Parapsicólogos, sectas y servicios secretos: así fue la partida de ajedrez más tensa de la historia

El gran maestro británico Michael Stean, que estuvo presente, lo describió como “una experiencia surrealista y el match por el campeonato del mundo más desconcertante y sucio de la historia del ajedrez”. Se celebró en Baguió (Filipinas) entre julio y octubre de 1978 y en él se enfrentaron el por entonces campeón, el soviético Anatoli Kárpov, de 27 años, y un aspirante al título 20 años mayor, el exiliado ruso Viktor Korchnói.

Se zanjó con un resultado agónico: seis victorias para Kárpov por cinco de Korchnói, con 21 tablas. Kárpov retuvo el título, pero llegó a estar contra las cuerdas, desnortado y exhausto. Estos días se ha exhibido en Barcelona, en el marco del BCN Film Fest, The World Champion, un drama deportivo dirigido por Alekséi Sidorov y producido por Nikita Mijalkov que reconstruye (de manera exhaustiva pero un tanto sesgada) ese acontecimiento casi paranormal que fue el match de Baguió.

Sidorov y Mijalkov parecen haber aplicado la máxima de que, entre la realidad y la leyenda, es preferible imprimir la leyenda. De ahí que, en el trepidante espectáculo de ribetes panfletarios en que han convertido su película, Korchnói, una personalidad compleja, sea reducido al papel de traidor artero y villano de opereta, mientras a Kárpov se le retrata como un héroe íntegro.

El verso suelto contra el hombre del régimen

El ajedrez es un juego de ciencia con su dosis de arte que los seres humanos hemos convertido en deporte de competición. En los últimos años de la Guerra Fría fue, además, pasto de la crónica negra (e incluso rosa) y arma geopolítica de primer orden. La Unión Soviética de finales de la década de 1970 tenía equipos de baloncesto o hockey sobre hielo de muy alto nivel y contaba también con futbolistas virtuosos como Oleg Blokhin o atletas excepcionales como Viktor Sarteiev. Pero una de las principales joyas de su corona deportiva seguía siendo el campeonato mundial de ajedrez.

Anatoli Karpov posa en Baguio, Filipinas, durante el campeonato que lo convertiría en el mejor ajedrecista del mundo en 1978.
Anatoli Karpov posa en Baguio, Filipinas, durante el campeonato que lo convertiría en el mejor ajedrecista del mundo en 1978.Jerry Cooke (Corbis via Getty Images)

Kárpov acababa de recuperarla tres años antes del match de Filipinas, gracias a la renuncia del estadounidense Bobby Fischer a defender el título obtenido en Reikiavik en 1972. Fischer, de descomunal talento, había supuesto una afrenta para el orgullo soviético al agenciarse un título que venía siendo patrimonio exclusivo de la nación de la hoz y el martillo desde el final de la II Guerra Mundial. Con la hegemonía recién recuperada y la corona a buen recaudo, en manos de un ajedrecista joven y aún en franca progresión como Kárpov, las autoridades del Kremlin en absoluto esperaban enfrentarse a una amenaza como la que supuso la deserción de Viktor Korchnói en 1976.

El jugador de Leningrado (hoy San Petersburgo) había aprovechado su participación en el torneo de Ámsterdam para solicitar asilo político en los Países Bajos. Sus motivaciones, más que con la disidencia ideológica, tenían que ver con la ambición profesional. Korchnói había sido el último rival derrotado por Anatoli Kárpov en su carrera hacia el título en 1975. A su edad (desertó cumplidos ya los 45 años), aspirar de nuevo a ser campeón del mundo parecía una quimera. Las autoridades soviéticas llegaron a sugerirle que había llegado el momento de dar un paso al costado para no obstaculizar el relevo generacional que suponía Kárpov. El leningradense era, además, un tipo peculiar, temperamental, lenguaraz, impulsivo, sin la dosis de docilidad y sentido de la corrección política necesarios para sobrevivir en el viciado ecosistema del régimen soviético.

Desde su exilio, primero en Países Bajos y luego en Suiza, Korchnói siguió compitiendo al máximo nivel. En su nueva participación en las rondas previas al campeonato del mundo, el llamado Torneo de Candidatos, derrotó con inesperada contundencia a dos excampeones mundiales (Tigran Petrosián y Boris Spassky) y a un tercer jugador de la élite soviética, Lev Polugaievsky. En la película de Sidorov se afirma que los jerarcas deportivos del Kremlin consideraron la idea de que Kárpov renunciase al título, para ahorrarse la humillación de perderlo en el tablero ante un desertor al que despreciaban. Lo cierto es que, en julio de 1978, la mayoría de los expertos consideraban a Kárpov claro favorito, por mucho que se reconociese el espléndido momento de forma que atravesaba Korchnói y el efecto revitalizador que la huida a Occidente había tenido sobre su juego. En el duelo entre el hombre del régimen y el incómodo verso suelto, las apuestas se inclinaban hacia el primero. Michael Stean, que formó parte del equipo de analistas de Korchnói, reconocía: “Soñábamos con ganar a Kárpov, pero nos parecía poco probable”.

