Un recorrido de leyenda por el Cádiz que fraguó La Pepa

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“Cái, cái, cái”, dicen los gaditanos de raza cuando hablan del casco histórico de su ciudad. Ese lugar recóndito donde Lord Byron, abanderado de los poetas románticos ingleses, se enamoró de una joven autóctona durante la guerra de la Independencia (1808-1814) y que el poeta gaditano José María Caballero Bonald tildó como el rincón más americano de Europa. Situado en el capuchón norte de una franja de tierra rodeada de agua, sobre la bahía de Cádiz, esta parte antigua invita a perderse en un recorrido de leyenda por su pasado épico sellado por la Constitución de 1812 o La Pepa.

El monumento a las Cortes de Cádiz.
El monumento a las Cortes de Cádiz. alamy

Seis cartas magnas y 209 años después, estos días de fastos que celebran los 43 años de la vigente Constitución española reviven aquel símbolo agridulce de independencia, sueño de una revolución perdida que no evitó el absolutismo. Estratégicamente ubicada al suroeste de la Andalucía atlántica, arribaban aquí gentes cultas y adineradas. “Cádiz, Cádiz, Cádiz” suena hoy al eco de niños jugando al balón y el murmullo de las gentes en sus calles, y huele al mar que se adentra hasta la playa de la Caleta, custodiada por sendos castillos que amagan su calma.

Casonas indianas y ficus gigantes

Su forma y riqueza dieron el nombre de tacita de plata a esta zona histórica, que conserva su intensa vida popular y presume de obras célebres como el monumento a las Cortes de Cádiz, punto de partida de este recorrido, coronado por unas figuras alegóricas que sostienen la Carta Magna. Con forma de hemiciclo y mirando al muelle, da la bienvenida a la ciudad desde los jardines de la plaza de España. Una gran Atenea preside el conjunto escultórico en piedra de Aniceto Marinas sosteniendo el texto legal y una espada de la Justicia. El fundador mitológico de Cádiz (Gadir, colonia fenicia), un poderoso Hércules, se erige en la parte posterior entre los nombres de los padres de una constitución pionera. En 1812, esta era una ciudad moderna, liberal y opuesta al oscurantismo del ausente Fernando VII. Su arquitectura conmemorativa, como la de este emblema proyectado cien años después por el arquitecto Modesto López Otero, se imitaría al otro lado del charco. En una esquina, en la plaza de Argüelles junto al puerto, se asienta la Casa de las Cuatro Torres, un delicioso edificio del siglo XVIII convertido en hotel boutique y de fachada neoclásica que era hospedaje de cargadores de la Carrera de las Indias, el flujo comercial establecido con América. Conserva cuatro torres vigía, bóvedas, cúpulas, tragaluces, aljibes y revestimientos de piedra ostionera, un conglomerado de fósiles marinos que también salpica otros muros de Cádiz. Su reciente rehabilitación aporta relumbrón a esta zona indiana de balcones con galerías por el inestable clima atlántico.

Entre murallas y tortillitas de camarón

La ciudad andaluza fue un señuelo inalcanzable para las tropas de Napoleón durante dos años y medio de asedio, entre 1810 y 1812. Parte de aquel legado victorioso son las cercanas murallas de San Carlos, con baluarte, que bautizan el barrio y evidencian su pasado militar, entre farolas de estilo fernandino y vistas a Rota y El Puerto de Santa María. Siguiendo el paseo sobre el mar, hacia el oeste, se llega a la Alameda de Apodaca, una bonita avenida de buganvillas, con ficus centenarios gigantes y terrazas. Algo más allá, se vislumbra el baluarte de la Candelaria, otro fortín clave en la guerra a cañonazos contra los franceses, que obligó a su retirada. Enfrente, la barroca iglesia del Carmen incorporó sendas torres-espadañas coloniales y acogió lecturas de La Pepa.

Cádiz fue una ciudad cosmopolita, de comerciantes americanos e intelectuales europeos. Otros emblemas son parte de su idiosincrasia: sus plazas y la gastronomía. En la popular plaza del Mentidero vivían diputados de las Cortes extraordinarias reunidas un 19 de marzo. La vecina San Antonio luce su iglesia y la azulada Casa de Aramburu (primera banca privada), y acogió el Café Apolo, donde ilustrados, liberales y constitucionalistas debatían en tertulias y cenáculos. Entre ambas, la calle de Veedor acoge el caserón que habitó el duque de Wellington, que hoy es el Tandem Palacio Veedor de Galeras, con 16 apartamentos de lujo. En la plaza de Mina vemos el Museo de Cádiz y la Casa de Manuel de Falla. Retomando la comercial calle Ancha, finalizamos en la céntrica plaza del Palillero.

Vamos abriendo boca rumbo al Mercado Central de Abastos, un auténtico delirio de producto marino, incluido el atún, en la plaza de la Libertad. Fuera, entre las columnatas, hay puestos de cata con ambiente a la hora del aperitivo. De camino, asoman la florida plaza de las Flores y la Torre Tavira, el mirador más alto de un centenar que hay en la ciudad. Conviene también deleitarse con el vecino barrio pesquero de La Viña, sus sabrosos pescados y las tortillitas de camarón de El Faro o el queso payoyo de Casa Manteca. La hora de la siesta detiene Cádiz, pero la tarde invita a visitar el célebre Oratorio de San Felipe Neri, donde se aprobó y dio lectura a La Pepa. Anexo está el Museo de las Cortes y su maqueta de la ciudad. El broche a esta ruta (que puede seguirse con Cadizfornia Tours) lo ponen las plazas de la Catedral de Santa Cruz y la de San Juan de Dios, sede del Ayuntamiento, que delimitan el barrio del Pópulo, con su teatro romano y tres arcos del siglo XIII. En un callejón, Circo Duende es un café-bar con música en vivo y recitales, donde el arte y la historia no se detienen.

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