Carlos Bardem: “Hubo inviernos que en casa no poníamos la calefacción y teníamos trucado el contador de la luz”



El escritor y actor Carlos Bardem posa en el Círculo de Bellas Artes en Madrid el 17 de diciembre.Andrea Comas

Escritor y actor, rara avis. Carlos Bardem (Madrid, 58 años) lo es y en ambos casos con éxito. El asesino inconformista (Plaza & Janés) es su nueva novela. En la anterior, Mongo blanco, un éxito de ventas, se atrevió con algo que muy pocos han narrado: la esclavitud. Ahora lo pueden escuchar en Audible, narrada por él mismo. “Para algo soy ambas cosas a la vez, escritor y actor”, dice. Y miembro del clan Bardem, cuya matriarca, Pilar, murió el pasado verano y dejó en él la huella del arte mezclado con el compromiso.

Pregunta. Es usted una rareza: un escritor actor o viceversa, ¿cómo se come eso?

Respuesta. Eso se come con la taxonomía: el arte de la clasificación de las cosas y las personas. Es siempre más un problema del que mira que de quien se siente observado. Soy actor y escritor, sí, ambas las caras de una misma pasión, que es la pasión por contar. Necesitamos una narración para hacer comprensible este caos, que es la vida: ese cuento de ruido y furia contada por un loco, que decía Shakespeare.

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P. ¿Usted es de los que necesitan el caos disperso para ordenarlo o por el contrario organizar un caos con lo ya ordenado?

R. Yo soy un tipo que vive en un estupor permanente.

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P. ¡Quién no!

R. Y que se va acentuando. Tengo 58 años y creía tener las cosas más claras hace 30 años, cuando era un imbécil.

P. ¿Un imbécil en qué sentido?

R. Cuando pensaba que llegaría a comprender las cosas.

P. ¿O que el mundo iba a ser mejor?

R. El mundo es mejor. Lo que pasa es que vivimos presos de lo inmediato. Cuando ponemos las cosas en perspectiva nos damos cuenta de que vivimos mejor. Haber estudiado Historia te da esa visión. Los grandes cambios vienen dados por la tecnología.

P. Y por las guerras, que aceleraban para destruir esa tecnología…

R. Y por las guerras que no son más que una parte del negocio, una forma de cuadrar balances muy determinada por los cambios tecnológicos. Lo que quiero decir es que lo que antes cambiaba en siglos o milenios ahora cambia en decenios. El progreso histórico que esto conlleva es innegable. La historia es dialéctica, te lo dice un marxista de libro. Indudablemente hay un vector de progreso en ese avance.

P. ¿Pero hoy? Hay demasiada gente que clama por el retroceso.

R. Lo que nos dice la polarización y el auge de los populismos de extrema derecha es que hay gente muy asustada. Hoy la gente, en su vida, asiste a tres o cuatro cambios sustanciales: en las formas de relación social, en sus perspectivas. Eso produce miedo.

El miedo suspende el raciocinio y la inteligencia. Buscas salvavidas, no soluciones complejas

P. Vale, pero, ¿por qué, ante eso, muchos buscan soluciones directamente fascistas?

R. Por el miedo. El miedo suspende el raciocinio y la inteligencia. Buscas salvavidas, no soluciones complejas. Esas salidas, entiendo, no proporcionan soluciones, proporcionan culpables y coartadas. Y sacan del cajón las banderas, la xenofobia, la persecución del diferente…

P. Ha dicho usted: entiendo… Yo no entiendo nada.

R. Bueno, nadie entiende nada. Pero al saber que estamos abocados al fracaso y al estupor, no debemos renunciar al intento de comprender.

P. No ya, si uno no renuncia al intento de comprender, pero no entiendo nada.

R. Paradojas… tesis, antítesis y síntesis. Pura dialéctica: Carlitos Marx. No entender nada es un proceso lógico que parte de no entender muchas cosas. No entiendes, creo yo, porque entiendes mucho.

P. Pues vale.

R. Yo no escribo para explicar, escribo para entender.

P. Cuando ha escrito El asesino inconformista, ¿qué ha entendido?

R. Lo que dice en un párrafo: que la vida es un intento abocado al fracaso de controlar los esfínteres y no cagarse encima. Naces cagándote encima y mueres igual, lo que ocurre en medio es la existencia.

P. Y al escribir Mongo blanco, ¿comprendió la esclavitud?

R. Es una gran reflexión sobre el mal absoluto. La trata de esclavos lo fue. No puedes mantener esa atrocidad en el tiempo sin la complicidad, además de personas normales, lo que nos lleva a Hannah Arendt y la banalidad del mal. Hoy, por ejemplo, hemos llegado a una aceptación fatalista de la corrupción y la impunidad del corrupto.

