No elegimos el vínculo con un equipo. Llega sin más. Generalmente por proximidad afectiva o geográfica. Eres del club de tu ciudad. O del que era tu padre. Por eso cuando falta, cada maldito partido te recuerda a él. La cuestión se vuelve más artificial si uno cambia de país e intenta encontrar una razón emocional para seguir cada jornada futbolística local. Toca elegir colores conscientemente por primera vez. Y hay cosas que ayudan. En Italia, por ejemplo, hay un club que juega un derbi casi cada fin de semana. Un equipo al que prácticamente odian todos los demás y cuya afición soporta cada domingo algún tipo de insulto racista. El último episodio tuvo lugar hace una semana en Verona, donde los tifosi venetos colocaron una pancarta con unas coordenadas geográficas junto a las banderas de Rusia y Ucrania. Como diciendo, apuntad bien, ahí es donde hay que lanzar el misil. Si uno las introducía en el GPS, descubría que era la latitud de Nápoles.
Lo bueno es que en el Diego Armando Maradona les importa un bledo. Existe una histórica lucha con el Verona para ver quién gasta más mala leche. Hace algún tiempo en el San Paolo respondieron con una pancarta en la que se leía: Giulietta è una zoccola [”Julieta es una puta”]. Se referían, claro, al personaje de Shakespeare cuya historia de amor universal transcurría en Verona y que cada ciudadano considera como su propia hija. Las bofetadas vuelan. Pero cada fin de semana hay alguna de peor gusto hacia la afición napolitana. La más recurrente es esa de “Vesubio, lávalos con el fuego”. Es la vieja idea racista y norteña de que los napolitanos son sucios, que gritan, que no saben comportarse. Es el cántico que usaba también Salvini cuando su partido pedía la independencia del norte de Italia y no necesitaba los votos del sur para alimentar su payasada política. Supremacismo de mercadillo. Pero también una impresión muy extendida en Italia.
Un napolitano solo juega en casa cuando está en Nápoles. Y a veces ni eso (hay un juventino en cada esquina). En los últimos años no ha dejado de crecer ese odio. La Lazio, el Inter, el Milan, la Juventus, el Verona… Incluso la Roma, cuyas aficiones estaban hermanadas hace no tanto tiempo. No hay nada igual en otras ligas. Y es un sentimiento extendido también fuera del fútbol. De norte a sur. Porque los partenopeos también mantienen sus cuitas con los sicilianos o los calabreses. Por eso la ciudad es una fabulosa e indescifrable isla dentro del país. Y por eso muchos los tratan como en España hemos maltratado durante años a los gitanos. Como un cuerpo extraño para lo que conviene en cada momento, olvidando a veces la descomunal aportación de titanes como Totò, Eduardo de Filippo, Caruso, Benedetto Croce, Starnone… o Bud Spencer. Por eso Maradona se enamoró de un equipo y de una ciudad que representaba como nadie a los desheredados y el nadar toda una vida río arriba. Y por eso a Sorrentino le salvó la vida un Émpoli-Nápoles.
La verdad es que hacen ruido. Y que son capaces de celebrar más tiempo un scudetto de lo que les llevó levantarlo. Han aprendido a tomarse a cachondeo la bilis y el malvivir de tantas otras gradas. A cabalgar mientras les ladran: son la tomadura de pelo, la ironía. Y están en todas partes. En cualquier ciudad italiana hay 10.000 de ellos dispuestos a lo que haga falta. Si usted mira el palmarés, le dirán que fue Maradona y poco más. Pero no hay otro equipo capaz de regresar del infierno -durante varias temporadas fueron solo un pagaré que penaba en la cuarta división- y aspirar de nuevo al scudetto (el sábado le remontaron al Udinese con dos goles de Osimhen y se colocaron segundos a ocho partidos para el final de temporada). Si usted llega a Italia y no tiene equipo, tápese bien los oídos. Es un ruido ensordecedor y algo molesto, pero capaz de convencer a cualquier indeciso.
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