Viktor Korchnói y Anatoli Karpov en la tensa partida que dio la victoria al segundo durante 1978.
Viktor Korchnói y Anatoli Karpov en la tensa partida que dio la victoria al segundo durante 1978.Jerry Cooke (Corbis via Getty Images)

Para obtener el título había que ganar seis partidas, sin contar las tablas. Tras 17 juegos, Kárpov había obtenido ya cuatro victorias por solo una del aspirante. El match parecía sentenciado en lo deportivo y, además, se había transformado ya en un extraño sainete al que la prensa internacional asistía con estupor creciente. Para Sidorov y compañía, la culpa fue de un Korchnói desesperado que quiso recurrir al juego sucio para desestabilizar a un rival superior. La historia real, muy probablemente, presenta muchos más matices.

La silla giratoria, la secta y la serpiente

Podría decirse que todo empezó con unas gafas de sol, la primera manzana de la discordia. Kárpov alegó que Korchnói las utilizaba para deslumbrarle, proyectando contra sus ojos el reflejo de los focos de la sala. Korchnói aseguró que las llevaba para protegerse de la gélida mirada de desafío con la que Kárpov intentaba intimidar a sus adversarios. El árbitro principal, el alemán Lothar Schmidt, y su equipo llegaron a probar las gafas sentados en la misma posición que los jugadores para determinar hasta qué punto el deslumbrante efecto espejo denunciado por Kárpov era cierto. Concluyeron que no resultaban molestas, pero aun así solicitaron a Korchnói que, en acto de buena voluntad y en aras de la concordia, se las quitase, cosa que acabaría haciendo en la recta final del match.

También se polemizó sobre si a Korchnói se le permitía jugar bajo bandera holandesa (el país que le concedió asilo) o suiza (su lugar de residencia). La delegación soviética insistía en que se trataba de un desertor y un apátrida (Korchnói no representaba a ninguna delegación, solo a sí mismo) al que, en todo caso, se podría permitir lucir una bandera blanca en su parte de la mesa de juego. Los representantes de Korchnói contraatacaron ofreciéndose, de manera un tanto jocosa, a jugar bajo la Jolly Roger, la bandera pirata. Al final, decisión salomónica: no hubo banderas en la mesa.

Pero la munición de grueso calibre, la paranoia y el delirio llegarían a partir de la segunda partida. Los jugadores empezaron a enzarzarse en polémicas bizantinas sobre el tipo de sillas utilizadas (Korchnói insistió en un modelo determinado, por razones de comodidad, y Kárpov exigió que fuese desmontada y examinada con rayos X para comprobar que no incluyese ningún dispositivo de escucha), sobre el hecho de que fuesen giratorias (Kárpov adoptó la costumbre de girarla una y otra vez mientras su rival pensaba, cosa que a Korchnói le resultaba muy molesta) o sobre si se permitía o no permanecer de pie junto al tablero. Korchnói protestó también por los yogurts de arándanos que los camareros de la sala sirvieron a Kárpov durante la segunda y la tercera partida, alegando que era posible que se tratase de un sistema de comunicación en clave con sus analistas. El equipo arbitral decidió que el soviético podría seguir recibiéndolos con la condición de que fuese siempre a la misma hora y que se informase previamente al árbitro de cuál iba a ser el color del yogurt recibido.

Viktor Korchnói fotografiado durante una partida en Londres en 1983.
Viktor Korchnói fotografiado durante una partida en Londres en 1983.Ben Martin (Ben Martin/Getty Images)

También fue motivo de agria polémica la presencia de un miembro secundario de la delegación rusa, Vladímir Zhukar, neurólogo del laboratorio de Psicología de la Universidad de Moscú. Korchnói insistió en que se trataba de un parapsicólogo, una especie de brujo a sueldo que le miraba fijamente con la pretensión de hipnotizarlo. Se le prohibió sentarse en las cinco primeras filas, pero no asistir a las partidas, y el equipo de Korchnói tomó medidas para neutralizar el supuesto efecto de sus técnicas de hipnosis situando junto al neurólogo a personas afines que le miraban fijamente, para romper su concentración.

