ignasi Girona i Targa (1781-1867), se dedicó a comprar fincas estériles de secano con lo que sus biógrafos áulicos llaman visión de futuro, pero hoy tildaríamos más bien de información privilegiada y tráfico de influencias. En efecto, las tierras que compraba en el Pla d’Urgell eran un desierto similar al de Los Monegros. Pero él movió los hilos para crear el canal d’Urgell, cuya construcción le fue concedida en 1852, quedando acabado en 1860. El canal lo cambió todo. Transformó el páramo en vergel, como puede verse hoy en día en la enorme finca Castell del Remei, en la localidad homónima. La saga de los Girona se estiró hasta 1950, cuando murió su último patriarca, Juan Girona. Tras años de decadencia, en 1982 compró la finca Armand Cusiné, cuyo hijo, Tomás, junto con su esposa, Mireia, han resucitado el predio convirtiéndolo en algo más que una bodega prestigiosa, una especie de taifa social y económica bien arraigada en toda la comarca. En torno al castell o residencia señorial, rehecho tras su destrucción durante la Guerra Civil, se alzan las antiguas naves, ahora aprovechadas para almacenar grano y fruta, pero también las bodegas y toda una parafernalia turística, muy bien orquestada. No solo hay visitas y tiendas, también un restaurante de postín donde se celebran muchos cumpleaños, y una iglesia donde se ofician muchas bodas; hay incluso un reducido hotel. La finca está abierta a todos; en los estanques que rodean a los antiguos molinos y casas ruinosas de la colonia se realizan competiciones náuticas, y en las praderas de césped bien cuidado se expande una multitud llegada de los pueblos vecinos durante los fines de semana y en el gran aplec o romería del lunes de Pascua.
Una bodega con código postal propio
Aunque Castell del Remei pertenece oficialmente al municipio de Penelles, que está en la comarca de Noguera, sus hileras de frutales y viñas se alinean por la comarca de Pla, y la finca presume de tener código postal propio (25333). Ya que estamos en la zona, Penelles es un pueblo de apenas 300 casas y 400 vecinos que se ha hecho famoso en poco más de un lustro gracias a los murales pintados en sus fachadas de adobe o ladrillo. Cada año el Ayuntamiento invita a una decena de artistas urbanos reconocidos (paga solo alojamiento y pinturas) para que creen una obra en lo que allí llaman festival veraniego. La inventiva, y muchas veces buena técnica, de este street art rural atrae a autocares enteros de visitantes, que olvidan gracias a los vivos colores el penetrante y persistente olor a granja que atenaza a toda la comarca y más allá.
Algo parecido a lo de la saga Girona, pero más tarde, hizo Manuel Raventós i Domènech (1862-1930), quien también adquirió terrenos baldíos para transformarlos en viñedos aprovechando el mismo canal hidráulico. En 1918, otro discípulo de Gaudí, Joan Rubió i Bellver, construyó su bodega, sobria y funcional. La colonia de esta bodega Raimat dio origen al actual pueblo homónimo crecido a su alrededor. Tanto Raimat como Codorníu pertenecen al mismo grupo empresarial (Raventós Codorníu), que hasta hace unos tres años aún pertenecía a la familia Raventós (y que ahora está en manos del grupo de capital riesgo Carlyle). Raimat se caracteriza por un especial enfoque ecologista. Además de incorporar dicha filosofía a la elaboración de sus vinos, por la finca corren en libertad liebres, perdices y zorros, que está prohibido cazar y salen al paso de los ciclistas y paseantes. Y es que desde hace apenas un par de meses a la visita a las bodegas se ha sumado un nuevo reclamo: Raimat Natura, un pequeño y elegante centro en lo alto de una colina donde se pueden alquilar bicis eléctricas para recorrer los senderos balizados entre los viñedos, o celebrar comidas y ágapes ligeros —de catering— con un horizonte de viñas que se pierden a la vista.
Otro proyecto más actual y muy llamativo, que relaciona el fervor al vino con el amor al arte, es el de la bodega Mas Blanch i Jové, en pleno corazón de Les Garrigues, junto a la pequeña La Pobla de Cérvoles. La definición que el diccionario catalán ofrece de garriga no hace justicia a la belleza de estos parajes: montañas boscosas y valles retorcidos, regatos secretos, viñas y olivos a 700 metros de altura, envueltos en la explosión aromática de una vegetación mediterránea. Joan Jové y Sara Balasch la crearon en 2006 y como ambos eran de Agramunt, lo mismo que el artista Josep Guinovart (1927-2007), con quien mantenían una estrecha amistad, le encargaron el diseño del edificio. También impulsó este pintor el proyecto La vinya dels artistes, que consiste en invitar cada año a un reconocido autor a plantar una obra suya en medio de las vides, y diseñar la etiqueta de las botellas de esa añada. Aparte del propio Guinovart, han participado en la iniciativa el músico Carles Santos, el poeta Joan Brossa, la escultora Susana Solano y otros nombres de primerísima fila. El interior de la sala de tinas de la bodega está tapizado en todo su perímetro por una gigantesca tela de Gregorio Iglesias, pintada en un claro de la propia viña.
Desde los lejanos lagares de los iberos a la más vanguardista creación, el vino ha sido un leitmotiv inspirador, pero también un poderoso motor de avance y desarrollo en las fértiles riberas del Segre.
Encuentra inspiración para tus próximos viajes en nuestro Facebook y Twitter e Instragram o suscríbete aquí a la Newsletter de El Viajero.