La geopolítica del asilo


No es la primera crisis de refugiados en Europa pero sí es diferente. No hay duda de que es el éxodo más rápido desde la Segunda Guerra Mundial: 10 millones de desplazados en un mes, de los cuales más de tres millones están fuera del país. Esta velocidad en la huida no es solo por la violencia de la guerra. Tiene que ver también con la proximidad geográfica, unos medios de transporte relativamente buenos, el acceso de los ciudadanos ucranios a la UE sin necesidad de visado y la existencia de una red de apoyo al otro lado de la frontera.

La respuesta tampoco ha sido la habitual. Mientras que a finales de 2015 la Unión Europea dejaba claro que ya no estaba dispuesta a acoger más refugiados, ahora ha abierto las puertas de par en par. Países como Polonia o Hungría, tradicionalmente reacios a la inmigración, se han convertido en principales receptores. En este contexto, no es de extrañar la puesta en marcha por primera vez de la Directiva de Protección Temporal. Significa dar acceso inmediato a la protección internacional, con todos los derechos que esto implica, y que las personas refugiadas puedan escoger su país de residencia sin los límites impuestos por los criterios arbitrarios del Sistema de Dublín.

En clave internacional, esta crisis también es diferente: implica volver a geopolitizar el asilo. Durante la Guerra Fría, en un mundo dividido en dos, la acogida de refugiados tuvo un valor ideológico: para Occidente era otra manera de desacreditar el modelo comunista y construirse como su antítesis, poniendo el énfasis en la solidaridad y la garantía de los derechos. Con la caída del muro de Berlín, los refugiados dejaron de tener este plus moral. No es de extrañar que en la década de los noventa se restringiera y precarizara el régimen internacional de asilo. En pocas palabras: a menos geopolítica, menos refugiados.

Ahora la geopolítica ha vuelto. La extraordinaria acogida de los refugiados ucranios se explica no solo por la proximidad geográfica y cultural de los refugiados, sino también por tratarse de una confrontación simbólica y profundamente normativa entre dos mundos: Occidente, que se presenta como garante de la democracia y el estado de derecho, y Rusia, un régimen autocrático e iliberal que además desafía el orden de seguridad europeo e internacional. Así es como la acogida de refugiados ha vuelto a ganar valor moral.

¿Hasta qué punto estas diferencias marcan un punto de inflexión, o abren una ventana de oportunidad, en las políticas de asilo en Europa? No necesariamente. El primero motivo es que la actual deriva restrictiva de las políticas de asilo se apoya fundamentalmente en las políticas migratorias. La limitación de acceso a la protección internacional viene determinada por unas políticas que limitan la llegada, que en la práctica es la condición necesaria para solicitar protección internacional. Estas políticas no solo no van a cambiar sino que, en una Unión Europea cada vez más temerosa del exterior, seguirán reforzándose.

El segundo motivo es que la singularidad de la respuesta se circunscribe única y exclusivamente a los refugiados ucranios. Las palabras del primer ministro búlgaro, Kiril Petkov, fueron paradigmáticas al respecto: “Esta gente es inteligente, educada (…) No son como los refugiados a los que estamos acostumbrados, personas de las que no estamos seguros de su identidad, con pasados poco claros, que podrían haber sido terroristas”. Y concluía: “No hay ni un solo país europeo que tenga miedo de la actual ola de refugiados”. En pocas palabras, las mismas razones que sirven para acoger a los refugiados ucranios sirven para excluir al resto.

El problema de fondo es que tanto la política migratoria de no-llegada como la diferencia de trato ponen en entredicho la contienda ideológica detrás de la geopolítica del asilo. Es bien sabido que las políticas migratorias dependen de la cooperación con terceros países. Si bien inicialmente fue la UE quien condicionó su política exterior a la cooperación de estos países en materia migratoria, ahora son estos países los que condicionan su cooperación en materia migratoria con la UE al cumplimiento de sus demandas. Solo así se entiende que el Gobierno español haya apoyado las aspiraciones marroquíes sobre el Sáhara Occidental. El pragmatismo parece ganar sobre la ideología, los intereses propios sobre los derechos y el respeto a la legalidad internacional.

La distinción de trato, también en la huida de Ucrania en función de la nacionalidad, cuestiona también esta alardeada superioridad moral de Europa. Y decepciona. Hacia dentro, porque recuerda a los ciudadanos europeos que no siempre todos somos iguales. Hacia fuera porque, tal y como han recordado varios líderes africanos, confirma los dobles estándares de una Europa que a menudo dice una cosa y hace otra. No hay duda de que esta crisis de refugiados es distinta. Pero si queremos seguir siendo referente en lo normativo y moral, lo fundamental, es decir, el derecho al asilo sin excepción, no debería cuestionarse.

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