“Todo es posible. Solo hacen falta medios, voluntad y experiencia”, enumera Demba Diallo con el reconocido poso de sabiduría que desprenden los mayores del lugar. Bajo un techado en un lluvioso mediodía en Kanel, el pueblo senegalés donde nació hace siete décadas, cuenta que si se cumplen estos tres principios se conseguirá convertir en realidad la Gran Muralla Verde, un sueño lanzado por la Unión Africana en 2007 para luchar contra la desertificación, la degradación del suelo y el impacto del cambio climático en el Sahel. El proyecto consiste en levantar un gigantesco corredor vegetal en los 8.000 kilómetros que colindan al sur con el desierto del Sáhara a través de 11 países, de Senegal a Yibuti.
Hasta el año pasado se habían restaurado unos cuatro millones de hectáreas en esta zona de los 100 millones previstos para 2030, según los últimos estudios de la Agencia de la ONU contra la Desertificación. Un dato que evidencia la necesidad de más apoyos para este proyecto en el Sahel, una de las regiones más pobres del planeta donde las sequías, las lluvias erráticas o las talas erosionan el suelo, desajustan las siembras, provocan subidas de precios y malnutrición, y agudizan las migraciones y los conflictos. La temperatura en el Sahel aumenta 1,5 veces más rápido que la media mundial, a pesar de que el continente africano es responsable de apenas el 4% del dióxido de carbono global. “Nosotros sufrimos lo que empieza en países occidentales. Aquí no hay tantos coches, ni polución. Si tenemos la muralla verde se protegerán nuestras plantas y se calmará la arena que viene del Sáhara”, apunta la imponente agricultora Bolo en el preciadísimo día de lluvia en Kanel, a escasos kilómetros de Mauritania y Malí.
Como una respuesta a su demanda, la cumbre del clima celebrada en Glasgow en las primeras semanas de noviembre volvió a poner el foco en la Gran Muralla Verde, que para 2030 también prevé retirar de la atmósfera 250 millones de toneladas de carbono y crear 10 millones de empleos derivados de la instalación de huertos, forrajes, árboles y reservas naturales. En un encuentro celebrado en la COP 26, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, prometió reforzar las ayudas europeas para el proyecto africano, que son de 700 millones de euros anuales; el presidente francés, Emmanuel Macron, anunció que los 17 millones de euros que su Gobierno, junto al Banco Mundial y otros donantes han inyectado este año ya se están ejecutando a través de la creación de un acelerador para la gestión financiera; y la organización Earth Bezos Fund prometió otros 870 millones de euros destinados tanto a esta iniciativa como a otras para la restauración del paisaje en África.
Además, el Banco Africano de Desarrollo destinará 5,6 millones a la promoción de la energía renovable en la región, para evitar la tala de árboles, y un reciente estudio publicado por la revista Nature Sustainability concluye que por cada dólar invertido en detener la degradación de la tierra en el proyecto los inversores pueden obtener un rendimiento promedio de 1,2 dólares, con resultados que van desde 1,1 hasta 4,4. Son datos que pueden alentar a inversores y gobiernos, como los informes que confirman el reverdecimiento de la región africana tras las graves sequías vividas entre 1968 y 1993.
A pesar de este impulso, las ayudas todavía están lejos de lo que hace falta: la ONU estima que para restaurar los 100 millones de hectáreas previstas en 2030 se necesitarían unos 38.000 millones de euros.
“Todas las personas, francesas, españolas o americanas, tienen que conocer el proyecto y ayudar con lo que pasa aquí, con esta pobreza”, apunta Diallo antes de acercarse con su bastón a unas ramas de moringa y contar sus propiedades para el mal de estómago. “Cuando era más joven la temporada de lluvias duraba casi cinco meses, ahora apenas dos”, prosigue el presidente de honor en Kanel de Toulou Keur (que significa ‘campo en la casa’, en el idioma wolof), una curiosa intervención promovida por la Agencia Senegalesa para la Reforestación y la Gran Muralla Verde (ASERGMV). Se trata de un gallinero redondo en el centro de un terreno desde el que se abren círculos concéntricos de huertos, plantas medicinales y árboles para abastecer a distintas comunidades con bombas de agua subterránea que funcionan con energía solar. “Este proyecto es ya una realidad que contribuye a la restauración del suelo a la vez que se diversifica la alimentación, se genera empleo y se fija a la población frente al éxodo rural”, detalla Karine Fakhoury, directora de ecoaldeas y áreas verdes de ASERGMV y promotora de Tolou Keur, replicada en otras localidades.
