El viento helado corta la cara como cristales rotos. En la ciudad de Río Grande, provincia de Tierra del Fuego, a tiro de piedra de la Antártida, el frío congela las manos y seca la piel. Río Grande está a poco más de 500 kilómetros al oeste de las Islas Malvinas y a casi 3.000 kilómetros al sur de Buenos Aires. El mismo viento que castiga a esta ciudad de 100.000 habitantes se ensañaba recargado con los soldados argentinos que desde el 2 de abril de 1982 esperaban el contraataque británico ocultos durante días en trincheras húmedas. Estaban mal alimentados, con los pies mojados sobre la turba y sin la ropa adecuada. Hay que estar en Río Grande para imaginar lo que debió ser aquello.
“Había pies de trinchera, gangrenados, y tuvieron que cortárselos a muchos soldados. Mandaron a chicos de Corrientes y el Chaco (norte), acostumbrados a vivir con 40 grados”, rememora Héctor Raúl Moyano. En 1982, Moyano tenía 23 años y era cabo segundo electricista a bordo del buque San Antonio. El 2 de abril participó del desembarco argentino en las Malvinas. “Por eso el último que se rindió en las islas fue el BIM 5, el batallón de la Marina que está acá, porque estaban acostumbrados al frío”, dice.
La guerra atravesó hace 40 años la vida de las 12.000 personas que vivían entonces en Río Grande. Por cercanía y por espíritu. El pueblo se convirtió en ciudad alrededor del BIM 5, que desde 1947 hacía las veces de comisaría, hospital y almacén de víveres. Y también de la base aeronaval que está cerca del aeropuerto civil. Desde allí salían los cuatro Super Etendard que acosaban a los buques británicos. En sus galpones se guardaban y operaban los Exocet, los misiles antibuque de fabricación francesa que acabaron con el destructor HMS Sheffield en mayo de 1982. No hay otra ciudad de Argentina donde la causa Malvinas cale tan hondo como en Río Grande. Y la vigilia ha sido una muestra de ellos.
En el minuto cero del 2 de abril sonó la sirena. Comenzaba así el acto oficial en honor a los veteranos. Antes hubo un simulacro de desembarco, con lanchas que llegaban a la costa y soldados que lanzaban balas de fogeo. El objetivo era una casilla de madera ubicada sobre una loma, similiar a la que ocupaba el gobernador británico de las islas. Los excombatientes observaban el espectáculo sobre una tarima de espaldas al mar.
La vigilia es el evento más importante del año en Río Grande, y reúne a miles de personas. Hubo aplausos y se cantó el himno, pero también reclamos. El exsoldado Sergio Marroco habló en nombre de sus compañeros. Ante el ministro de Defensa, Jorge Taiana, reclamó más atención a los veteranos y, sobre todo, una historia oficial de la guerra de Malvinas. La memoria de la guerra es hoy un mosaico desperdigado de historias personales y conveniencias políticas.
En una carpa sobre la playa, el Centro de Veteranos de Guerra exhibe desde el 24 de marzo armas, uniformas y fotos de la guerra. Durante casi un mes han pasado por allí miles de alumnos de las escuelas de la ciudad. Mientras combaten el frío con un chocolate caliente escuchan a algún veterano que les habla de Malvinas. “Tratamos de mantener viva la llama”, dice Alberto Ante, patrón de lancha durante el desembarco en Malvinas. “Como ese tacho ardiente que está ahí”, agrega, y señala un tambor de metal de esos que se usan para transportar combustible, del que salen las llamas.
El tambor es hoy un símbolo. Hace 27 años, un grupo de veteranos de Malvinas decidió esperar el 2 de abril en la playa, de cara al mar donde habían muerto muchos de sus compañeros. El tambor cargado de leños encendidos fue el arma contra el frío, y uno similar arde cada año como símbolo de aquellos primeros encuentros. Este viernes, cinco veteranos calentaban sus manos en él, mientras discutían quien tenía derecho a considerarse excombatiente de Malvinas. A 40 años de la guerra, muchos de los que pisaron las islas se sienten con más derechos que aquellos que participaron desde la retaguardia, ya sea en el continente o a bordo de los buques que transportaban armas y alimentos. Moyano dice a viva voz que los “chicos” que pelearon en las trincheras son “los verdaderos héroes de Malvinas”, y dispara la discusión. Esos “chicos” eran en su mayor parte del Ejército, y en Río Grande son mayoría de la Marina y la Fuerza Aérea.
Los veteranos deambulan entre la gente, con sus medallas en el pecho o una gorra de la agrupación que representan. Otros visten de civil, y hasta parecen esconderse. Allí está Martín Vargas. Como sus compañeros, tenía 19 años cuando estalló la guerra y pronto cumplirá 60. La guerra lo encontró a bordo del crucero General Belgrano, hundido por los misiles británicos el 4 de mayo de 1982. 323 soldados se ahogaron ese día en el Atlántico, casi la mitad de las 649 bajas que sufrió Argentina durante la guerra. “Soy náufrago del Belgrano”, se presenta Vargas. Y cuenta que se salvó por cinco minutos.
“Tuve la suerte de estar en el momento del impacto en la cubierta principal. Los que dejaron la guardia a las cuatro de la tarde y bajaron a los camarotes murieron todos. El ataque fue a las cuatro y cinco minutos”, recuerda. “De los 20 que llegamos al buque siendo amigos nos salvamos cuatro”. Luego fueron 45 horas a la deriva en las balsas salvavidas. “Por las corrientes marinas estábamos yendo hacia la Antártida. Soportamos olas de diez metros y temperaturas de 12 grados bajo cero. Nos hacíamos pis y nos vomitábamos encima para darnos calor. No teníamos comida. Ahí uno se vuelve más creyente que nunca”, recuerda.
Vargas estuvo dos años de la posguerra en la Marina y se hizo buzo. Fue una necesidad vital, dice, porque cuando pisó tierra tras el naufragio se hizo una promesa. “Quería visitar a mis camaradas del Belgrano en el fondo del mar, pero cuando me entero que estaba a 4.000 metros supe que no podría hacerlo”, se lamenta. Vargas no se reencontró con el Belgrano, pero fue buzo durante el resto de su vida. A los 60 años, aún conecta bajo el mar las mangueras de las plataformas petroleras que operan en el Atlántico. Dice que eso lo ayuda a superar su tragedia: “Tengo la obligación de recordarlos y darles una ofrenda. Cada vez que me sumerjo siento que estoy con mis compañeros”.
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