En su libro Contemplaciones (Salamandra), la escritora británica Zadie Smith cuenta la siguiente anécdota: iba ella por la calle, y, como buena novelista, se dedicaba a escuchar la conversación de dos mujeres, que criticaban a otra que acababa de pasar, paseando a un bebé de unos nueve meses en un carrito. El bebé llevaba un iPad. Smith asumió que sus espiadas se escandalizaban porque tuviera un aparato electrónico potencialmente nocivo para un niño tan pequeño, que aún no es capaz de hablar ni andar y apenas se sostiene sentado. Pero no. Lo que alucinaba a las mujeres, descubrió Smith enseguida, era que dejaran manejar a un bebé un cacharro de más de mil euros. La autora se reía de sí misma y de su sesgo de clase media-alta: “En mi privilegio, había confundido un argumento ético con otro”.
La viñeta que narra es ilustrativa de hasta qué punto la preocupación por la cantidad de tiempo que los niños pasan con una pantalla personal en la mano, con una tableta o un teléfono inteligente, ha escalado posiciones en el marco mental de la crianza, o al menos de la crianza en ciertos ámbitos. Cada mes se publican estudios que alertan de los peligros de mezclar esas dos cosas, niños y teléfonos con conexión de internet. Habrá consecuencias, nos dicen esos estudios, en el ámbito cognitivo, neuronal y emocional. Y mientras, en las casas sigue la lucha para arrancar el aparato de las manos del niño, para retrasar un poco la compra del primer smartphone propio, que en España suele darse a los 11 años —según un estudio de Unicef que sondeó a 50.000 adolescentes—.
A los 11, la mayor parte de los menores ya ha pasado mucho tiempo con un móvil en las manos (711 horas para los niños menores de 11 años, según un estudio de la consultora Qustodio de 2019), y los adultos que le rodean han pasado quizá la misma cantidad de tiempo torturándose por permitirlo. De vez en cuando, un pánico moral de alto voltaje, como el reciente en torno a El juego del calamar —la popular y violenta serie de Netflix que algunos niños imitaban en el patio del colegio el año pasado—, lleva a la esfera pública unas conversaciones que generalmente se producen de puertas adentro.
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Si este, el acceso de los niños a los aparatos, es un problema social, ¿es legítimo esperar que sea el Estado quien legisle al respecto, en lugar de dejar que en cada casa se imponga una regulación improvisada? El debate resurge cada cierto tiempo. En Italia existe un anteproyecto de ley, propuesto por Forza Italia, para que el acceso de los niños a los teléfonos inteligentes sea ilegal hasta los 14 años. Una subsecretaria del Ministerio de Salud llamada Sandra Zampa dijo al respecto en enero del año pasado: “Es una tontería que para conducir el coche se necesite carné de conducir y para utilizar un teléfono móvil no haya límites de edad. Los teléfonos inteligentes son tan poderosos como los automóviles, si no más, y se deben hacer distinciones en la posibilidad del uso del móvil en función de la edad de los niños”. El senador del partido que fundó Silvio Berlusconi encargado de defender la propuesta en el Senado, Andrea Cangini, añadió: “Estamos creando generaciones de dementes digitales, es difícil limitar el uso porque sus efectos son los mismos que los de la cocaína”. Es lo más lejos que ha estado un país desarrollado de legislar sobre el asunto. Francia prohibió el uso de móviles en las escuelas en 2018.
Hay que recordar que, ya a finales de los años veinte, unos científicos alemanes probaron que el tabaco causaba cáncer de pulmón. Se tardó casi 60 años en llegar a una legislación que prohibiera el consumo de tabaco a menores de 16 años en España. Ocurrió en 1982.
El filósofo británico Julian Baggini escribió en 2017 un artículo en The Guardian bastante categórico que abogaba por esa prohibición. Sin embargo, cinco años más tarde, no lo tiene tan claro. “Las cosas han cambiado mucho y la idea de una prohibición total ya no es creíble”, dice por teléfono. Los smartphones se han convertido en una parte integral de cómo vivimos, como señalan pensadores como David Chalmers, que argumentan que el móvil es una extensión de nosotros mismos, donde almacenamos nuestros recuerdos y nuestras ideas. Por tanto, prohibirlos es como que te quitaran parte del cerebro. Baggini dice que es “agnóstico” respecto a la intervención estatal, pero sí aprueba medidas como la francesa y cree que debería haber autorregulación por parte de las empresas digitales y de las redes sociales. Justo antes de convertirse en Meta, el malherido Facebook tuvo que matar internamente su idea de un Instagram para niños cuando sus informes concluyeron que los daños potenciales eran tan grandes que no valía la pena arriesgarse.
Jorge Cardona, especialista en derechos de la infancia y exmiembro del Comité de Derechos del Niño de las Naciones Unidas, tampoco cree que se deban prohibir los móviles a los niños y no compra el paralelismo que suele hacerse con las drogas y el alcohol. “La gran diferencia es que la tecnología tiene grandes virtudes y ventajas, y el acceso al entorno digital es un derecho, por eso que no puede limitarse”, argumenta, aunque admite que en los organismos internacionales preocupa mucho este problema. “En muchas ocasiones nos encontramos con que las familias no tienen la formación para limitarlo, pero no podemos cercenar los derechos de los niños porque sus padres no tengan esa formación. Lo que tienen que hacer las administraciones públicas es dar apoyo a los padres para que cumplan con sus obligaciones parentales”, opina el jurista.