Toulou Keur es solo una de las incontables y diversas iniciativas de Gobiernos africanos y extranjeros, organismos internacionales, empresas y asociaciones que se han multiplicado en estos años en la franja de la muralla verde y que más allá de la reforestación han virado hacia las cuestiones migratorias y las medidas para la estabilización de la paz en el Sahel, donde los conflictos armados han provocado el desplazamiento de más de dos millones de personas dentro de las fronteras de sus países y reducen las tierras habitables. Esto explica que el proyecto sea conocido como “el muro que une en lugar de separar”, aunque también ha sido criticado por la descoordinación de las ayudas y su evaluación y por la falta de participación local. “El éxito está en concienciar a la población de la importancia del medio ambiente, que mejora la calidad de vida, genera empleo y contribuye a la alimentación”, explica el sociólogo Abdou Ka, implicado en la Gran Muralla Verde desde 2009 en Louga, una de las zonas más secas de Senegal y donde las poblaciones seminómadas y dispersas encuentran más problemas para encontrar alimentos para sí y para su ganado.
Ka es testigo de la evolución de la muralla, y aunque reconoce que podría haber avanzado más rápido y mejor a pesar de complicaciones estructurales como el acceso al agua o la electricidad o la dificultad para mantener de forma independiente las iniciativas, valora lo conseguido. “Es una oportunidad muy buena para la liberación de las mujeres. Participan en la producción de alimentos, venden en el mercado y pueden gestionar sus beneficios”, resalta el sociólogo, que ve también en la formación un éxito. “No solo en los contenidos que se aprenden, también en las capacidades que se adquieren, por ejemplo, de expresión oral”, señala. Bolo, llamada en el pueblo “embajadora del medioambiente” tras vivir en Francia 35 años y dejar allí a su familia y emprender proyectos de agricultura en su pueblo, ratifica la importancia de los cursos para lidiar con las lluvias erráticas o la arena. “Parte de lo que he cultivado se ha muerto, pero podemos hacerlo mejor si tenemos buena formación”, acentúa.
Mahkmadou Fofana, de 40 años, muestra con orgullo el diploma que acredita las 80 horas del taller recibido sobre Sistemas integrados de producción de Toulou Keur, en la aldea Boki Diav. “Lo que más valoramos es la formación. Aprendemos muchísimo sobre cómo y cuándo cultivar, y necesitamos que se difunda más el conocimiento y tener más terrenos para multiplicar la producción y contratar a más gente”, destaca Fofana, que decidió quedarse en el pueblo después de haber emigrado cinco años a Congo Brazzaville. “Todo el mundo quiere desarrollarse”, dice ahora desde su localidad, que este verano ha sufrido graves problemas de seguridad alimentaria, con deficiencias en la diversidad de alimentos y vulnerabilidad en los medios de subsistencia. “Aquí la prioridad está por todos lados, en la educación, en la salud, en la escolarización, en la nutrición, en la construcción. Todo es prioridad”, expone junto al terreno de círculos concéntricos que trabaja con sus compañeros, y donde la germinación de tamarindos, mangos y guayabas empiezan a crear la cobertura vegetal tan ansiada para la restauración de suelos.
“Nos hemos centrado en unir el conocimiento de los ancestros con las nuevas aportaciones para que se mantengan las plantaciones que permitan la diversidad de las especies y la regeneración del suelo”, añade Fakhoury, que espera que la iniciativa Toulou Keur también sirva para luchar contra los monocultivos, que se puedan comercializar los excedentes y que la población se apropie de los proyectos lanzados. “Esperamos que se genere un modelo de vida estable y que se pueda diversificar la actividad con tiendas, con turismo, con profesionales que trabajen las placas solares, con estimulación intelectual, con intercambios de europeos que vengan a formarse aquí, con bioconstrucción”, propone la directora. “No siempre somos conscientes de nuestras riquezas. Tenemos tierra, sol, agua sin salar…”, señala Bolo, a la que apenan las historias de las personas que deben dejar sus casas para poder sobrevivir. La agricultora cuenta orgullosa, sin embargo, que una señora de clase alta de su pueblo ha decidido ponerse a cultivar a 45 grados después de verla a ella ir al campo tras su paso por Francia. “Podemos vivir correctamente. Mi objetivo es que ganemos aquí”, concluye.
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