El Sáhara sigue quebrando la identidad africana


A Brenda Gill, profesora de la Universidad Estatal de Alabama y coautora de Pan-africanism in modern times (Lexington Books), no deja de sorprenderle. Cuando en sus investigaciones aborda el continente africano en conjunto —desde la costa mediterránea hasta el cabo de las Agujas, en Sudáfrica— suele topar con el mismo desconcierto: “Académicos y políticos subsaharianos no entienden por qué incluyo, por ejemplo, a Libia; me dicen que allí son árabes, no africanos”.

Una adjudicación automática de identidades que conoce de primera mano Hanae Bezad, activista marroquí y fundadora de Douar Tech, una plataforma de inclusión digital. En sus reuniones con otros colaboradores de Smart Africa (ambicioso programa de innovación tecnológica), siempre es la única norafricana en la sala. “Hace un par de semanas, hablando con alguien de Nigeria, me preguntó si estaba familiarizada con África [su gesto de incredulidad resulta ostensible incluso por videoconferencia]. Le dije, muy seria, que yo era tan africana como él. Acabó disculpándose”, relata.

Las anécdotas de Gill y Bezad ejemplifican la brecha identitaria que divide al continente. Generalizando, entre las áfricas negra y árabe. Una fractura gestada a fuego lento, nutrida en parte por la aridez extrema del Sáhara y con un innegable componente racial. Ali Mazrui, insigne académico keniano fallecido en 2014, categorizó hace décadas dos tipos de panafricanismo. Entendido el término en su acepción menos rigurosa, como mero sentimiento de pertenencia entre individuos con una raíz común. Sin contemplar necesariamente la aspiración de unidad política.

Para Mazrui, el panafricanismo subsahariano es coto exclusivo de los pueblos negros, mientras que el transahariano acoge sin resquemores al norte del continente. Este último, escribió el keniano en su obra Africa´s International Relations (Routledge), “mira al gran desierto como un puente simbólico y no como una división, como una ruta de caravanas en lugar de una trampa mortal”.

Antumi Toasijé no se siente cómodo con los vocablos que, de forma implícita, proyectan un Sáhara como frontera natural infranqueable que separa inmensos colectivos más o menos homogéneos. No le gustan porque sugieren bloques uniformes y esquivan la tremenda diversidad del continente. Entre medias de esa suerte de monolitos étnicos, dormiría –según está visión– un vacío perenne, una tierra de nadie sin rastro de intercambio cultural o movimientos demográficos. “Pocos saben que el noroeste de África era, hasta los siglos XVI y XVII, mayoritariamente negro”, explica este panafricanista declarado, actual presidente del Consejo para la Eliminación de la Discriminación Racial o Étnica (CEDRE), dependiente del Ministerio de Igualdad.

El autor de Pan-africanism: a history (Bloomsbury Publishing), Hakim Adi, deja traslucir un cierto hartazgo –con forma de mueca irónica– ante la idea de un Sáhara divisorio: “Es absurdo, diferentes pueblos llevan cruzándolo en los últimos 10.000 años”. Toasijé añade que incluir a todo el África negra bajo la etiqueta subsahariana obvia datos básicos. Países así considerados (Chad, Malí…) poseen, recuerda Toasijé, enormes extensiones en el mayor desierto cálido del mundo.

Esclavitud en el siglo XXI

A pesar de sus respuestas llenas de cautela y matices, Toasijé no niega que el factor racial sigue resquebrajando la identidad africana. Persisten el recelo y la desconfianza entre el norte del continente y el resto. Con diferentes niveles de intensidad según el país y el grupo social, permanece esa mirada que clasifica, de un rápido vistazo, al otro. Incluso el puro racismo, una realidad innegable en el África mediterránea, admite Toasijé, quien invita a los propios países de la zona a “hacer una profunda reflexión”. Bezad, por su parte, afirma conocer “muchos casos de estudiantes del África occidental que lo pasan mal cuando vienen a Marruecos o Túnez”. Recientemente, tuvo que ayudar a un compañero de trabajo camerunés a lidiar “con situaciones desagradables que estaba sufriendo”, dice sin entrar en detalles.

Son actitudes que no ayudan a expandir un sentimiento de hermandad interracial. Y que remiten a turbios episodios de la historia africana, con la trata de esclavos en dominios árabes a la cabeza. Cierta élite panafricanista de los países con mayoría negra, explica Toasijé, “es reacia a incluir como africanos a pueblos que, considera, han sido opresores, aunque fuera en el pasado”. La discontinuidad de una identidad continental se acentúa por los rescoldos del esclavismo en pleno siglo XXI. “Recordemos los casos de Libia o Mauritania”, señala.

