Pelotas que durante décadas cayeron en el techo de la Iglesia de San Tommaso, en Ascoli Piceno.
La memoria y los mecanismos que la activan son a veces indescifrables. Mi suegro, por ejemplo, es capaz de recordar qué hacía en varios momentos de su vida tirando del marcador y de determinados pasajes de partidos del Barça. Nunca falla. Y no son cumbres futbolísticas o finales de Champions. Él puede asociar un Osasuna-Barça a un nacimiento importante; también un anodino Barça-Sporting al funeral de un pariente lejano. En el proceso mental, primero es el partido y luego el recuerdo biográfico. Incluso el banquete de su boda, una comida mano a mano con la que desde entonces sería su esposa, se convirtió con los años en el día en que comió con su ídolo Johan Cruyff en la mesa de al lado. El fútbol tiene esa capacidad para despertar algo en la parte del cerebro que se ocupa de procesar los recuerdos. Especialmente los que no querríamos olvidar y que el paso del tiempo se empeña en erosionar. Italia, en este sentido, ha sufrido una catarsis neurológica colectiva estos días.
El miércoles pasado se viralizó en las redes la fotografía de una plaza de Ascoli Piceno, un pueblo en la región de Las Marcas, donde una grúa limpiaba el tejado de la iglesia románica de balones de plástico. Remates mal ajustados de los años 70, cuando Italia todavía encadenaba Mundiales y no había móviles. El trabajo del operario recuperó décadas de punterazos mal medidos en un terreno de juego imaginario en el que las líneas estaban solo en la cabeza de los niños. Había decenas acumulados en el suelo. Un poema tan simple como efectivo. Esa, en un tiempo de pantallas y distancia, debe ser parte de la gracia y el motivo por el que la estampa de aquel mundo perdido en el tejado de una iglesia ha funcionado como un despertador en el cerebro de media Italia.
Un tipo de balón, entre los que resistieron al frío, el hielo y el sol de tantos veranos, funciona todavía como un puñal en la amígdala del cerebro, ese lugar donde se procesan los recuerdos vinculados a las emociones. El Super Santos es un esférico de plástico naranja con las letras negras y la superficie rugosa. Se comenzó a fabricar en 1962 y se lo inventó un tipo llamado Stefano Seno, un empleado de una empresa de pavimentos deportivos y juguetes que todavía factura cada semana miles de euros. La pelota estaba inspirada en la victoria de Brasil en el Mundial que se disputó ese año. Costaba 350 liras, pero hoy puede comprarse por cuatro euros y es exactamente igual. El operario de Ascoli Piceno sacó una buena decena el otro día del tejado de la Iglesia, conectando con aquella imagen a varias generaciones. Por eso al día siguiente casi todos los periódicos llevaban artículos sobre esa suerte de Cinema paradiso futbolístico.
Un estudio publicado por la Universidad Autónoma de Barcelona y que la revista Líbero convirtió en 2015 en todo un número de su estupenda colección demostró hace tres años que muchos enfermos de Alzheimer recuperan algunos recuerdos a través del fútbol y de sus protagonistas. Si la muerte en vida es el olvido, el método consistiría en algo así como extraer a través de ciertos impulsos las emociones que frenan ese deterioro neurológico. Y el experimento mostraba situaciones tan sorprendentes como un abuelo que no reconocía a sus nietos, pero era capaz de recitar la alineación completa de la España de 1982. La foto de la Iglesia generó una comunión fácil de descifrar en ese sentido. Cuanto más fuerte es la carga emocional, mayor es la activación del recuerdo. La música, como contaba Oliver Sacks en Musicofilia (Anagrama, 2009), funciona igual. Más complejo, quizá, puede ser el mecanismo del recuerdo de aquel Sporting-Barça en el cerebro de mi suegro.
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