José Luis San Martín Ramírez había cumplido 18 años cuando se fue a vivir al santuario Inmaculada Concepción de Maipo, en Buin, a 35 kilómetros de Santiago de Chile. Era catequista y tenía la idea de postularse luego al seminario claretiano de la capital. “Todo era místico y especial. Estaba entusiasmado”, recuerda en conversación telefónica. “Pero las cosas se fueron distorsionando”, lamenta. En la casa parroquial vivía el padre Hugo Ríos Díaz que, según relata, comenzó con “pellizcos” y le acabó violando en varias ocasiones. “Mi vida cambió para siempre”, asegura. El sacerdote, por su parte, negó las acusaciones en la investigación que abrió la orden tras su denuncia, y hoy sigue su actividad de misionero en Congo. Los claretianos le han creído a él, y no a la víctima.
Este caso es uno de los siete ubicados en instituciones religiosas fuera de España que figuran en el informe con 251 casos de pederastia en la Iglesia que EL PAÍS entregó el pasado diciembre al Papa y a la Conferencia Episcopal Española (CEE). Cuatro tuvieron lugar en Latinoamérica: uno en Chile, uno en Venezuela, y dos en México. Otros dos son de África (Marruecos y Kenia) y el último, en Reino Unido. La investigación periodística, realizada durante tres años, ha obligado a la Iglesia española a abrir una investigación y ha llevado al Congreso español a impulsar la creación de una comisión que investigue esta lacra.
No obstante, los casos de abusos del dosier que ocurrieron fuera de España han quedado en el olvido. Las órdenes religiosas en España, a pesar de haberlos recibido hace casi tres meses, no trasladaron los casos a sus delegaciones en el extranjero. Por esa razón, las órdenes implicadas —los maristas, en México; los salesianos, en Venezuela; y los claretianos, en Chile— no habían recibido las acusaciones. Hasta ahora. Tras recibir una llamada de este diario, los salesianos y los claretianos de España aseguran haber trasladado sus casos al país correspondiente, mientras que los maristas se niegan a especificar si lo han hecho.
Todos los casos del informe, además del centenar que ya ha ido publicando estos años, tienen su origen en el correo electrónico que el diario puso a disposición de las víctimas en octubre de 2018. Algunos de los cientos de mensajes llegaban de Latinoamérica, por sentir que no tenían dónde acudir en sus respectivos países. Para ampliar la investigación, la redacción de EL PAÍS en América ha decidido abrir un nuevo correo para que aquellos que hayan sido víctimas de abusos sexuales en su infancia en la Iglesia católica en este continente puedan contar su historia. A partir de ahora, podrán escribir con su denuncia a esta dirección: abusosamerica@elpais.es.
Un estudio de 2019 sobre la pederastia en la Iglesia latinoamericana de la ONG británica Child Rights International Network (CRIN) indicó que más de mil denuncias contabilizadas en cuatro países —Argentina, Chile, México y Colombia— habían comenzado a romper el silencio en el continente. El informe, el primero global del fenómeno en los 18 países de habla hispana del continente, más Brasil, estimaba que podía surgir una “tercera oleada” de denuncias tras las registradas en Estados Unidos y luego en Europa y Oceanía.
Chile, una denuncia en vano contra los claretianos
José Luis San Martín Ramírez relata que su suplicio duró al menos un año: “Una noche Hugo Ríos ingresó en mi cama”. Recuerda que el religioso le dijo que no hablara porque los oirían. “Me quedé como muerto en vida, sin reaccionar ni atinar a nada del espanto. Esa noche sufrí una violación por parte de Hugo Ríos, en todo el sentido de la palabra. Estuve sangrando durante varios días. No hubo diálogo, excusa, nada. Este cura repitió varias veces ese acto”, narra. Cuenta que el acusado justificaba sus abusos: “Me decía que era algo normal que se daba en la Iglesia y que no me preocupara”. Él no sabía cómo reaccionar: “Mi confianza y admiración estaban depositadas en este sacerdote, mi guía espiritual. Es como si tu papá te hiciera esto. Lo quieres tanto y de repente se sobrepasa contigo. ¿Cómo puedes afrontar eso? ¿Cómo puedes decir que no, cuando es tu héroe?”.