Esta tensión racial frena el vuelo libre del panafricanismo. Congela sus mensajes de solidaridad, zarandea la firmeza de un tronco compartido en el que caben todas las ramas de la riqueza cultural africana. De alguna forma, vuelve a situarlo una y otra vez en la casilla de salida de un movimiento que, de hecho, nació en la diáspora, entre la intelectualidad emergente de los hijos ya liberados de la esclavitud americana. A finales del siglo XIX y principios del XX –con África colonizada casi en su totalidad por las potencias europeas– la africanidad estuvo definida al otro lado del Atlántico. Con un epicentro en el trauma del desarraigo y la esclavitud, el concepto fue añadiendo círculos concéntricos, complementarios o no: combate al racismo, liberación y posterior unificación africana, orgullo negro, creación de un estado propio para los afrodescendientes, vuelta a la tierra de origen…

A finales del siglo XIX y principios del XX, con África colonizada casi en su totalidad por las potencias europeas, la africanidad estuvo definida al otro lado del Atlántico

Gill piensa que este “fuerte vínculo” de origen entre esclavitud y panafricanismo sigue “eclipsando al movimiento”, que en su opinión no debería “excluir a nadie”. En las universidades de EEUU, sostiene la profesora Gill, esa heterogeneidad de la lucha panafricanista ha producido una curiosa paradoja. Casi un sinsentido con sustrato neocolonial que, solo en parte, se explica por las tendencias endogámicas del ámbito académico anglosajón. “Los profesores africanos que vienen a enseñar aquí sufren discriminación, se les da a entender que no están tan autorizados para hablar de panafricanismo como sus iguales afroamericanos”, señala.

Abrazos fraternales

Según Adi, desde la “invasión fascista de Etiopía” en los años 30 —pero sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial— “la diáspora va perdiendo poder y ganan relevancia concepciones panafricanistas que se originan en el propio continente”. La lucha anticolonial forja una identidad compartida. Cunde la conciencia de una historia de opresión que hermana, como nunca antes, a los pueblos africanos. El panarabismo entra a vivir (no sin fricciones) en la gran casa africana. Incluso se atisba como factible el ambicioso sueño de un estado que vele, con renovado orgullo, por los intereses de todo un continente.

“En esta época dorada del panafricanismo, nadie hablaba de divisiones”, apunta Adi. Imperan el apoyo mutuo y los proyectos de cooperación. Abundan los fraternales abrazos entre líderes post-coloniales que se esfuerzan por desracializar su política exterior. Se generan conexiones que, aunque excluyentes por otros motivos, no pivotan en torno a los ejes árabe y negro: socialismo, francofonía… El primer presidente de Senegal, Léopold Sédar Senghor, encaja su apología de la negritude en una perspectiva continental. En el Grupo de Casablanca, creado en la ciudad marroquí en 1961, departen amistosamente los hoy héroes nacionales de Ghana (Kwame Nkrumah) y Egipto (Gamal-Abdel Nasser). Dos años más tarde, los lazos se consolidan con el nacimiento de la Organización para la Unidad Africana, germen de la actual Unión Africana.

Toasijé explica que esa “efervescencia de las independencias” se fue diluyendo poco a poco hasta dar paso a la “balcanización actual”. En el siglo XXI, el rechazo al diferente y las suspicacias transfronterizas pueden contener un elemento racial, aunque no siempre es el caso. “Hay xenofobia hacia los guineanos en Sudáfrica, hacia los nigerianos en Ghana…”, se lamenta Gill. “En realidad”, puntualiza Toasijé, “el panafricanismo ha sido algo de minorías, de élites; para la mayoría, la identidad importante es la nacional o aquella relativa a sus culturas originarias”.

Si agitar banderas nacionales suele dar réditos políticos, también los movimientos pan (del griego, todo o totalidad) han sufrido manipulaciones desde arriba, como explica el investigador Radwa Saad en un artículo donde analiza los vínculos entre panarabismo y panafricanismo con un énfasis en las dinámicas de poder. Inoculada desde fuera con intereses espurios o surgida espontáneamente, lo cierto es que, según un informe de 2020, para el 76% de los jóvenes entre 18 y 24 años encuestados sí existe una “identidad africana compartida”. El problema surge al analizar la muestra: sus autores realizaron 4.200 entrevistas en 14 países. Ninguno norteafricano.

El panafricanismo ha sido algo de minorías, de élites; para la mayoría, la identidad importante es la nacional o aquella relativa a sus culturas originarias

Antumi Toasijé, historiador y activista panafricanista

Para Adi y Bezad, la esperanza del panafricanismo actual anida en el activismo. Redes físicas o virtuales que se tejen por todo el continente trascendiendo particularidades raciales, religiosas, tribales o idiomáticas. Al sur o al norte del Sáhara y entre sus propios pobladores. Normalmente, con el inglés o el francés como lingua franca. “En Marruecos, cada vez más gente reivindica su identidad africana con un cierto orgullo tercermundista, reconociendo que nuestros problemas son los mismos que los de todo el Sur global”, estima la fundadora de Douar Tech. Para ella, la Unión Africana, que encarna el panafricanismo institucional, “despertó en su momento muchas esperanzas, pero hoy suele percibirse como una máquina burocrática”.

El autor de Pan-africanism: a history apunta a la necesidad de fijar –ante la proliferación de colectivos continentales de jóvenes, mujeres o trabajadores– “objetivos comunes, ya sea en la búsqueda de justicia social, el avance de la democracia o al posicionar a África ante la globalización neoliberal”. Según Adi, “la necesidad de unión frente a desafíos comunes sigue más vigente que nunca”. Ir más allá de las diferencias para caminar juntos hacia un horizonte compartido: “De eso, precisamente, trata el panafricanismo”, remata.

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