El presidente Joe Biden termina su discurso y tiende la mano para estrechársela a un acompañante imaginario. No hay nadie a su lado. La acción se repite unos días más tarde. Por su parte, el expresidente George Bush condena a Vladímir Putin por haber invadido Irak, no Ucrania.
Los principales dirigentes norteamericanos parecen confundidos. Pero no lo están en su relación con América Latina, donde demócratas y republicanos casi siempre han coincidido en que cualquier vínculo con los pueblos que habitan al sur del río Bravo debe establecerse según los intereses, exigencias, necesidades y caprichos exclusivos del Gobierno de los Estados Unidos.
Con esta marca ha nacido la novena Cumbre de las Américas, que se desarrollará del 6 al 10 de junio en Los Ángeles. Persistente en cometer errores cuando se trata de establecer una relación respetuosa con las naciones latinoamericanas y caribeñas, la Administración norteamericana ha convocado la nueva cumbre, poniéndola en peligro y mostrando más que la fortaleza, la debilidad diplomática de la Administración de Biden. Además, aunque esto ya parecía imposible, las decisiones de Washington han aumentado la pésima reputación de la Organización de los Estados Americanos (OEA) como entidad representativa regional.
La convocatoria a una nueva cumbre evidencia que, más allá del estrepitoso fracaso en la imposición del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), en 2005, estas solo han servido para sustentar e impulsar la injerencia norteamericana en América Latina, consolidando las asimetrías existentes entre el centro y la periferia del continente.
Así, algunos de sus objetivos rectores, como han sido combatir la corrupción y el narcotráfico, fueron utilizados por Washington para ejercer poderes extraterritoriales, sancionando unilateral y coactivamente a sus opositores políticos en otras naciones bajo el pretexto de eliminar los peligros que amenazaban a nuestras democracias.
La novena cumbre parece estar condenada a transformarse en lo que han sido casi todas las cumbres para la soberanía democrática en la región: un fiasco. La decisión unilateral del Gobierno de Biden de vetar la participación de Cuba, Venezuela y Nicaragua no hace más que confirmarlo.
El presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, ha exigido la suspensión del veto norteamericano como condición para estar presente en Los Ángeles. Los gobiernos de Gabriel Boric (Chile), Alberto Fernández (Argentina), Xiomara Castro (Honduras) y Luis Arce (Bolivia) también han expresado su malestar y rechazo a la decisión de la Administración de Biden. Ni López Obrador ni Arce asistirán a la cumbre.
Las objeciones del Gobierno boliviano expresan además su contundente condena a la participación del secretario general de la OEA, Luis Almagro, en el proceso de desestabilización y violencia política que vivió el país en 2019. A lo largo de su ya tortuosa gestión, Luis Almagro no ha hecho más que demostrar que el artículo 19 de la Carta de la OEA es un simple elemento decorativo que él no está dispuesto a cumplir: “Ningún Estado o grupo de Estados tiene derecho de intervenir, directa o indirectamente, y sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos o externos de cualquier otro”.
Enfrentamos un momento crucial para el sistema interamericano. Aceptar las condiciones impuestas por el Gobierno de Estados Unidos sin más o con expresiones de disgusto políticamente inocuas significará un retroceso democrático inexplicable en un momento en el que, más allá de sus dificultades, se multiplican los gobiernos progresistas y de izquierda en América Latina.
Se trata de pensar alternativas a un sistema en crisis, fortaleciendo los espacios ya existentes, particularmente la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC); reconstruyendo la maltratada Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), y haciendo lo que demostró que era posible hacer el primer ciclo progresista en la región: América Latina y el Caribe deben construir sus propias agencias de integración regional, instituciones y espacios multilaterales, sin exclusiones ni tutelas; reconociendo la experiencia inspiradora, aunque no por eso exenta de complejidades, de la Unión Europea; creando una arquitectura de integración que se nutra de la diversidad y se edifique en el respeto inalienable a la soberanía de los pueblos.
Estados Unidos podrá ser parte de este gran desafío histórico. Para esto, deberá definitivamente abandonar su prepotencia hegemónica y colonial, dejando de considerar que a los pueblos de América Latina y el Caribe no les cabe otro destino que el de ser el patio trasero de sus aspiraciones imperiales.
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