Las agresiones que relata ocurrieron entre 1979 y 1980, cuando Chile se encontraba en plena dictadura militar de Pinochet. En aquellos años “los curas eran superiores en todos los sentidos. Hablar de ello habría sido como tirarse a un océano sin flotador y con una piedra amarrada al cuello”, asegura. Hugo Ríos Díaz es una figura muy conocida. Fue incluso postulado al Premio Nobel de la Paz y hasta al cargo de obispo por su labor como misionero en África desde 1981, según medios chilenos. Durante casi cuatro décadas San Martín Ramírez ha tenido que ver cómo en su país se celebraba la trayectoria de este claretiano: “Mientras, yo seguí viviendo mi tormento en silencio”, señala. El trauma lo llevó a intentar quitarse la vida, por lo que acabó internado en una clínica psiquiátrica durante un mes.
Hace cuatro años, San Martín Ramírez decidió contarlo. Le inspiró la oleada de denuncias de abusos clericales que surgió en Chile en 2018 —a raíz del caso del difunto exsacerdote Fernando Karadima, condenado por abuso y pederastia por la Santa Sede en 2011— y la visita del papa Francisco al país andino. Ante la avalancha de acusaciones contra miembros del clero chileno, el pontífice envió en 2018 una delegación del Vaticano para que investigara los casos. El Papa acabó reconociendo que en Chile existía una “cultura del abuso y encubrimiento”. Aceptó la renuncia de varios miembros del episcopado y expulsó a cuatro más, entre ellos Karadima. “Todo se juntó. Ese año cayeron denuncias tras denuncias. Todos fuimos a denunciar”, recuerda San Martín Ramírez.
Así fue como en octubre de 2018, San Martín Ramírez presentó una denuncia ante el padre Mario Gutiérrez Median, superior provincial de los Misioneros Claretianos de San José del Sur. A finales de ese año, recibió una carta de Gutiérrez Median en la que lamentaba “profundamente los hechos”. No obstante, indicaba que, tras consultar el caso con el entonces padre Superior General de la orden, Mathew Mattamattan, no se abriría un procedimiento canónico contra el acusado porque “su edad, a la fecha de los acontecimientos era de 19 años, lo que para el derecho canónico es mayoría de edad”, según el documento al que este diario ha tenido acceso. En realidad, durante la dictadura chilena, y hasta el cambio legal en 1993, la mayoría de edad se cumplía con 21 años. Por lo tanto, San Martín Ramírez era menor a efectos legales en aquel momento. En todo caso, la Iglesia debería haberlo investigado al tratarse de una acusación de agresión sexual, según establece el código canónico.
Decepcionado, pero lejos de dar por cerrado el asunto, San Martín Ramírez acudió al obispo de San Bernardo —diócesis de la iglesia donde ocurrieron los hechos que denuncia—, a la Fiscalía de San Bernardo, al Tribunal Eclesiástico de Santiago, y a la Oficina de Denuncias Pastorales del Arzobispo de Santiago. “Lo que él hizo me causó mucho daño moral, espiritual y económico. Tuve que costear muchos gastos médicos y tratamientos psicológicos. Quiero que se haga justicia real en cuanto a todo el daño hecho, en forma integral”, concluye.
Pero todas las puertas se le fueron cerrando: en la fiscalía le dijeron que el delito estaba prescrito, y desde el arzobispado le aseguraron que no tenían competencia para investigar porque el acusado era sacerdote de una orden, y no un diocesano. En marzo de 2019, San Martín Ramírez envió una carta a la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica del Vaticano, y también a los claretianos y al nuncio apostólico de Chile. Relató no solo los abusos que asegura haber sufrido, sino también el desdén con el que lo trataron todas las instituciones a las que pidió ayuda. En junio recibió una respuesta del Vaticano: “Apoyándose en lo de la mayoría de edad, básicamente me dijeron que lo dejaban todo en las manos de la justicia chilena”, asegura.