Vivimos en un eufemismo permanente. Si volvemos a la corrupción y cogemos un palabrejo como ‘sobresueldo’ en vez de ‘soborno’, vamos mal

P. O peor, una aceptación festiva. Muchos jalean al que roba: “Hace bien”, dicen. Ve como no entiendo nada…

R. No, no, lo entiendes.

P. En términos absolutos, quizás estamos mejor. Pero en eso de la esclavitud, en términos relativos, ¿no seguimos casi en lo mismo?

R. Entre el reglamento de esclavos del siglo XIX y las legislaciones laborales de hoy, hay mejoras. Pero el precariado es una nueva forma de esclavitud, sin duda.

P. Será cuestión de lenguaje. Cuando una empresa tecnológica casi repite esquemas de plantación y te quiere convencer de que con contratos precarios promueve emprendedores, eso, ¿cómo lo llamamos?

R. Vivimos en un eufemismo permanente. Si volvemos a la corrupción y cogemos un palabrejo como ‘sobresueldo’ en vez de ‘soborno’, vamos mal. Si le damos la vuelta y lo llamamos así, ‘soborno’, la gente entendería mucho mejor. O mediante la sátira, también, como he intentado en El asesino inconformista: dar una explicación de lo que es la corrupción mediante la ficción de algo que entendemos mejor así, en una novela, que mediante las noticias.

P. Para eso están los novelistas y los poetas, ¿no? Para entender la verdad mintiendo.

R. Para crear un territorio nebuloso que invente la realidad y dar una explicación literaria, que no veremos en los medios de comunicación.

P. La verdad de las mentiras, que diría Vargas Llosa: cito un liberal para equilibrarlo con Marx, a quien ha aludido tanto.

R. Bueno, vale. Lo que yo creo es en una de las funciones más hermosas de la literatura. Cuando la información, los medios, te la cuentan como una ficción, la ficción se ve obligada a contarte la realidad.

Entre el reglamento de esclavos del siglo XIX y las legislaciones laborales de hoy, hay mejoras. Pero el precariado es una nueva forma de esclavitud, sin duda

P. ¡Olé! Eso le ha quedado bordado.

R. En eso estamos. En contar lo que no cuentan nuestros programas de televisión favoritos o los periódicos.

P. Como por ejemplo de eso que apenas se ha hablado en nuestro país, el papel tan activo que desempeñamos en el desarrollo de la esclavitud. ¿Por qué no se han escrito novelas sobre ese asunto?

R. Es un debate que se encapsuló. Yo tuve que llegar a la universidad para empezar a oír hablar de ello. En nuestro país, los negreros eran los demás: los portugueses, los holandeses, los ingleses. Si preguntas por ahí en qué pensamos cuando escuchamos la palabra esclavos, te dicen: Kunta Kinte, Luisiana, el algodón… Si cuentas que al tiempo existían los grandes cañaverales de azúcar de Cuba y Puerto Rico y que eran de españoles. Que España fue el último país de Europa en abolirla, todo el mundo se queda muy sorprendido. Hay varias razones.

P. ¿Cuáles?

R. Muy sencillo: el origen, la acumulación inicial de fortunas presentes de este país o de familias de gente que está sentada en el Parlamento, vienen de ahí, de dos cataclismos morales: el esclavismo, que era el mayor negocio de la época en que participaban desde la burguesía, a la aristocracia, el reino o el clero, y la guerra civil.

P. ¿Y no tiene que ver con que la esclavitud, como herencia y pecado, no ha sido visible en las calles? Hasta hace dos décadas los distintos colores de piel no eran habituales en nuestras calles.

R. También, aunque teníamos otras señales visibles. Cada vez que vas al norte de España y ves en una finca una palmera, sabes que pertenece a un indiano. Probablemente ese indiano se sirvió de esclavos para regresar con fortuna.

La muerte no mejora la comprensión de nada. La echo cada día más de menos [a su madre, Pilar Bardem]. Pero tengo la suerte de que, además de quererla como madre, la admiré como ser humano

P. Hablemos de su madre. Usted que la entendió en vida y escribió un libro sobre ella, ¿la entiende mejor ahora que ya no está?

R. La muerte no mejora la comprensión de nada. La echo cada día más de menos. Pero tengo la suerte de que, además de quererla como madre, la admiré como ser humano. Esto me llevó años. Su coherencia y su firmeza en mantener ciertos principios se me hacían hasta incomprensibles.

P. ¿Por ejemplo?

R. Pues mira, en mi casa nunca pasamos hambre por los ovarios de mi madre: no paraba de trabajar para mantener a sus tres hijos. Hubo inviernos que en casa no poníamos la calefacción y teníamos trucado el contador de la luz. Dicho esto, mi madre siempre apartaba algo de dinero para la causa saharaui. Yo no entendía por qué si nos faltaba dinero para ciertas necesidades teníamos que apartar algo de dinero para eso. Crecí casi odiándolos. Hasta que entendí eso: que por poco que tengas siempre debes estar pendiente de quien posee menos que tú. Es lo que hace un mundo mejor. Lo tengo claro. Con que todos hagamos un poquito más por alguien, tendremos un mundo mejor.


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