La psiquiatra infantil Lefa S. Eddy, experta en el uso de pantallas y tecnología, apunta que la cuestión no está tanto en el cuándo se accede a los móviles, sino en el cómo. “El acompañamiento es básico. No puede ser que un chaval disponga del móvil toda la noche, veo niños que están hasta las cuatro de la madrugada chateando. Creo que los padres de dentro de 5 o 10 años lo harán mucho mejor que los actuales, porque ellos ya habrán crecido con smartphones”. La doctora confirma que desde la pandemia está tratando muchos más casos de depresión y ansiedad infantil, que empiezan a veces tan pronto como a los siete años. “En aspectos como las autolesiones, se está notando la influencia de las redes. Los adolescentes se cortan, lo fotografían, lo cuelgan en Instagram y reciben me gusta. Y lo mismo con los trastornos de conducta alimentaria. Si cuanto más delgada está una niña más likes recibe, ¿eso cómo se controla?”, se pregunta.
Hay también indicios de problemas derivados del uso de móviles, como la falta de atención. Eva Marrugat, de 51 años, da clases de Sociales en un instituto público de Tarragona “socialmente transversal” y hace años que dejó de requisar móviles en las aulas. Los padres, dice, se enfadaban. Y además, son demasiados. Todos sus alumnos tienen móvil inteligente. “Los chicos, sobre todo, están enganchados a juegos como el Clash Royale y cuando entro a clase me dicen: ‘Profe, déjame acabar la partida, que si no pierdo los puntos”. También ha presenciado casos de ciberacoso y extorsión sexual —según un estudio de Unicef, uno de cada diez adolescentes ha recibido proposiciones sexuales de adultos—, y adicción a las apuestas, sobre todo en los cursos de Bachillerato. Su observación como profesora veterana es que ahora “van demasiado rápido y no asimilan las preguntas” en parte por su distracción digital, aunque quizá son mejores a la hora de hacer más de una cosa a la vez.
Uno de los estudios más extensos que se han hecho hasta la fecha para tratar de cuantificar esa causalidad entre uso de smartphones y trastornos mentales en los niños lo lideró la psiquiatra canadiense Elia Abi-Jaoude. Ella incide en que el tema debe abordarse desde una perspectiva amplia, no solo médica. “Hay evidencias del papel de los teléfonos y de las redes en los problemas de salud mental de los adolescentes, pero es improbable que esta sea la única explicación. Hay muchos otros factores, socioeconómicos y culturales, que contribuyen. Lo importante no es regular sino responder con iniciativas que subrayen el bienestar familiar y la resiliencia de los jóvenes”. Abi-Jaoude también apunta al uso positivo de los móviles para salvar a los niños de su aislamiento durante la pandemia. Entonces, ¿a qué edad le daría ella un móvil a un niño? “No se trata tanto de una edad cronológica, eso depende del niño y de su desarrollo socioemocional. Lo que sí recomiendo es que no se les deje usar por las noches y que los adultos recuerden que su propio uso es el modelo”.
Esta semana, el experto en alfabetización digital Jordan Shapiro se mostraba partidario, en una entrevista concedida a este periódico, de darle el móvil a los niños antes de los 13 años, cuando aún se dejan aconsejar.
Con el reciente pánico del calamar en España se hizo viral un hilo de Twitter de la experta en educación Catherine L’Ecuyer en el que señalaba que solo en las casas donde se ha “tirado la toalla” había problemas de ese tipo, y que la receta para evitarlos era que los niños no tuvieran acceso a pantallas ni smartphones, ni siquiera después de los 14, y que no existiera suscripción a Netflix en el hogar. En lugar de eso, un solo ordenador en el pasillo para uso escolar, mucha conversación, libros y películas en familia. En cuanto empezó a circular por Twitter, algunos usuarios secundaron su postura y dijeron que ese era precisamente su estilo de crianza. Pero hubo muchas más respuestas señalando que todo lo anterior era impracticable, poco realista, caro y potencialmente dañino, puesto que la intimidad digital que tienen los adolescentes en sus redes también es eso, intimidad.
Quizá la preocupación por las pantallas es algo que solo pueden permitirse los padres de clase media para arriba, como apuntaba Zadie Smith en su ensayo. Nos hemos cansado de oír que los líderes de Silicon Valley educan a sus hijos sin móviles en casa y en colegios desenchufados. El filósofo Eudald Espluga habla en su libro recién publicado No seas tu mismo (Paidós) de “puritanismo digital”, lo que sucede cuando se piensa en la tecnología como adicción y se percibe “como una tentación que debemos evitar si queremos llevar una vida productiva, disciplinada y honrada”. Espluga cree que este pánico relacionado con los niños ya existía antes de los smartphones: es el mismo que generaron la televisión o los videojuegos, que fueron vistos como influencia corruptora. Y critica que este puritanismo digital no cuestione “las bases económicas, políticas y éticas del capitalismo de plataformas”, sino que se limite a proponer un consumo recatado de las mismas. El autor también ve un sesgo clasista en lo que ve como un neoludismo aplicado a la infancia. Ni todos los niños y niñas tienen la misma experiencia digital ni a todos les es igual de posible desconectar. “Igual que comer dulces o ducharse regularmente, tiene que ver con la conciliación laboral de los padres y con las posibilidades económicas de ocio alternativo”, señala.
Cualquier análisis o intento de regulación de los niños y los aparatos electrónicos tendrá que tener en cuenta también eso, que en muchas familias se da el iPhone al niño para calmarlo, pero también para que sus exhaustos padres puedan cumplir con sus largas obligaciones laborales.
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