Los claretianos, consultados por EL PAÍS, explican que la delegación de la orden en el Congo, donde estaba entonces Ríos Díaz, “investigó sobre él, recogió testimonios de sus colaboradores y empleados y no encontró nada anormal, ni escuchó sospechas sobre el comportamiento del Padre”. Ríos Díaz sigue en el Congo. Años después, la orden sigue manteniendo que la víctima era mayor de edad. El procurador de los claretianos en Roma, José Félix Valderrábano Ordeig, asegura que la orden trasladó entonces el caso a la Congregación para la Doctrina de la Fe, entidad del Vaticano a cargo de investigar casos de pederastia en el clero, “que respondió rehusando su intervención por no entrar en su competencia, ya que para la Iglesia en la época en que se denuncian los hechos la víctima era mayor de edad”.
San Martín Ramírez, que hoy tiene 61 años, se pregunta por qué no tuvo la fuerza que tiene hoy para denunciarlo entonces. “Yo no sé cómo he sobrevivido”, admite. “Pero después de haber hecho todas estas denuncias, ahora descanso. Ya me saqué esa mochila de la espalda y la tiré. Si es que hay alguna justicia divina se encargará de él porque la del hombre no lo hará”, asegura.
México: “No puedo asegurar que haya más víctimas, pero tampoco lo dudo”
Otros dos casos contenidos en el informe de EL PAÍS tuvieron lugar en México. En el primero, Antonio Mateos, de 49 años, no sabe el nombre del sacerdote al que acusa de abusar de él cuando tenía 8 años, pero sí recuerda nítidamente lo que le ocurrió. Corría el año 1981: “Éramos cinco amigos del barrio. En mi familia nunca fuimos tan devotos de la religión, pero dos de mis amigos, que eran hermanos, sí eran practicantes. Uno, no sé cómo, se enteró de que en la parroquia El Santo Cristo de la Agonía, en el barrio Cuauhtémoc de la Ciudad de México, buscaban a niños que ayudaran a los curas”, relata. “Los dos hermanos empezaron a ir y nos platicaban que por su ayuda cada sábado cobraban dinero, entre 15 y 30 pesos”, continúa. Atraídos por los pesos extras, al final los cinco amigos acabaron de ayudantes en la iglesia.
“Un sábado, alrededor de las cuatro de la tarde, el sacerdote nos citó a los cinco en la oficina parroquial, como siempre, para darnos el dinero”, narra Mateos. “Después nos invitó a jugar fútbol en la cancha que estaba al frente de la parroquia. Mis amigos fueron, pero a mí me dijo que me esperara. Yo oía a mis amigos jugando fuera. Estaba solo. Lo primero que me dijo fue, ‘párate aquí’. Él se sentó en una silla, y me pidió que recitara el padrenuestro. Comencé y de inmediato me metió la mano en el pantalón y me lo bajó. Me dijo que siguiera con la oración y empezó a tocarme”.
Mateos cuenta que, después de algunos minutos, el sacerdote lo llevó a otra parte de la iglesia, “un sitio más apartado”, para seguir tocándolo, hasta que “consideró que ya era suficiente, me puso el pantalón y me dijo que bajáramos. Yo no dije nada. Bajamos y se puso a jugar con todos los niños como si no hubiera pasado nada”. Él nunca regresó a la parroquia ni se lo contó a nadie durante años. “Me aparté de todas las religiones. Mi esposa me había dicho antes que lo denunciara, pero yo me sentía solo. No puedo asegurar que haya más víctimas, pero tampoco dudo que lo haya hecho con otros niños”, apunta.
