Diario de mi residencia en Chile en el año 1822


Me gusta hacer diarios de viaje. Preparar los cuadernos antes de salir de casa (14x21cm, papel blanco, grano fino, 200 gr/m2), decidir qué pinceles llevaré conmigo. Los reviso al cabo de los años y vuelvo al momento en el que mojé el pincel y construí la mancha. Viajo con seis pastillas de tierras y ocres y con un tubito de acrílico blanco. Habitualmente pinto rostros, pero este último viaje es distinto, hoy estuve varias horas observando un pequeño trozo de madera que recogí del suelo. Pinté las puntas astilladas, la superficie que vira del rojo inglés al ocre más claro, las zonas suaves y blanquecinas que dejan ver las partes sin corteza, los duros nudos oscuros, los pequeños agujeros negros.

La Otterbein University de Ohio prepara una muestra sobre la naturalista, escritora e ilustradora inglesa Maria Graham (Dundas de nacimiento, 1785-1842) y me encargó una obra que decidí pintar mientras me desplazaba por Chile, tomando apuntes aquí y allá, intentando mirar como miraba ella. “Esta madrugada, al aproximarnos a tierra, la vista de los Andes me hizo pensar en que no existe nada más glorioso, pues nacen en el mismísimo océano y sus cimas cubiertas de nieve eterna brillan con toda la majestad de la luz”. Graham viajó a Brasil, India, Italia, España y Chile con un cuaderno en la mano. Su marido falleció al paso por el Cabo de Hornos y ella decidió quedarse donde se quedaba el cuerpo. Escribió y dibujó su Diario de mi residencia en Chile asentada en Valparaíso. La mirada de Graham es analítica. El dolor por la pérdida del marido no contamina ninguno de sus escritos. “He estado muy mal”, escribe una semana después de la muerte. Sigue mirando cerros y arbustos y toma anotaciones en sus cuadernos. Esboza un sombrero de paja, una jarra de cerámica, una nube, habla con los lugareños, se adentra en la política interna del país y da largas caminatas. “A la escabiosa la llaman la flor de la viuda y los niños me la traen a manos llenas”.

Me gusta llegar a Chile con la cordillera nevada. Pego la cara a la ventanilla del avión y me lleno los ojos de blanco antes de aterrizar. Me gusta el invierno, su luz me purifica. Lo único bueno de viajar al verano es que puedo llevar la maleta medio vacía y la maleta tiene espacio de sobra para traerla de vuelta llena de estampas y planchas de aluminio. Pero el verano chileno es como un día de invierno repleto de sol y mi única ropa de abrigo es una bata de seda floreada que traje para no salir en camisón al desayuno. Es esa bata la que está haciendo las veces de chaqueta. Ayer visitamos un cementerio pegado a un acantilado y la bata competía en colorido con las tumbas de los recién fallecidos. Llegaba el viento con olor a mar y el sonido de las olas. “El entorno de este lugar de descanso es precioso, aunque rodeado de montañas, como está sobre la planicie, tiene vista al océano y a los jardines y plantaciones de olivos, y si el alma ronda los restos mortales, aquí está rodeada de formas y vistas encantadoras”, leí mientras tomaba café por la mañana. Observaba las vistas encantadoras y las superficies de tierra delante de las tumbas intentando ver como ella vería. Miraba el mar desde el acantilado atenta a los dibujos de la espuma, y un sonido que parecía salir de una habitación de bebé me devolvió a la tierra. En el suelo había un molinillo de viento clavado al piso. Estaba rodeado de animalillos de plástico de colores. Pensé en la figura de Graham en el puerto de Valparaíso, a muy pocos kilómetros de donde yo me encontraba, viendo llegar la barquita con el féretro de su marido. “Llegué aquí necesitando bondad y la he recibido de todos”.

Vuelvo a la mesa y cojo el portaminas. Sigo observando mi palito de madera, un trozo de raíz que cada vez se me antoja más blanca. Trazo varias líneas de grafito sobre la mancha clara. Llegué aquí necesitando bondad y la he recibido de todos.

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