En el descomunal escenario de The Shed, un mito como Quincy Jones saluda al respetable al lado del director Steve McQueen, oscarizado cronista del pecado original estadounidense. En esta sala de 3.000 asientos, el público se prepara para descubrir el proyecto que ambos han tramado juntos: Soundtrack of America, una serie de cinco conciertos que quieren condensar toda la historia de la música afroamericana. En la sala contigua, tres astros como Steve Reich, Arvo Pärt y Gerhard Richter acaban de estrenar un peculiar híbrido entre la música de cámara y el arte inmersivo. Dos plantas más arriba, una estrella del cine como Ben Whishaw se sube al escenario con la soprano Renée Fleming para interpretar un texto escrito para la ocasión por la gran poetisa Anne Carson. En cuestión de días, Björk les tomará el relevo con un espectáculo concebido junto a la cineasta Lucrecia Martel, mientras que la cantante Sia firmará las canciones de un nuevo musical coreografiado por Akram Khan.
La temporada inaugural de este nuevo centro de artes escénicas en el llamado Far West de Manhattan, última parcela por conquistar en su apretujada cuadrícula, corta el aliento por el perfil estelar de sus protagonistas y por su inusual interdisciplinaridad de su programa. Los géneros artísticos llevan décadas conviviendo bajo el mismo techo en la mayoría de museos. Lo raro es que compartan la misma habitación. Ese es el credo del director artístico de The Shed, Alex Poots, que ya condujo experimentos parecidos en sus diez años al frente del Festival de Manchester, y la del supercomisario Hans Ulrich Obrist, director de la Serpentine Gallery y principal asesor de programación de esta nueva institución. Su misión es terminar con las barreras que siguen compartimentando las disciplinas.
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Brad Lubman dirige al Ensemble Signal en una pieza de Steve Reich ante un vídeo de Gerhard Richter. TheShed
“The Shed se inspira en las tesis del arquitecto Cedric Price, que en los sesenta ya intentó derribar esos muros con su Fun Palace, un proyecto no construido para un centro de arte al este de Londres”, señala Obrist. Las paredes de ese palacio de la diversión, pensado para albergar propuestas de arte, música, teatro y varias formas de ocio, de cursos de baile a fuegos artificiales, tenían que estar hechas de materiales prefabricados, amovibles según la voluntad del artista y el visitante. “Nuestro centro tiene el mismo ADN. Comparte la utopía de hacer convivir a todas las disciplinas en un mismo espacio”, añade Obrist. El proyecto original para el Centro Pompidou ya tenía esa ambición, más tarde desvirtuada por la necesidad de convertir el lugar en un gran museo público de arte moderno.
The Shed no tiene ese tipo de obligaciones. Su edificio modulable y multiusos, concebido por la arquitecta Liz Diller, es un lienzo en blanco con el que sus responsables pueden hacer lo que quieran (siempre que el público acuda). Sus impulsores son mecenas como el exalcalde Michael Bloomberg, artífice del desarrollo urbanístico y comercial a lo largo de la exitosa High Line, que han invertido un total de 475 millones de dólares. “Ningún museo puede permitirse encargar a artistas como Richter y Reich que trabajen juntos durante un año. No es factible por motivos de presupuesto, pero también porque esa no es la misión principal de un museo”, reconoce Obrist.
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Rene Fleming y BenWhishaw en ‘Norma Jeane Baker of Troy’. Stephanie Berger
Pese a todo, las primeras semanas de andadura de The Shed demuestran que ni siquiera los más pasmosos dream teams son infalibles. Los espectáculos inaugurales han tenido una acogida desigual. Más que una obra teatral, Norma Jeane Baker of Troy es un poema épico escrito para Ben Whishaw, que traza un paralelismo entre Helena de Troya y Marilyn Monroe. Está dirigida por Katie Mitchell, conocida por sus cerebrales puestas en escena en los grandes teatros europeos. El montaje es plomizo y el texto, menos hipnótico de lo que pretende. La función se salva gracias a la delicada transformación de Whishaw en la Marilyn de La tentación vive arriba, y al diálogo que el obcecado protagonista establece con Fleming, que interpreta a la estenógrafa a la que el primero dicta la historia de la actriz. Esos dos seres pertenecientes a mundos distintos superan su hostilidad inicial para instaurar un intercambio creativo, en una curiosa metáfora del propio programa del centro.
Tampoco convenció esa “banda sonora de América” seleccionada por Jones y McQueen, anunciada como un árbol genealógico de la música negra, desde la llegada de los esclavos hasta la eclosión del hip hop (a la salida, se repartió incluso un documento elaborado por la universitaria Maureen Mahon). En realidad, no fue más que una sucesión de actuaciones de vocalistas de gama media, como Sheléa o Victory, que reinterpretaron clásicos de Nina Simone, Roberta Flack o Whitney Houston, intercalados con temas propios y vagas alusiones al clima político. En una planta superior, Trisha Donnelly abrió el programa de artes plásticas con una exposición sutilmente crítica: varios árboles talados con la habanera de Carmen como fondo musical a todo volumen y vistas panorámicas sobre el controvertido proyecto de los Hudson Yards, conjunto de viviendas de lujo y centro comercial, con mercado de especialidades españolas en los bajos, del que The Shed ha sido considerado una simple arma de legitimización cultural.
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Quincy Jones y SteveMcQueen, en The Shed. Lawrence Sumulong
Con todo, el espectáculo concebido por Richter, Reich y Pärt, el único que ha escapado a la tibieza del arranque, demuestra que esa es una apreciación injusta y que el proyecto tiene ambición y potencial. En la primera sala, un coro de intérpretes camuflados entre el público empieza a entonar los cánticos sacros de Pärt en una sala decorada con tapices de Richter. Resulta eficaz, pero no mucho más original que una performance recalentada de Tino Sehgal. La conmoción llega en el segundo espacio, donde una orquesta de cámara interpreta una nueva partitura de Reich, cronometrada con la proyección de un vídeo realizado por Richter y Corinna Belz, inspirado en los motivos que aparecían en su libro Patterns (2012). En él, innumerables líneas abstractas se expanden y se contraen dibujando paisajes esotéricos y posiblemente interiores, que parecen contener mundos enteros.
La ceremonia recuerda a una seminal experiencia interdisciplinar: la exposición Anti-Illusion que tuvo lugar en el Whitney en 1969, en la que las composiciones de Reich convivían con obras de Carl André, Richard Serra y Bruce Nauman. Medio siglo después, The Shed resucita ese método para un público masivo. Por sorpresa, el compositor vuelve a trabajar aquí con la métrica fija y repetitiva del minimalismo, que abandonó gradualmente a partir de Tehillim (1981). A pocas horas del estreno, paseando por el edificio con su inseparable gorra de béisbol, Reich reconocía que le costó dar ese paso. “Gerhard me hizo trabajar de manera sistemática, cuando yo llevo 50 años alejándome de esa forma de componer. Yo le decía: “Después de todo este tiempo, ¿tú me quieres volver a encasillar?”, confesaba. “Acepté, pero solo porque era Richter”. The Shed no aprobará su primer examen, pero podrá enorgullecerse de esa colosal hazaña.
Norma Jeane Baker of Troy. Hasta el 19 de mayo.
Reich Richter Pärt. Hasta el 2 de junio. The Shed. Nueva York.
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