Este diario ha contactado con la Arquidiócesis Primada de México, que engloba esta parroquia, para preguntar si habían recibido el caso de Mateos desde el Vaticano, ya que fue incluido en el dosier de EL PAÍS. Desde el Departamento para la Protección de Menores se han puesto a la disposición de Mateos, pero se han negado a responder si ya tenían constancia del caso y si lo investigarán. Aseguran que con los datos remitidos no es posible conocer el nombre del acusado.
Otro caso registrado en México es el de José Luis Menéndez Escalante, de 73 años, quien denuncia al difunto marista español Nicolás Rodríguez Beneite. “Abusó sexualmente de mí”, asegura. Fue en 1957 y la víctima tenía entre 6 y 7 años. “En ese tiempo nadie te creía. Fueron tocamientos y fricciones estando vestidos, en el salón número 12 del colegio Montejo, en Mérida, en el estado de Yucatán”, relata. Asegura que ante su reacción terminó diciendo “‘Tú no sirves para esto’ y me quitó la pelota de béisbol que me había regalado”. Menéndez Escalante acusa a los maristas de “encubrimiento institucional, aunque declaren cero tolerancia” ante estos asuntos. “Me daré por bien servido si de parte de las autoridades de la orden me mandan una biografía suya y cuántas acusaciones sobre delitos sexuales ha tenido”, señala.
Según reza la esquela del hermano Rodríguez Beneite, nacido en 1925 en Cisneros de Campos (Palencia, España), pasó por diferentes lugares de México. Ya estaba al menos en 1948, pues tomó los votos en Tlalpan ese año. Hizo el voto de estabilidad en Mérida-Yucatán en 1962. Ejerció su actividad en México Occidental, Mérida-Yucatán, Ciudad del Carmen y Tijuana, según la información de la orden. Luego regresó a España y residió en El Escorial (Madrid), Roxos (Santiago de Compostela), y el colegio marista de León-Champagnat, donde falleció el pasado noviembre a los 96 años.
La provincia marista española de Compostela, por su parte, condena lo ocurrido y pide perdón a la víctima. Consultada por este diario, sus portavoces aseguran haber abierto una investigación, pero se niegan a aportar más información y a aclarar si han remitido el caso a México. Este periódico intentó contactar con los maristas de México, pero no recibió respuesta.
Venezuela: “El colegio de los salesianos era un cubil de bestias depredadoras”
El cuarto caso se sitúa en Venezuela, en la segunda mitad de los años sesenta. Lo relata un exalumno del colegio San Francisco de Sales, de los salesianos de Caracas, que prefiere no revelar su identidad. “Es un episodio amargo de mi vida, así que prefiero no removerlo”, explica. Él nació en España, pero a los siete años emigró a Venezuela junto a su familia. Allí, ingresó en el centro escolar y permaneció hasta los 13 años. “El colegio, que era solo de varones, era un cubil de bestias depredadoras. Los curas —muchos eran españoles, pero también los había italianos y venezolanos— eran sádicos, crueles y torturadores. El castigo físico era normal y algunos de los religiosos lo disfrutaban abiertamente. Además, había un ambiente muy enrarecido de hipersexualización. Los baños eran escenario de encuentros sexuales entre alumnos, que evidentemente reproducían patrones de abuso. Los curas hacían la vista gorda, y algunos incluso participaban. Organizaban fiestas y servían refrescos a los que habían echado previamente licor, y los tocamientos eran frecuentes”, describe.
En ese contexto, asegura, el padre I. O. abusó de él durante una confesión. Define al acusado como “uno de los jerarcas de la orden salesiana” en el país: “Falleció hace años considerado como un santo varón, hasta el punto de que un colegio en Venezuela lleva su nombre. Cuando vi la foto de un busto que le erigieron volví a estremecerme”. Nunca denunció los abusos. “Ese abuso tuvo consecuencias nefastas en mi vida, y aún me afecta recordarlo”, reconoce. Tras recibir una llamada de este diario, los salesianos en España aseguran que han comunicado este caso a los responsables en Venezuela. “Ellos comenzarán la investigación. Nosotros, más no sabemos”, confirma un portavoz. Este periódico intentó contactar con los salesianos de Caracas, pero no recibió respuesta.