Luego llegó la ruptura del protocolo más elemental del ajedrez, un deporte de tradiciones versallescas en el que la cortesía entre los rivales no suele ser negociable. Kárpov renunció a estrechar la mano a Korchnói y este recurrió, según los soviéticos, a musitar insultos en voz baja, por lo que hubo que prohibir cualquier interacción verbal entre los jugadores e incluso las ofertas de tablas empezaron a hacerse a través de los árbitros.

En un clima ya del todo delirante, Petra, la pareja de Korchnói, empezó a presentarse en la sala en compañía de dos miembros de Ananda Marga, una secta de origen indio con un cierto predicamento por entonces en ambientes de la contracultura estadounidense. Korchnói explicó que se trataba de sus instructores de yoga, pero se les acabó prohibiendo el acceso a la sala al comprobar que tenían antecedentes penales y que estaban aprovechando su presencia en Filipinas para exigir la libertad del líder de su grupo, encarcelado por intento de asesinato. Los soviéticos aprovecharon la presencia de ese par de “criminales convictos” vinculados al equipo de Korchnói para romper el pacto de caballeros alcanzado unas jornadas antes y volver a sentar al ínclito doctor Zhukar en las primeras filas. Muy cerca, por cierto, de la pareja presidencial filipina, el dictador Ferdinand Marcos y su esposa Imelda, que no entendió muy bien el considerable revuelo generado a su alrededor por la presencia del hipnotista.

En la película de Sidorov se hace referencia, además, a incidentes no contrastados y que el equipo de Kárpov esgrimió como prueba de que la CIA estaba conspirando para favorecer a Korchnói: la aparición de una serpiente en la habitación del hotel en que se hospedaba el campeón del mundo y el intenso ruido, generado por el vuelo de helicópteros o aspersores que se ponían en marcha en plena noche, que le impedía dormir en la residencia privada a la que acudió después de dejar el hotel. Tal y como recuerda Stean, “cada jornada se producía una nueva rueda de prensa con acusaciones mutuas y el equipo arbitral se veía obligado a intervenir para apagar incendios”. The World Champion muestra también a Korchnói presentándose en la sala de juego con un contador Geiger para asegurarse de que los niveles de radioactividad no fuesen peligrosos. “Pueden creer que los soviéticos son capaces de eso y más”, es la frase que le atribuye la película.

Nunca sabremos a quién favoreció o perjudicó semejante despliegue de pirotecnia circense y geopolítica. Se llegó a finales de septiembre con ambos rivales crispados y jugando por debajo de su nivel habitual. Kárpov lideraba el marcador por un confortable 5 a 2 cuando entró en un profundo bache que le llevó a sufrir tres derrotas en cuatro partidas, entre la 28 y la 31. La joya de la corona podía volver a Occidente y encima en manos de un ruso enemigo del régimen. El 17 de octubre se disputó la partida decisiva. Un Korchnói pletórico, con el viento a favor tras sus recientes victorias, adoptó una defensa de alto riesgo, la Pirc, aspirando a sentenciar el match con las piezas negras. Kárpov recuperó la inspiración justo a tiempo y consiguió una posición ganadora en 41 movimientos y cinco horas de juego. Korchnói aplazó la partida, pero abandonó sin reanudarla. Korchnói, que soñaba con proclamarse campeón del mundo desde que era un adolescente famélico en el Leningrado asediado por los nazis, solo pudo tocar su sueño con las yemas de los dedos.

Kárpov volvió a Moscú con el título y se olvidó de yogurts, parapsicólogos y sectas. Stean recordaba con estas palabras el insólito nivel de acritud y hostilidad personal e ideológica que se vivió en aquel match de locos: “Kárpov era la quintaesencia de todo aquello que Viktor odiaba de la Unión Soviética. Consideraba que Kárpov había optado voluntariamente por representar la ortodoxia del régimen. Viktor era un luchador, y supongo que al enfrentarse a Kárpov se sentía como se hubiese sentido un miembro de la resistencia francesa ante alguien que hubiese colaborado con los nazis”.

En cuanto a la perspectiva soviética, siempre según Stean, “retener el título era como imponerse en la versión cerebral de la carrera espacial”. Kárpov era su respuesta a Occidente, su hombre en la Luna. Tres años después se repetiría el duelo en la bella ciudad italiana de Merano, en circunstancias bastante menos cinematográficas, pero también con el título en juego, y Kárpov se impondría de nuevo a un Korchnói aún magnífico, pero ya sin la energía necesaria para ser campeón del mundo. El siguiente en citarse con la gloria, ya en plena Perestroika, entrada la década de 1980, sería un tal Gari Kaspárov. Entonces sí que la corona cambió de manos.

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