Óscar Alzaga Villaamil (Madrid, 79 años) fue una cara conocida de la política en la Transición. Vinculado desde su juventud a grupos católicos contrarios al nacionalcatolicismo, se enroló en la oposición moderada al franquismo cuando empezó la carrera de Derecho, en 1959. Formó parte de los democristianos y fue uno de los artífices de la Unión de Centro Democrático (UCD), la coalición de partidos que pasó en un lustro de la nada a gobernar tras las primeras elecciones democráticas posteriores al franquismo, en 1977, y volvió a la nada, devorada por las corrientes internas y disidencias. Retirado de la política en 1987, es catedrático emérito de Derecho Constitucional y ha publicado La conquista de la Transición (1960-1978), en la editorial Marcial Pons. “No es un libro sobre la Transición, sino de cómo se llegó ahí”, matiza en su “despacho de jubilado”, como lo llama, en el burgués barrio de Salamanca, en Madrid. Así que su relato, “unas memorias documentadas”, se detiene justo al inicio del proceso constituyente, cuando, en palabras del filósofo Julián Marías: “España empezó a estar en manos de los españoles”.
Pregunta. ¿Por qué ha escrito esta obra, de casi 600 páginas?
Respuesta. Me ha llevado unos 12 años. La verdad histórica y conocer la vida de un pueblo es importante. Los políticos tienden a reconstruir la historia en los términos que creen que más benefician a su partido. No lo critico. Pero lo que se ha narrado sobre nuestra historia de varios lustros atrás no tiene mucho que ver con lo que aconteció. Así que vi que era útil escribir una historia bien documentada de un periodo difícil para los historiadores porque España tenía un sistema postotalitario, sin libertades. La oposición democrática había que hacerla con cautelas, en la clandestinidad, lo que no dejaba en la prensa pruebas para los historiadores. Pero si has estado ahí, sabes dónde estaban las pruebas, aunque te encuentres con una triste realidad como fue la destrucción sistemática y quema de los archivos policiales de los que estábamos fichados y de nuestras actividades, que se hizo desde la cúpula de UCD por parte de los que venían del Movimiento Nacional, con el ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa a la cabeza y con el respaldo de quien estaba por encima. Si no, aquello no se podría haber hecho. Supuso privarle al pueblo su derecho a conocer su historia.
Alzaga subraya en el libro que se quemaron papeles durante días en cuarteles de la Guardia Civil, y que se hizo desaparecer archivos del Movimiento Nacional, de gobiernos civiles e incluso del franquista Sindicato Español Universitario (SEU). “Una quema indiscriminada sin cobertura legal”.
P. ¿Cree que los responsables pudieron hacerlo, como dijo Martín Villa, pensando “en un espíritu de concordia”?
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R. Es que esas actividades ilícitas las habíamos hecho por un deber ético. Creíamos que había que reivindicar el derecho de la sociedad de poner proa a Europa, a una democracia occidental, a un sistema no policial, con elecciones limpias, prensa libre… no es que nos interesara hacer carrera política. O nos jugábamos un poquito el pellejo, metiéndonos en la ilegalidad, o nuestros hijos iban a tener que seguir viviendo en un sistema totalitario.
P. ¿Cuál fue el papel de los universitarios como usted en el agrietamiento del franquismo?
R. Es poco conocido por las generaciones posteriores. Te encuentras a historiadores próximos al Partido Comunista que dicen que lo importante fue el sindicalismo obrero. Pues el ministro de la Gobernación [Interior] Tomás Garicaño Goñi le escribe una carta a Franco, en septiembre de 1972, en la que le dice que la “situación económica es extraordinaria” pero que hay un “problema universitario ciertamente no pequeño”. El movimiento obrero desempeñó un papel con sus huelgas. Cuando vencía la vida de un convenio en una gran empresa, los sindicatos clandestinos presionaban a los trabajadores para ir a una huelga, pero una vez negociado el convenio, esa empresa tenía una vida normal. El movimiento estudiantil no buscaba que les dieran un notable, ni enriquecerse, sino cambiar el sistema. Fue una ola cada vez más alta, muy cívica, sin barbaridades, y cada vez contó con más apoyos.
En el libro insiste también en el poco reconocimiento que ha tenido la oposición de los democristianos. “Es un tópico que dista mucho de ser verdad que la represión estaba limitada a los comunistas y los demás gozábamos de ancha tolerancia”, escribe. Él mismo cuenta cómo fue detenido y confinado en un pueblo de Soria durante el estado de excepción de enero de 1969. “Cuando muere Franco, las instituciones del régimen están desgastadas y desprestigiadas. Europa puso unas condiciones de acuerdo con nosotros para poder acceder a sus instituciones, pero eso no se sabía aquí”. Y añade: “Muchos políticos del régimen llegan entonces a la conclusión de que les conviene convertirse en demócratas”.
