El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, se ha comprometido a abolir la prostitución en España mediante una ley integral que pretende presentar antes de que termine la legislatura. Por la forma en que opera y las sinergias que establece con el crimen organizado, la prostitución se ha convertido en un factor de desestabilización, pero encarna sobre todo un drama enquistado en el centro de las sociedades y de la misma condición humana. Desaparecido el terrible rito iniciático de otros tiempos —cuando tantos padres celebraban la mayoría de edad de sus hijos llevándoselos de putas—, la prostitución ha conquistado la consideración de auténtica tragedia masiva: redes mafiosas controlan el negocio de trata de mujeres repartidas por hangares donde malviven encerradas, en macroprostíbulos y pisos que cambian de sitio cuando son detectados y donde la explotación no tiene límite, con beneficios estratosféricos para proxenetas que comercian con carne humana.
En España la sensibilización hacia este problema ha crecido de múltiples maneras, con debates públicos, con corrientes de opinión enfrentadas, con debates en el feminismo con distintas soluciones (a menudo incompatibles) ante el problema y hasta con películas y series televisivas que abordan con un desparpajo nuevo el problema dramático de fondo que late ahí: las estimaciones disponibles cifran en un 80%-90% la prostitución de mujeres víctimas de trata.
Escapar a la hipocresía social que tapa, blanquea o frivoliza esa realidad lacerante es un paso crucial. España ocupa el primer puesto de Europa y el tercero del mundo (por detrás de Puerto Rico y Tailandia) en consumo de prostitución, con un volumen de negocio estimado, de acuerdo con cifras del Ministerio de Igualdad, de cinco millones de euros al día. Otras estimaciones calculan 4.000 millones de euros al año. La industria de la prostitución ha experimentado un crecimiento explosivo que ha aprovechado los márgenes de la legalidad, a veces con complicidades difusas con quienes deberían perseguirla. La inmensa mayoría de las prostitutas son ahora extranjeras sin regularizar, reclutadas en muchos casos con ofertas de trabajo engañosas y muchas de ellas forzadas a prostituirse bajo la amenaza de muerte para ellas o sus familias: se alían ahí la extrema vulnerabilidad de la pobreza, el desamparo radical y la explotación pura y dura. Ningún otro sector padece semejante negación de la menor vía de escape al chantaje, la extorsión, la intimidación y el aislamiento físico.
Casi todos los países europeos han buscado alguna forma de abordar este problema, pero ninguno ha encontrado una solución completa, probablemente porque no existe. En Alemania está permitida y regulada, pero las mismas autoridades reconocen que tras la reforma de 2017, que endureció los controles contra la trata de mujeres, creció una prostitución clandestina que se alimenta de la explotación de inmigrantes. Tampoco los países que han optado por el abolicionismo han logrado erradicar la prostitución, como en Suecia, que ha rebajado el consumo al penalizar al cliente pero ha aumentado los índices de violencia sobre las mujeres.
El debate que abre la propuesta del presidente puede servir para fijar los criterios que una sociedad convencida de los derechos de las mujeres considera innegociables en razón de su misma decencia democrática, sin ínfulas moralizantes ni puritanismos censores. La inmensa mayoría de la sociedad española probablemente comparte la repulsa al proxeneta que negocia con carne humana, de la misma manera que el cliente de clubes de alterne, pisos y macroprostíbulos diseminados por toda la geografía española resulta incompatible con los estándares civiles democráticos. El cliente puede ignorar el horror que hay detrás de la vida de las mujeres a las que visita, pero eso no le exime de nutrir una industria de explotación infrahumana. Si ellas no tienen alternativa alguna, el cierre por ley de esos locales expone a las mujeres a una nueva vulnerabilidad o a ser recolocadas en redes de prostitución de otros países.
Ese mínimo común puede llegar a partir de las distintas posiciones actuales (desde el abolicionismo a la regulación). El modelo intermedio finlandés combina regulación y abolición con el fin de penalizar al cliente solo cuando comercia con mujeres víctimas de trata, mientras que la opción abolicionista, con Suecia y Francia como sus exponentes más destacados, no penaliza a las mujeres y ofrece vías de inserción a las prostitutas, pero persigue y castiga tanto al proxeneta como al cliente, y este es el modelo que votó el PSOE en su 39º Congreso Federal y ratificado ahora, tras haber prometido legislar en 2018 contra la trata de personas y la explotación sexual. El muy minoritario porcentaje de mujeres que ejercen la prostitución por voluntad propia, si cabe usar la expresión en algún sentido aceptable, aduce que esa solución las obliga a la clandestinidad porque penaliza a sus clientes. En cualquier caso, el debate veraz y abierto habrá de determinar cómo perseguir con eficacia a las redes mafiosas, si castigar al cliente de cualquier tipo de prostitución, y qué salida vital y laboral se les da a las mujeres cuando se consigue romper la cadena. Lo que no puede hacer es seguir fingiendo que el problema no existe. Modificar hábitos y educar en una sexualidad que evite la monetarización de la mujer son loables objetivos, pero mientras tanto decenas de miles de mujeres viven desprovistas de la menor protección: son ellas las que tienen auténtica prisa.
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