Ucrania ha ganado la batalla de las emociones: los europeos aplaudimos a Zelenski y admiramos la resistencia de un pueblo que pide libertad. Pero cuidado con volver al triunfalismo de Fukuyama y poner a cero el reloj de la historia. Lo que está en juego, señalaba Ivan Krastev, no es el destino de un régimen pro-occidental, sino la soberanía de un Estado nacido del fin de un imperio. La diferencia es importante, como lo es entender que la guerra es un fracaso. Que Europa actúe como potencia geopolítica es un paso hacia la integración, pero un duro retroceso civilizatorio, pues conduce al rearme y al viejo mercado de combustibles fósiles, robando gran parte de su futuro a la generación de Greta Thunberg, como señalaba Eliane Brum. La democracia que defendemos no puede hurtarnos estas dudas ni acallar posicionamientos en contra de la mayoría. Que cierta izquierda se oponga a la guerra en nombre de automatismos ideológicos es de una rentabilidad políticamente nula, pero el “no a la guerra” es moral y legítimamente sostenible, y si defendemos a los ucranios, también debemos reclamar que, en nuestro espacio público y en nuestro Congreso, se puedan mantener dichas posiciones.
Para muchas personas, la pandemia ha sido casi lo primero realmente malo que nos ha pasado a gran escala. Después, claro, llegó la guerra a nuestro continente. La aceleración del tiempo es tan vertiginosa que es difícil pensar con claridad. “Cada generación tiene derecho a escribir su propia historia”, decía Arendt, y sobre la culpa del estallido de la Gran Guerra daba la respuesta de Clemenceau: “No lo sé, pero estoy seguro de que no dirán que Bélgica invadió Alemania”. Estos días, mucha gente se agarra a frases parecidas al ver consignas sobre la guerra o la equidistancia OTAN-Putin, y piensa: si de algo estamos seguros, es de que Putin ha invadido Ucrania. Y es inevitable citar eso de fiat iustitia et pereat mundus al escuchar ciertos argumentos a favor de las vías pacíficas.
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Aún así, muchos recordamos los acontecimientos del 11-S, cómo las posiciones críticas quedaron comprometidas ante la legítima espiral emocional que producen los horrores de una guerra. Aparece entonces la vieja dictadura de la mayoría, que opera como una sordina que impide mostrar dudas públicamente, ahogando algunas distinciones más responsables que el infantil binarismo entre OTAN o Putin. Casi siempre son las respuestas de la izquierda las que generan más polémica y, en el caso de Podemos, su legítima posición pacifista sería más convincente si no existiera esa escalada por el poder entre el partido y Yolanda Díaz, que piensa de otra manera. Pero, así como en la guerra de Irak se socavó cualquier intento de disidencia pública sobre cómo la política exterior de EE UU colaboró en la creación de un mundo donde el terrorismo islamista fuera posible, hoy corremos el riesgo de que se nos hurten respuestas a preguntas legítimas sobre esta guerra.
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