El 2 de febrero un pastor ultra de Tennessee, Greg Locke, organizó una hoguera cerca de la ciudad musical de Nashville para quemar ejemplares de las sagas Harry Potter y Crepúsculo en una ceremonia que se transmitió convenientemente por Facebook y que tenía como objetivo combatir las “influencia demoníacas” de la literatura que llega a los jóvenes de la comunidad. Se puede decir que Locke estaba aprovechando el viento a favor. La semana anterior, su Estado había sido noticia porque la Junta Escolar de condado de McMinn había acordado por unanimidad retirar Maus (1992), el laureado cómic sobre el Holocausto de Art Spiegelman, de la lista de lecturas de los alumnos de 13 años por sus palabras malsonantes y por mostrar la “representación del cuerpo desnudo de una mujer”, a pesar de que los personajes de la novela son gatos (los nazis) y ratones (los judíos).
La guerra contra Maus llovía sobre mojado. Unos meses antes, ya habían salido las noticias de padres de otro condado protestando contra la lectura de las memorias de Ruby Bridges, la primera niña negra que asistió a un colegio de blancos en Nueva Orleans y que protagonizó la icónica foto en la que la cría de seis años aparece rodeada de agentes que la protegen de la turba de manifestantes blancos segregacionistas.
“Ese no es el objetivo de la educación”, reza el cartel que llevaba una mujer el 12 de febrero, en contra de la Junta Escolar del condado de McMinn (Tennessee). Robin Rudd/Chattanooga Times Free Press via AP (AP)
En Oklahoma, los republicanos habían introducido en el Senado una ley que concede a los padres el poder de vetar en las escuelas libros enfocados en “el estudio del sexo, las preferencias sexuales, la actividad sexual, la perversión sexual, la identidad sexual” y un largo etcétera sexual “que cualquier padre o tutor legal razonable preferiría saber antes de exponerlo a su hijo”. Y los padres podrían reclamar hasta 10.000 dólares en concepto de “daños” por cada día que el título en cuestión se mantuviera tras solicitarlo.
La batalla por vetar libros en bibliotecas públicas y colegios no es nueva (ni Las Aventuras de Huckleberry Finn se libraron en su día), pero se ha extendido por Estados Unidos a un ritmo sin precedentes, espoleado sobre todo por la radicalización de la derecha y su reacción a las movilizaciones contra el racismo o la progresiva normalización de la comunidad LGBTI+. El contenido sexual y de temática racial copan, de hecho, la mayor parte de conflictos. La Oficina por la Libertad Intelectual de la Asociación de Bibliotecas de Estados Unidos (ALA, en sus siglas en inglés) nació en 1967 y no ha visto un alud de denuncias como el actual. “Habitualmente recibimos entre 300 y 350 informes por año, pero en el último registramos un aumento radical, sobre todo el pasado otoño, con hasta cuatro o cinco casos por día. Entre el 1 de septiembre y el 30 de noviembre nos llegaron 330, frente a los 377 de todo 2019, por ejemplo. Nunca habíamos tenido esta cantidad”, explica Deborah Caldwell-Stone, directora de la entidad.
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La lista incluye desde protestas hasta peticiones de retirada de libros y materiales de bibliotecas o colegios. Y entre esos números se encuentra la guerra que una madre conservadora de Virginia inició contra Beloved (1987), obra maestra de la Nobel de literatura Toni Morrison, campaña arropada por el candidato republicano Glenn Youngkin, hoy gobernador. Los conservadores alegan que la historia contiene escenas de sexo descarnado y violencia, incluida la muerte de una niña a manos de su madre esclava con el fin de evitarle una vida en cautiverio.
También figura la retirada de un distrito escolar de Kansas del libro El cuento de la criada, de Margaret Atwood, o las denuncias en varios Estados por el contenido sexual explícito de Fun Home, la famosa novela gráfica de Alison Bechdel en la que la autora recrea con humor agridulce la relación con su padre y el descubrimiento de la homosexualidad de este.
El gobernador de Texas, Greg Abbott, conminó a la agenda pública que gestiona el sistema educativo en el Estado a “investigar cualquier actividad criminal” relacionada con “la disponibilidad de pornografía”. Y, por si algún librero o profesor tiene dudas de lo que es aceptable o no para un menor de edad, un congresista del mismo territorio envió una lista de 850 libros a los distritos escolares entre los que figuraba, según informó el Texas Tribune, un par de obras del afroamericano Ta-Neishi Coates o Familias LGBT, de Leanne K Currie-McGhee.
