Invisibilidad y silencio

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Tal vez ahora que está emergiendo al fin el atroz iceberg de los abusos pedófilos cometidos por miembros de la Iglesia en España, nuestra sociedad aprenda a mirar a las víctimas de agresiones sexuales con menos prejuicios. Porque en los casos perpetrados por miembros del clero se da una curiosa inversión del género de los agredidos: al parecer el 80% son varones, al contrario de lo que sucede en la pederastia y en la violencia sexual en general, en donde las víctimas mujeres ganan por goleada. Pues bien, como en este mundo nuestro, tan codificado aún por las rutinas patriarcales, seguimos dándole más valor y credibilidad a la palabra de los hombres que a la de las mujeres (¡pero si hasta nos pasa a nosotras! Tendemos a pensar que lo que dice un hombre es “más serio”), la catarata de casos espantosos que un montón de varones están relatando, sobre todo a este periódico, tantos años después de que hayan sucedido, nos enseña que el silencio de las víctimas forma parte precisamente de su victimización. Que no es una prueba de que la persona engañe, sino más bien todo lo contrario.

Me refiero a esos listillos que, cada vez que una mujer denuncia abusos pasados, saltan enseguida con la cansina cantinela de: “¿Y por qué no lo dijo en su momento?”. El escritor Alejandro Palomas, que ha tenido el coraje de contar recientemente cómo fue violentado a los ocho años por un hermano de la Salle (estremecedor: sangró durante días), retoma esa pregunta para darle otro significado: “Cuando me dicen ¿por qué ahora?, contesto ¿por qué no hasta ahora?”. Y la respuesta es evidente: por el espantoso nivel de impunidad. Por la normalización de los abusos. Por la indefensión insuperable de las víctimas. Un silencio social atronador que es lo más preocupante, lo más repugnante.

Porque todos hemos sabido, desde hace décadas, que estas cosas pasaban en los colegios religiosos, de la misma manera que se conocían, y admitían, los abusos femeninos en la sociedad, hasta el punto de que a las mujeres se nos enseñaba a intentar escapar de las manos pulposas, como si la vida fuera simplemente así, una selva de depredadores y de gacelas. Ya he contado en más de una ocasión que, de los 10 a los 17 años, tuve que coger el metro cuatro veces al día para ir al instituto, y que, sobre todo cuando era más pequeña, pongamos desde los 10 hasta los 14, probablemente no hubo un solo día en donde no se frotara algún tío contra mí en los vagones, o me tocara el culo. Y esto era lo normal. Nadie perseguía al agresor. La realidad era eso. Mala suerte si te había tocado ser la presa indefensa en la pirámide salvaje de la caza.

La cifra que antes he dado del 80% de víctimas varones viene del tremendo informe confeccionado por la Comisión Independiente sobre los Abusos de la Iglesia Católica que se publicó en Francia en 2021, tras casi tres años de investigación. Allí descubrieron que al menos habían sido agredidos 216.000 niños desde 1950 (330.000 si se incluía entre los pedófilos a catequistas y demás seglares que trabajan dentro de la Iglesia). Muchos piensan, incluyendo al obispo Luis Argüello, secretario de la Conferencia Episcopal Española, o al jesuita Hans Zollner, mano derecha del Papa en su campaña contra los abusos, que la muy necesaria investigación que debemos realizar en España arrojará resultados semejantes. Eso supondría entre un 3% y un 4% de los crímenes de pederastia, tanto en Francia como en España. Me temo que la Iglesia intenta cobijarse en esa cifra, insistiendo, como hizo el obispo Argüello, en que “representan un porcentaje pequeño en la relación con la problemática general”. Pues sí, pero el problema no es ese. El problema es que siempre se supo y siempre se ocultó. Eso es ni más ni menos que un delito: se llama complicidad con la pedofilia. La Iglesia entera, como institución, ha sido encubridora de ese horror. Y es que el camino hacia la civilidad y hacia la madurez del ser humano (si es que eso existe y es alcanzable) pasa por pelar una a una las pesadas capas de los crímenes cometidos por los diversos poderes, amparados en la rutina, en el prejuicio, en la inviolabilidad del propio poder. No hay mayor violencia que aquella que se ejerce cuando esa violencia es invisible. Hay que abrir los ojos y romper el silencio.

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