Campus de la Universidad de Stanford, en California.David Madison (Getty Images)
El presidente estadounidense Joe Biden dice que está “planteándose seriamente” aliviar la deuda estudiantil, lo cual es probable que signifique que se avecina una reducción importante de los compromisos adquiridos por los alumnos. Por un lado, Biden lo prometió en la campaña de 2020. Por otro, es una prioridad progresista a la que puede dar respuesta mediante una acción ejecutiva, un aspecto importante si se tiene en cuenta la extrema dificultad de conseguir algo a través de un Senado dividido a partes iguales.
¿Cuánta ayuda va a ofrecer a los estudiantes? No tengo ni idea. ¿Cuánta debería ofrecer? Soy partidario de llegar tan lejos como las realidades políticas lo permitan, pero entiendo que una condonación demasiado generosa podría producir una reacción adversa. Y no estoy seguro de saber dónde se debería trazar la raya.
Lo que creo que sé es que gran parte de esa reacción contraria a las propuestas de reducir la deuda estudiantil se basa en una premisa falsa: la creencia de que los estadounidenses que han ido a la universidad suelen ser miembros de la élite económica.
La falsedad de esta proposición salta a la vista de quienes fueron explotados por instituciones depredadoras con ánimo de lucro que los empujaron a endeudarse para obtener unos títulos más o menos inútiles. Lo mismo puede decirse de los que se endeudaron para estudiar, pero nunca consiguieron sacar un título, que no son pocos. De hecho, alrededor del 40% de los receptores de préstamos para estudiantes nunca terminaron su formación.
Pero incluso entre los que la completaron, un título universitario pocas veces es garantía de éxito económico, y no estoy seguro de hasta qué punto se tiene conciencia de esta realidad.
De lo que sí se tiene una conciencia generalizada es de que Estados Unidos se ha convertido en una sociedad mucho más desigual a lo largo de los últimos 40 años, más o menos. En cambio, en qué consiste esa desigualdad creciente no es tan conocido. No dejo de encontrarme con personas aparentemente bien informadas que creen que, sobre todo, estamos ante una brecha cada vez mayor entre quienes poseen una educación superior y los demás.
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Esta visión tenía algo de verdadera en las décadas de 1980 y 1990, aunque ni siquiera entonces explicaba los enormes aumentos de ingresos en la zona alta de la distribución, es decir, el ascenso del 1%, y más aún entre el 0,01%. Sin embargo, lo cierto es que, desde el año 2000, la mayoría de los titulados universitarios han visto cómo sus ingresos se estancaban o incluso disminuían.
El Instituto de Política Económica llevó a cabo un análisis muy útil de estos datos justo antes de la pandemia. Entre 1979 y 2000 se daba una coincidencia aproximada entre el aumento de uno de los indicadores de la desigualdad general —es decir, la diferencia entre los salarios en el percentil 95 y los del trabajador medio— y su cálculo de la ventaja salarial media de los trabajadores con estudios universitarios. Por el contrario, desde 2000, la desigualdad salarial ha seguido aumentando, mientras que la prima universitaria apenas ha variado.
Es más, no todos los titulados superiores han tenido la misma experiencia. A algunos les ha ido bastante bien, mientras que muchos no han visto ninguna mejora sustancial en sus ingresos.
Actualmente, los estadounidenses que se encuentran dentro del percentil 95 no se consideran ricos, porque no lo son, y desde luego no en comparación con los consejeros delegados de las grandes empresas, los inversores de fondos de alto riesgo y demás élite salarial. Pero sí que han visto aumentar significativamente sus ingresos. En cambio, el típico licenciado universitario —que es, recordemos, una persona que acabó sus estudios y recibió un título oficial— no.
Así es como lo veo yo: gran parte de la deuda estudiantil que pesa sobre millones de estadounidenses puede atribuirse a falsas promesas.
Algunas de esas promesas eran estafas puras y duras. Piensen en la Universidad Trump. Incluso aquellos que no fueron directamente engañados, fueron atraídos por los mensajes de la élite que les aseguraban que un título universitario era un billete al éxito económico. Demasiados de ellos no se dieron cuenta de que las circunstancias de su vida posiblemente imposibilitarían que acabaran los estudios. A los estadounidenses acomodados de clase media-alta les cuesta entender lo difícil que puede resultar para los jóvenes de familias más pobres con ingresos inestables el seguir estudiando. Muchos de los que lograron terminar descubrieron que la recompensa económica era mucho menor de lo que pensaban.
Y demasiados de los que fueron víctimas de las falsas promesas acabaron cargando con grandes deudas.
Por supuesto, hay muchos estadounidenses que han sufrido las consecuencias de la creciente desigualdad. Yo no diría que los endeudados para pagar estudios sean más víctimas que, por ejemplo, los camioneros que han visto caer sus salarios reales o las familias atrapadas en zonas rurales y pequeñas ciudades estadounidenses en declive. Y deberíamos ayudarlos a todos.
Por desgracia, la mayoría de las cosas que podríamos y deberíamos estar haciendo por los estadounidenses necesitados —como, por ejemplo, la ampliación de la desgravación fiscal por hijos— no pueden llevarse a cabo con 50 senadores republicanos, más Joe Manchin. En cambio, aliviar la deuda estudiantil es algo que Biden puede hacer, así que debería hacerlo.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía. © The New York Times, 2022. Traducción de News Clips
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