Caminas con tu hijo de la mano por las calles vestidas para un diciembre parpadeante e hipnótico. De repente, el pequeño tira de tu brazo y señala con el dedo de su asombro. Tú atiendes al tráfico, la ruta, la hora. El niño, en cambio, admira lo minúsculo: un nido, un charco cristalizado, un árbol desnudo por la poda, las palabras humeantes brotando de nuestras bocas como esos globos blancos que ha visto en los tebeos. Todo lo que atrapa su atención pasa desapercibido a tu mirada, como si no importase, como la hojarasca de las tardes.
Pieter Brueghel el Viejo es el pintor de lo inadvertido. Sus cuadros están poblados por cazadores, niños, soldados, campesinos y mujeres atareadas en su día a día. En un rincón de la escena, sin aspavientos, perdidos entre el gentío, asoman los protagonistas de un gran acontecimiento ignorado. En El censo en Belén, una diminuta sagrada familia camina entre el bullicio de los aldeanos ocupados en la matanza del cerdo, unos chiquillos que lanzan bolas de nieve, una granjera enfrascada en barrer su casa y quienes esperan en la fila del empadronamiento: nadie repara en María embarazada a lomos de un asno. La escena parece un acertijo, un antepasado de nuestro “¿Dónde está Wally?”. El Paisaje con la caída de Ícaro retrata al joven que, según el mito griego, logró volar con alas de cera y plumas, hasta que el calor del sol las derritió y cayó al mar. De la desgracia solo vemos unos pies a punto de ser engullidos por las olas. Alrededor, varios personajes atienden sus labores, indiferentes al drama. Sin duda, Brueghel escuchó el antiguo proverbio flamenco: “Ningún arado se detiene por la muerte de un hombre”. En diciembre de 1938, tras ver este cuadro en Bruselas, el poeta norteamericano W. H. Auden dedicó un conmovedor poema a los ángulos ciegos donde suceden las tragedias humanas: “Acerca del dolor jamás se equivocaron los antiguos maestros. Cómo llega mientras alguien cena o abre la ventana o nada más camina sin objeto. Cómo, mientras los ancianos aguardan reverentes el milagroso Nacimiento, habrá siempre niños sin mayor interés en lo que ocurre, patinando en el estanque helado a la orilla del bosque. Por ejemplo, en el Ícaro de Brueghel: el labrador oyó seguramente el rumor de las aguas y el grito inconsolable, pero el fracaso no lo conmovió”. Mientras Auden escribía estos versos, las sociedades europeas permanecían ajenas y distantes frente a grandes zarpazos de dolor, que pronto desembocarían en otra guerra mundial.
Desde tiempos remotos, los poderosos utilizan técnicas de distracción para captar la atención y ocultar lo que realmente está pasando. En la Grecia antigua, su precursor fue Alcibíades, sobrino de Pericles y discípulo de Sócrates. Líder joven, consentido y muy inteligente, se convirtió en el ídolo de los atenienses. Cierta vez y sin motivo aparente, mandó cortar la cola a un valioso perro de caza que había comprado por una fortuna. Toda la ciudad se lanzó a conjeturar, opinar, condenar, indignarse. Alcibíades, tranquilo y risueño, confió a un amigo que, mientras los atenienses se preocupaban por el rabo de su perro, no se fijaban en su mal gobierno.
Hoy vivimos inmersos en una sucesión de polémicas tribales y triviales que arden a velocidad de vértigo. Casi siempre, esos cruciales debates son solo una trampa: pantallas de humo creadas por individuos prestigiosos —meros prestidigitadores—. La psicología social denomina “establecimiento de la agenda” a la intuición de Alcibíades: los debates políticos, los medios de comunicación y la publicidad definen los temas de la conversación colectiva. Cada vez que las encuestas preguntan por los problemas más graves, las respuestas coinciden con los mensajes más repetidos en la televisión y las redes. Los grandes líderes de opinión no determinan qué pensamos sobre los temas, sino sobre qué temas pensamos. Y, en un mundo cada vez más teatralizado, corremos el peligro de pasar por alto lo fundamental. Pieter Brueghel nos avisó en sus cuadros: con frecuencia lo más difícil de ver es aquello que tenemos justo delante de nuestras narices.
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