Colombia: “El abuso me desorganizó toda la vida sexual. Me quedé muy dañado por dentro”
Al correo electrónico han llegado también otros casos de Latinoamérica que no han sido incluidos en el informe entregado al Papa, y que EL PAÍS también está investigando. Por ejemplo, el que denuncia Luis Ignacio Echavarría en Colombia. Relata que los niños del colegio de San Ignacio, en Medellín, iban pasando uno a uno a un despacho. El cura, con el cerrojo puesto, escuchaba los pecados veniales de unos muchachos que todavía no habían llegado a la adolescencia. La conversación se iba volviendo cada vez más extraña, la atmósfera cambiaba. El confesor quería saber si se masturbaban por las noches, si habían probado con animales o si se tocaban entre ellos. Echavarría tenía 10 años y ese religioso, el padre Nefatlí Martínez, un jesuita colombiano de carácter autoritario, le pidió allí, a solas, que le enseñara el pene. Era 1968.
Echavarría, que tiene 64, recuerda que Nefatalí comenzó a tocarlo, mientras él mismo se tocaba. No olvida las obscenidades que el cura le susurraba al oído. El estudiante salió ese día aturdido y no se lo contó a nadie. Neftalí empezó a convocarlo cada semestre con la excusa de comentar su trayectoria escolar.
El estudiante acudía disciplinado y siempre le ocurrió lo mismo. Hasta que cumplió 12 años. Entonces se negó a ponerse en sus manos. Comenzó a suspender asignaturas y su tutor le pidió explicaciones, en 1970. Sentía un gran malestar interior, una mezcla de sentimientos a los que no todavía no sabía poner nombre. Le contó el abuso del que había sido víctima, pero se encontró con una pared. El tutor le amenazó y le hizo prometer que no le diría nada a nadie. Un año después, cuando cumplió 13, se fue del colegio. No le contó a nadie, ni a su madre, que se acababa de divorciar de su padre. No quería darle más disgustos. Guardó para sí todo lo que había sufrido en ese momento, hasta que vio un artículo de EL PAÍS donde otras víctimas en España denunciaban lo que les había ocurrido. Se sintió identificado.
Comenzó a llamar a los compañeros de su generación. “Era sistemático. Muchos pasaron por lo mismo. No solo fue conmigo. El colegio siempre lo escondió, lo defendió, en vez de apoyarnos a nosotros”, dice. Se han reunido en ocasiones para hablar sobre Neftalí, que saben que murió a finales de los años noventa. No les consta que fuera castigado de ninguna manera por la orden ni que se le prohibiese relacionarse con menores. La institución religiosa no ha contestado a los requerimientos de este periódico. En la época en la que todo esto ocurrió, Medellín era una ciudad conservadora, pacata, de misa diaria. El auge del narcotráfico llegaría en la década siguiente.
Echavarría estudió arquitectura y más tarde montó una empresa de productos dentales que ahora gestionan sus hijos. Dedica su jubilación a escribir poesía, pintar y tocar el piano. “Aquello me desorganizó toda la parte sexual. Me quedé muy dañado por dentro”, continúa. En la pubertad tuvo dificultades para relacionarse con normalidad con las mujeres. Estaba confundido, asustado, y con su comportamiento asustó a otras personas. El tiempo lo sanó. “La vida me hizo bien, entendí muchas cosas. La primera, que eso me salvó de ser sacerdote. Yo quería ser jesuita y eso me quitó las ganas para siempre”. No volvió a pisar una iglesia ni mantener una charla con un cura. Ahora practica el taoísmo.
Si conoce algún caso de abusos sexuales en la Iglesia en América Latina que no haya visto la luz, escríbanos con su denuncia a abusosamerica@elpais.es. Si es un caso en España, escríbanos a abusos@elpais.es.
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