Los primeros en negociar fueron Francia, Alemania y Reino Unido en 2002, con enorme escepticismo por parte de la Casa Blanca de Bush, entonces plenamente controlada por los halcones neocons. El programa iraní de enriquecimiento de uranio, sobre el papel destinado a la industria civil, servía también para la producción del plutonio que se necesita para el arma nuclear. No tenía sentido que Estados Unidos se mantuviera al margen, según percibió muy pronto el secretario de Estado, Colin Powell. La incorporación a las conversaciones fue una decisión que tomó, ya en el segundo mandato de Bush, la nueva jefa de la diplomacia Condoleezza Rice, animada por Javier Solana, entonces negociador europeo con Teherán.
El acuerdo, alcanzado en 2015, no fue cosa de Barack Obama y sus dos secretarios de Estado, Hillary Clinton y John Kerry, sino de largos años de esfuerzos europeos y estadounidenses, de republicanos y demócratas, para evitar que un país tan estratégico se hiciera con el arma nuclear y animara la proliferación especialmente en Oriente Próximo, o provocara una nueva guerra, que sería, con Irak y Afganistán, el tercer frente abierto por Washington en la región. Incorporar a Irán a la comunidad internacional, aislado desde 1979 y sometido a un duro régimen de sanciones, se antojaba una tarea de trascendencia similar a la apertura a China por parte de Kissinger y Nixon en la década de los setenta.
La negociación empezó sin ritmo ni perspectiva bajo la presidencia del radical Mahmud Ahmadineyad, y tomó brío y velocidad gracias a la victoria en 2013 del actual presidente Hasan Rohani. La fórmula adoptada combinó una diplomacia multilateral paciente con un severo régimen de sanciones, a la que se añadía la eventualidad de represalias militares en caso de un retroceso flagrante o un engaño: “Todas las opciones están sobre la mesa” era una de las frases más repetidas entonces. Pero nada hubiera sido posible sin la negociación bilateral y secreta facilitada por el sultán Qabus de Omán y encabezada por el subsecretario de Estado, William Burns, exembajador en Moscú y Amán. Burns ha sido el minucioso cronista de su desarrollo en las memorias de reciente publicación, tituladas The Back Channel (Elcanal de atrás, subtituladas Una memoria de la diplomacia americana y el caso en favor de su renovación). El canal de atrás estaba pensado para ocultarse ante el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, partidario de la vía militar, que consideraba las conversaciones una traición y ahora ha podido convencer a Trump para romper el acuerdo.
Para Burns, probablemente el mejor diplomático de la reciente historia estadounidense, el pacto fue el mayor éxito de la política medio oriental de Obama y su destrucción la expresión de “un peligroso desinterés hacia la diplomacia”. Y ya se sabe que cuando no se gasta en diplomacia, hay que gastar más en munición, tal como dijo el exsecretario de Defensa Jim Mattis, el único que ha cantado las cuarenta a Trump, el emperador del caos.
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