Muchas de estas campañas están abanderadas por organizaciones de padres como No left turn in Education (No a un giro a la izquierda en educación) o Moms for Liberty (Madres por la libertad). Tiffany Justice, miembro fundadora de esta última organización, asegura por teléfono que sus denuncias “no buscan prohibir libros”, sino “quitar del alcance de los niños esos que son explícitos sexualmente u obscenos, del mismo modo que no tenemos revistas de Playboy en el colegio”. Aun así, muchas de las quejas tienen que ver con obras que hablan de la orientación sexual.
Aunque evita opinar sobre el veto a Maus en Tennessee, alegando que no ha sido iniciativa de su entidad, Justice señala: “El Holocausto puede enseñarse de un modo muy diferente a un niño de seis años que a uno de 16″. En cuanto a los libros sobre racismo o el pasado esclavista de Estados Unidos, esta madre de Florida rechaza los títulos relacionados con la llamada Teoría Crítica Racial, un término que procede del Derecho pero cuyo significado se ha desvirtuado en los últimos años y se utiliza para referirse a los análisis que identifican el racismo como un problema sistémico y fundacional de Estados Unidos, no individual o puntual. “Un libro que promueva la Teoría Crítica Racial no es apropiado para los niños”, apunta. Además, añade: “Si vas a poner una obra con un determinado punto de vista, también deberías ofrecerles a los niños lo contrario”.
Toni Morrison, durante una visita a Madrid en 2004.BERNARDO PÉREZAutocensura
Algunos han tenido que dar marcha atrás ante el estupor provocado. El año pasado el consejo escolar de Central York, un condado de Pensilvania, prohibió a sus profesores el uso de centenares de libros, documentales y artículos que tenían que ver, esencialmente, con asuntos raciales o de diversidad en un sentido más amplio. En la lista negra figuraban títulos como Yo soy Rosa Parks, sobre la heroína contra la segregación racial, otro sobre un niño con autismo (A boy called Bat) o un documental sobre James Baldwin, entre otros. La selección había sido elaborada un año atrás, como guía para docentes y alumnos en plenas movilizaciones contra el racismo.
Las protestas de los chicos, los autores y padres obligaron a rectificar al organismo, pero este tipo de acciones, pese a fracasar en el caso concreto, siembra el germen de la autocensura. Jonathan Friedman, director de Libertad de Expresión y Educación en PEN America —una organización centenaria volcada en la literatura y los derechos humanos—, destaca la ola de los últimos seis meses y los efectos a largo plazo en las comunidades donde se produce la coacción. “Uno de ellos es que lo profesores no quieran seguir hablando de asuntos como la comunidad LGBTI+ porque saben que cualquier cosa que digan se va a poner bajo lupa, ni recomendar libros a los alumnos, y todo eso va a afectar a los chicos que están en fase de desarrollar su identidad en general, sobre todo cuando los LGBTI+ han sido grupos históricamente marginados”, explica.
No left turn in Education tiene expuesta en su página web una carta dirigida al fiscal general de Estados Unidos, Merrick Garland, sobre la presencia de pornografía al alcance de menores de edad en las bibliotecas públicas y le recuerda el abanico de “remedios legales” que puede utilizar respecto a lo que definen como delito. Qué bien sienta ser uno mismo, de Theresa Thorn, es uno de los ejemplos que cita el texto alegando, no pornografía, sino que “usa conceptos inapropiados para introducir en los menores escepticismo de forma deliberada sobre su género. También cita Two boys kissing (Dos chicos besándose)”, porque contiene tres veces la palabra “joder” y descripciones del acto sexual entre los personajes.
Image de la novela gráfica ‘Maus’.Art SpiegelmanNo solo conservadores
El veto a libros es un asunto viejo en Estados Unidos, no siempre ligado a los conservadores. Matar un ruiseñor (1960), de Harper Lee, y De ratones y hombres (1937), de John Steinbeck, son algunas de las novelas más cuestionadas año tras año por los insultos racistas que contienen y, en el primer caso, además, por centrarse en la idea del “salvador blanco” de los negros.
Sin embargo, el auge de los movimientos de padres conservadores en las escuelas, que también actúan sobre el modo de enseñar la historia y los contenidos curriculares, ha disparado la persecución de libros que consideran nocivos para los estudiantes. All Boys Aren’t Blue (Todos los chicos no son azules), del afroamericano George M. Johnson, no falla una sola casilla del rechazo de la derecha: habla de orientación sexual, de raza y contiene sexo. Gender Queer, de Maia Kobabe, o The Bluest Eye, de Toni Morrison, también se han convertido en libros típicamente non gratos para las bibliotecas de la derecha.
Muchas veces los detractores alegan el contenido sexual explícito, pero And Tango Makes Three, una historia ilustrada de dos pingüinos que se enamoran y tienen un pequeño pingüino, también fue unos de los libros más denunciados por asociaciones, individuos, políticos o libreros de los últimos años.
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