Queda muy romántico decir que alquilas un coche y te recorres una isla como Creta, pero de siempre he preferido los tours con un buen guía: te explican las cosas, inventas lo justo. A la ciudad de Cnosos puedes ir con la imagen del laberinto, Ícaro cayendo en picado o las relaciones rijosas de la mujer de Minos con un toro, pero la realidad es mucho más alucinante. Espera un palacio con más de mil habitaciones, cuatro entradas, cul-de-sac, aire acondicionado (de la época), sistemas antisísmicos, bañeras, zonas de drenaje y almacenamiento de agua, un primer concepto de teatro. El laberinto es el palacio. De ahí a inventarse un minotauro por la causa que sea solo hay un paso.
La antigua Cnosos fue desenterrada por el arqueólogo británico Arthur Evans a principios del siglo XX, loable labor a pesar de alguna licencia tipo Disney en la recreación. Está muy cerca de Heraclión, la capital de la isla griega, por la cual han pasado romanos, bizantinos, otomanos —Patrick Leigh Fermor, en su libro Roumeli (1966), estableció bien la doble alma de los griegos, formada por la herencia clásica y la moderna—. Ahora, Creta está ocupada por los alemanes, que ya lo habían intentado en 1941 con la primera invasión paracaidista de la historia, pero que finalmente consideraron mucho más eficaz gastar su dinero en jarras de cerveza Alpha y buenos dolmadakia. Lo de bailar en las piscinas a ritmo de reguetón es una de esas cosas que, supongo, prefieren mantener en un discreto aparte.
¿Les he dicho ya que mi puesto de mando estaba en el pueblo de Amoudara? Desde allí me movía a izquierda y derecha, y a punto estuve de ir hacia Vouves, un pueblo donde se halla, dicen, el olivo más viejo del mundo: en torno a 4.000 años. Pero no hay tiempo para todo y, leyendo la Historia de Venecia, de John Julius Norwich, pudo más la intención de visitar dos fortalezas venecianas hacia el noroeste de Creta.
Las playas en dirección a la ciudad de Rethymno son larguísimas —algunas de hasta 12 kilómetros—, con un montón de eucaliptos que las rodean. Y Rethymno en sí es perfecta; ni el follón de la capital ni la saturación de turistas que espera en la ciudad de Chania. Hay equilibrio, restaurantes que cuelgan sobre el mar en la vía de Kefalogianni, donde tomar una cerveza Mythos, algo de pescado o mojar pan en un buen tzatziki —salsa típica a base de pepino y yogur—. Un casco antiguo muy recoleto; la hermosa fuente de Rimondi, en la plaza del mismo nombre; la inevitable Loggia —conectada con el Dogo de la Serenísima, aunque no tan bonita como la capitalina—, y, sobre todos ellos, mi objetivo: la fortaleza de Fortezza. Es enorme, tanto que en su interior alberga otra ciudad; un dibujo pentagonal que los venecianos levantaron también en el siglo XVI contra el siempre peligroso turco. Una construcción que continúa viva, tanto por los festivales de música que se celebran en su interior como por las obras de teatro. El panorama desde sus murallas es magnífico, y al estar leyendo también Madres e hijos, de Theodor Kallifatides, recuerdo un fragmento que habla del estoicismo, que consiste en que las pequeñas alegrías palien las tristezas enormes. Pues esto mismo sirve, me digo.
Las dos caras de Chania
Continúo el viaje hacia el oeste de Creta. El mar, azulísimo, siempre nos acompaña. Y llegamos a Chania, que los nativos pronuncian “hania”, con una hache suave y aspirada. La ciudad es como aquel viejo dios romano que tenía dos rostros en la cabeza: por un lado, el puerto veneciano posiblemente sea uno de los lugares más hermosos que se pueden disfrutar; por otro, la línea de restaurantes para guiris que lo recorren, con sus dueños intentando conseguir clientes, lo desvirtúan.
En fin, centrémonos en la belleza. Siguiendo la vía de Kountouriotis encontramos la fortaleza de Firka, que no es tan pinturera como las dos anteriores. Acto seguido, el Museo Marítimo, con una interesante memorabilia que muestra desde nudos marineros hasta torpedos, y en la misma vía te encuentras la perspectiva del puerto, fantástica, con su característico faro esquinado y, al otro lado, la figura ovoide de la mezquita de Kioutsouk Hasan, que atrapa toda la atención por su apariencia marciana. Antes de los restaurantes hay una estupenda librería, bien surtida de títulos ad hoc: El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell; La batalla de Creta, de Antony Beevor; el ubicuo Leigh Fermor, una selección de autores griegos clásicos y contemporáneos… En cuanto quedas a tiro de los hosteleros, aunque resulten algo pesados, ciertamente hay oferta para dar y tomar, y finalmente puedes optar por el menú que prefieras, porque siempre, cuando termines, te ofrecerán un frasquito de raki helado y unos vasitos. Viene a ser un orujo anisado que entra solo: con el calor, debería estar prohibido, pero en Creta casi siempre hay una brisa reparadora, así que las cosas prosiguen su camino natural.
Ignacio del Valle es autor de la novela ‘Cuando giran los muertos’ (editorial Algaida, 2021).
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