La pandemia de covid-19 tiene un efecto social secundario muy importante: comprobar el peligro que presentan las campañas de desinformación difundidas masivamente a través de las redes y capaces de hacer marchar juntos a pacíficos ciudadanos, confundidos por los abrumadores mensajes que reciben, y a violentos antivacunas, perfectamente organizados y conocedores de sus objetivos. La manifestación del pasado domingo en Bruselas, con más de 50.000 personas movilizadas por dos asociaciones llamadas Manifestación Mundial por la Libertad y Europeos Unidos por la Libertad, capaces de organizar autobuses, trenes y alojamientos, es un buen ejemplo del grado de manipulación que permiten las llamadas fake news y el hueco que encuentran grupos violentos de extrema derecha autoritaria. La mayoría de los manifestantes de Bruselas estaban seguros de defender las libertades individuales o de estar esquivando una conspiración mundial, igual que la mayoría de quienes atacaron el Capitolio en Washington creían defender la democracia y protestar contra un usurpador.
Actuar contra este tipo de campañas de desinformación es difícil, pero cada día es más evidente que hay que encontrar un modo democrático, es decir, respetuoso con las libertades individuales, pero también eficaz, de hacerlo. No se trata de limitarse a hacer frente a ataques realizados desde países terceros con voluntad de desestabilizar las democracias occidentales, que sin duda existen y donde las cosas parecen estar más claras, sino también a grupos autoritarios que actúan desde dentro de esas mismas democracias movidos por intereses ideológicos, electorales o incluso económicos. La experiencia demuestra que la mayoría de los ataques más dañinos han tenido por objetivo influir en procesos electorales, donde consiguen efectos desproporcionados en beneficio de un candidato o de una opción determinada, en el caso de referendos. No son en buena parte ataques externos, sino maniobras de cosecha propia.
El Gobierno de Suecia, un país acostumbrado a implicar a toda su población en temas de seguridad a cambio de mantener una prolongada neutralidad (es miembro de la Unión Europea, pero no del euro ni de la OTAN), ha sido el primero en intentar afrontar el problema con medidas concretas. A principios de este año, un año electoral puesto que habrá elecciones parlamentarias, anunció la creación de una nueva Agencia de Defensa Psicológica, en la que se reúnen académicos, representantes de medios de comunicación y expertos militares en ciberseguridad. Aunque está enfocada en campañas procedentes del exterior, la Agencia dará apoyo a empresas y organizaciones interesadas en conocer los mecanismos de esas maniobras de desinformación y propaganda y la manera de hacerles frente. La idea, afirma el Gobierno, es “contribuir a fortalecer la resiliencia (es decir, la “capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador”) respecto a esas campañas”. La Agencia dispondrá de una autoridad elegida por consenso y un Consejo de Transparencia que garantice la calidad y la integridad de su trabajo.
De hecho, en Suecia todos los ciudadanos disponen desde hace muchos años de un Cuaderno de Defensa en el que se anotan consejos en casos de crisis o guerra. En la última versión, de noviembre de 2021, ya se incluyen advertencias sobre las fake news, incluidas las difundidas por protagonistas internos, y cómo actuar: “La mejor protección contra la información falsa y la propaganda hostil es evaluar críticamente la fuente: ¿se trata de información objetiva o de una opinión?, ¿cuál es el objetivo de esta información?, ¿quién ha sacado esto?, ¿es confiable la fuente?, ¿está disponible esta información en algún otro lugar?, ¿esta información es nueva o antigua y por qué está disponible en este preciso momento?”. El Gobierno y el Parlamento piden a los ciudadanos que “hagan sus deberes”: “No crea en los rumores: use más de una fuente confiable para ver si la información es correcta. Y no difunda rumores: si la información no parece fiable, no la transmita”.
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La pregunta es cómo garantizar la libertad de expresión y la libertad de proporcionar y recibir información, imprescindibles en un país democrático, y al mismo tiempo lograr que los ciudadanos puedan formarse también una opinión que solo será libre si está basada en hechos ciertos y comprobados. De momento, el Congreso podría difundir algún tipo de recomendaciones de sentido común, como las suecas. Se supone que el acuerdo entre los grupos parlamentarios sería unánime. ¿O no?
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