P. Con la Transición emerge como gran figura Suárez, quien no sale bien parado en su libro.
R. A un historiador que no ha vivido aquello tienes el deber de darle una explicación de que cuando se le diga que quien trajo la democracia a España fue el rey Juan Carlos, no es cierto. O cuando se le diga que la donó Suárez, tampoco. Ese señor había sido jefe provincial del Movimiento [en Segovia], gobernador civil, vicesecretario general del Movimiento y luego director de una Televisión Española con censura… Podemos pensar que era un demócrata, pero no hay en qué apoyar eso, y él no tenía ni idea de lo que era una democracia europea. He querido ser correcto con quien no estuve alineado, pero nunca olvidaré que un catedrático amigo, de la Universidad de Salamanca, me dijo de Suárez: “No sabes qué expediente tiene”, repleto de suspensos. No se le puede negar que tuvo la habilidad de estar a buenas con los tecnócratas del Opus y con los falangistas, y que consiguió el apoyo de personas importantes del franquismo. Fue un pragmático dispuesto a ponerse al frente de la ola, aunque esta venía de otra dirección, y pensó que podía nadar en esa corriente. Al final, como nos puede pasar a todos, cuando uno se encuentra con un puesto que excede su cualificación, no nos desenvolvemos bien. Por eso Adolfo planteó su crisis y dimisión. Cuando has conocido aquello de cerca es difícil formarte una opinión positiva.
P. Incide en la actitud del príncipe Juan Carlos hacia su padre en la cuestión de la sucesión. El 22 de junio de 1969 Franco le nombra sucesor en el célebre discurso en el que dispone que “todo quede atado y bien atado para el futuro”.
R. Se saltó al padre [Don Juan] contra su voluntad y la de los juanistas monárquicos. El orden de sucesión en una monarquía es automático, un principio institucional. Una de sus virtudes es que la monarquía no necesita pugnas para ver quién ocupa el trono cuando queda vacante. Aquello fue un hecho consumado porque cuando Franco empieza a enfermar, lo nombra heredero, y el rey jura los principios de aquellas cortes. Sin embargo, si una monarquía deja de tener los poderes fundamentales que le otorgó aquel régimen y pasa a tener un carácter representativo, que se le concede en las constituciones democráticas, no tiene que ser un problema, bastantes hubo ya. El rey se adaptó a eso y nos convenía a todos. Se le vació del poder que le había dado Franco.
P. ¿Cuál es su balance de la Transición?
R. Es positivo, sin duda. Veníamos de la última dictadura postotalitaria que quedaba en Europa, y aquello podía haber acabado como en el siglo XIX, con golpes militares o contiendas civiles, pero se desarrolló pacíficamente. Una crítica descalificadora de la Transición se puede hacer por interés de partido o por ignorancia de lo compleja que era aquella situación.
P. ¿Las noticias sobre don Juan Carlos pueden cuestionar la monarquía?
R. Él se ha encargado de explicarles a los españoles quién es, qué ha hecho y cuáles han sido sus prioridades… Sale en los periódicos por motivos que no son de elogio y no ayuda a la institución. El actual rey sabe lo que debe ser una monarquía parlamentaria y está siendo ejemplar en no salirse de los límites establecidos. Me da la impresión de que en su vida privada actúa de forma muy distinta a su padre, pero yo no le veo ventajas a una república. No creemos un problema con una persona que no crea problemas.
Qué fue ‘Cuadernos para el diálogo’
Alzaga perteneció al consejo de redacción de la revista Cuadernos para el diálogo, nacida en octubre de 1963, auspiciada por Joaquín Ruiz-Giménez, ex ministro de Educación con Franco. Le dedica un capítulo de su libro.
P. ¿Qué significó esa publicación?
R. Ruiz-Giménez tenía relación con Franco, y por eso se pudo sacar la revista. No era informativa, sino de opinión, así que no estaba en manos de periodistas. En ella se analizaba la sociedad española y logró popularizar en las clases medias las reflexiones de profesores que no estaban en la órbita del régimen. Era una forma de alimentar las cabezas de la juventud sin ser una publicación de partido. A mí me encargaron una colección de libros de bolsillo. El primero se lo pedí a un catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras que me fascinaba, un líder, José Luis López Aranguren. Se llamó Moral y sociedad y se vendieron 12.000 ejemplares en dos meses. El segundo se lo pedí a Pedro Laín Entralgo y también se vendió como rosquillas.
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