Donald Trump durante un mitin en Alaska, el 9 de julio.JUSTIN SULLIVAN (AFP)
Donald Trump ha vuelto a dejar caer que podría presentarse a las elecciones presidenciales de 2024. Lo que significa que es posible, aunque todavía no probable, que recupere su cuenta de Twitter. Después de un año y medio sin Trump, no podemos decir que esta red social se haya convertido en un remanso de paz en el que nos dedicamos a debatir y conversar entre risas y abrazos, pero el presidente era especialmente hábil en sacarnos a todos de quicio. Aún más de lo normal.
Cuando Elon Musk hizo la oferta de compra por la plataforma ya avisó de que le devolvería la cuenta al tuitero más famoso del mundo, y aseguraba que las sanciones temporales tenían sentido, pero no las indefinidas. Este acuerdo está en los tribunales porque Musk ya no lo ve claro, pero aun así la empresa lo tendrá complicado para seguir negando el acceso a un candidato a la Presidencia.
No todo el mundo está de acuerdo: los más críticos con Trump recuerdan que en realidad Twitter y el resto de redes sociales fueron mucho más permisivas con el político que con cualquier otro usuario, y solo se atrevieron a suspender su cuenta cuando ya había perdido las elecciones y había provocado y azuzado un asalto al Capitolio.
Es verdad que, hace unos meses, Trump dijo que no volvería a Twitter y que estaba plenamente dedicado a la red social que había construido tras su expulsión del resto de redes, Truth Social, la plataforma en la que hay libertad de expresión (excepto para criticar a Trump). Pero Truth Social está siendo un fracaso descomunal y Trump nunca se ha caracterizado por ser muy de fiar: The Washington Post contó más de 30.000 afirmaciones falsas o engañosas durante su mandato (unas 4.700 en sus tuits). No viene de una más.
Trump fue el primer político que le sacó partido a Twitter, tanto durante la campaña como en los cuatro años de su mandato. No usó la cuenta oficial de la Presidencia (@potus), sino la personal, pasando de 20 a 87 millones de seguidores, más del doble de los que tiene ahora Joe Biden. Según recoge CNN, tuiteó 25.000 veces en esos cuatro años, una media de 18 mensajes al día, contando retuits. Trump no los escribía todos: una parte estaba a cargo de Dan Scavino, su responsable de redes sociales y, según Michael C. Bender, de The Wall Street Journal, “la única persona en la que Trump confiaba para tuitear por él”.
Trump logró amplificar su mensaje gracias a provocaciones en las que sentaba la agenda del día, sin ningún interés en tener razón o en decir la verdad, sino con el único objetivo de que tuiteros y medios recogieran sus despropósitos y le concedieran una atención desmedida. Sus aprendices españoles, Vox, han imitado este estilo. Y, hay que admitirlo, con un éxito considerable.
La pregunta es si hemos aprendido algo. Cuando Trump vuelva, si vuelve, ¿prestaremos atención a sus insultos a políticos y periodistas, a sus guiños a la extrema derecha o a su insistencia en que sus manos tienen un tamaño normal? ¿Continuaremos cayendo en todas esas trampas prefabricadas tanto por el republicano como por sus imitadores? El primer tuit de Trump será noticia, claro. Pero ¿y los que vengan después?
Me gustaría pensar que nos hemos aburrido ya de estas provocaciones facilonas, que hemos aprendido la lección y que ya sabemos que hay que poner en cuarentena las teorías de la conspiración y los insultos. Pero me da que no es así, que volveremos a picar y que tendré que comprar más ibuprofeno. Como resumiría el propio Trump, SAD.