La casa propia, la hipoteca colmada con el sudor y la sangre del trabajo y los sueños frustrados de la familia, fue siempre un signo de prosperidad. La residencia —en España necesitamos incluso la segunda— nos situó en el confuso mapa del progreso. También en el fútbol. El estadio determinaba la identidad, las finanzas, el lugar y el poderío para convocar a la parroquia. Incluso ahora para ese negocio llamado naming rights, por el que usted puede rebautizar a un pariente a cambio de un cheque. Y en todo el mundo fue así. Menos en Italia. En la Serie A solo tienen cancha propia tres clubes: la Juventus, el Atalanta y el Udinese. El resto vive de prestado. Los motivos son variados. Pero fundamentalmente tienen que ver con la idiosincrasia burocrática italiana, la corrupción inmobiliaria, las trabas administrativas y un viejo debate de lo que debería ser público o privado. Las consecuencias, ahora que se habla tanto de convertir viejas gradas en centros comerciales, son enormes.
Florentino, un genio moviendo las bolas del ábaco, hizo números. El Bernabéu —ese que el propio Bernabéu quiso tirar en 1973, como contaba Alfredo Relaño en estas páginas— está ocupado una media de 35 noches al año. El resto (330 días) es un solar cerrado que no aporta un duro a la causa y sigue costando una pasta. El nuevo estadio, guste más o menos su aspecto de impresora, quiere ser el Madison Square Garden español. Un espacio con suelo retráctil preparado para acoger conciertos, eventos o misas de cualquier confesión. Costará casi 800 millones de euros. Pero generará, según el club, unos 150 más al año. Da igual si el equipo no lo llena en cada partido: el patrón de ACS tiene razón. El Barça, que ahora caminará de la mano de Spotify, hará algo parecido si quiere pintar algo. El negocio del fútbol ya no es el fútbol. Y el espacio, como lo hizo también el tiempo, configurará esa nueva realidad que habrá que digerir.
Italia, como en casi todo, es una anomalía. Equipos como el AC Milán (siete Champions y Copas de Europa), el Inter de Milán o la Roma no tienen estadio propio. Capitales mundiales del fútbol sin capacidad para rentabilizar un recinto. Todos juegan en viejas estructuras. Renovadas, como mucho, para el Mundial de Italia 90, y propiedad del Ayuntamiento de la ciudad de turno, a la que enriquecen con su espectáculo. Incluso rivales a sangre y fuego como el Inter y el Milan o la Lazio y la Roma, están obligados a compartir techo. Sucede siempre en una estructura con pista de atletismo, vieja y sin posibilidad de rentabilizar nada más que los menguantes abonos de los románticos tifosi. Incluso alguien tan poco documentado, en general, como Matteo Salvini se ha dado cuenta y escribió hace dos semanas una carta al Corriere della Sera recordando que el nuevo estadio del Milan podría aportar 1.200 millones de euros de inversiones para la ciudad.
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El ejemplo de los giallorrossi, como contaba el periodista especializado en economía del fútbol Marco Bellinazzo, es especialmente sangrante. No triunfó el intento de construir uno en el 83 del presidente Dino Viola (luego senador de la Democracia Cristiana) tras lograr el scudetto. Después de varios proyectos, cientos de promesas y denuncias de corrupción, el equipo de la capital de Italia no logra construir su propia casa, tal y como en España ha logrado cualquier hijo de vecino. Puede ser una cultura de la propiedad. Aquello del mejor alquilar que comprar tan centroeuropeo. Pero ni siquiera equipos opulentos y laureados en Italia como el Milan y el Inter, que comparten una vieja casa en San Siro, han logrado todavía embarcar a la ciudad en la construcción del nuevo templo lombardo.
La cultura del alquiler se impuso en el norte de Europa durante décadas. Pero ni siquiera ahora, con una inflación desbocada y el terror al cambio, resisten sus fundamentos ideológicos. El calcio italiano tiene demasiados problemas. Y también muchos doctores. Pero sin un techo, tendrá difícil ponerse a resguardo de la que se avecina.
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