El expresidente de Estados Unidos, Donald Trump, durante un mitin en Florida, este domingo.CRISTOBAL HERRERA-ULASHKEVICH (EFE)
Joe Biden y otros líderes políticos demócratas —como Barack Obama, que está teniendo un gran protagonismo electoral en estas semanas— plantean las elecciones del próximo día 8 como unos comicios decisivos para el futuro de la democracia en Estados Unidos de América. A su juicio, no está en juego quién gana, solamente, sino el mismo sistema de libertades que representan los valores de su país.
Biden inauguró este marco el pasado primero de septiembre en su importante discurso en Filadelfia: “Demócratas, independientes, republicanos de la corriente principal: debemos ser más fuertes, más decididos y comprometidos con salvar la democracia estadounidense de lo que lo están los republicanos de MAGA con destruir la democracia estadounidense”.
Aunque lo cierto es que este enfoque, casi dramático, de excepcionalidad moral no coincide con amplios sectores de la opinión pública que, de manera más terrenal y pragmática, han dejado de reverenciar la democracia y su sistema de contrapesos y alternativas como un valor supremo, y apuestan por sistemas de corte autocrático o tecnocrático. Así lo muestra un estudio del Pew Research Center en una encuesta a 17 países: la democracia representativa y la directa son una buena forma de gobierno en su país, pero “una media del 49% creía que un sistema en el que ‘expertos, no funcionarios electos, toman decisiones de acuerdo con lo que creen que es mejor para el país’ sería muy o algo bueno”.
Otros estudios, de ámbito latinoamericano, van más lejos todavía. De acuerdo con la última edición del Latinobarómetro, a casi tres de cada 10 latinoamericanos les da lo mismo un régimen democrático que uno no democrático. Y, según un estudio de la Vanderbilt University, en la mayoría de los países de América Latina y el Caribe, más del 50% prefiere un sistema que garantice asistencia material a uno que garantice elecciones.
Es en este contexto, y tras el excelente resultado de Jair Bolsonaro en Brasil (por cada voto que consiguió Lula entre la primera y la segunda vuelta, él consiguió casi dos y medio), la estrategia de plantear una disyuntiva casi histórica de ribetes moralizantes (nosotros los demócratas somos los buenos frente a la derecha radical que son un peligro) puede impedir ver la realidad de cara y con toda su crudeza. Bernie Sanders ya advirtió, en este sentido, que los demócratas estaban dejando de lado la agenda económica y eso podía tener un duro coste electoral.
Aunque escandalice, para una gran mayoría, especialmente los perdedores de la crisis pospandémica, la democracia ha dejado de ser útil, segura y eficaz para resolver los problemas cotidianos. No se puede hablar de democracia a quien lo ha perdido casi todo, tiene serias dificultades para llegar a fin de mes, su salario —si lo tiene— se deprecia con la inflación y ha tenido que recortar la adquisición de alimentos por la carestía de la canasta básica. Hoy, para las rentas medias y bajas, el peligro es la inflación, no la conspiración radical.
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Los extremistas explotan estos humores sociales con una doble vara. Por una parte, usan los procesos electorales para avanzar y, por otra, los cuestionan y relativizan cuando no consiguen sus objetivos, asociando los valores democráticos a los males que padecen muchos perdedores de esta larga crisis, agravada por el conflicto militar en Ucrania. Los demócratas, atrapados por el esencialismo de esos principios, no consiguen zafarse de esta llave de judo republicana que les han hecho, donde, además, se muestra a los liberales como peores gestores de la economía y sin la firmeza necesaria para resolver los problemas reales de la mayoría.
Hay que aceptar, sin aspavientos ni reproches, que, pospandemia, se ha producido una alteración significativa de valores y que lo personal e individual —después de comprobar la fragilidad de la vida y la precariedad de un futuro no superador ni garantista— está galvanizando a las mayorías sociales tras una agenda cortoplacista, de urgencias inmediatas, de perímetros pequeños y cotidianos, y de prioridades básicas. No se le pueden exigir heroísmos intelectuales a las personas que tienen miedo, dolor, resentimiento o angustia. La altura moral, para quien se la pueda pagar. Pero la mayoría no está en estas condiciones.
Las midterms son unas elecciones decisivas para saber cuál es la verdadera pregunta de las elecciones: ¿Está en riesgo la democracia o está en riesgo la economía personal, familiar y cotidiana? ¿Son los demócratas de siempre o estos nuevos republicanos más radicales los mejores conductores en tiempo sombríos y de zozobra generalizada?
Donald Trump, con su instinto depredador, intuye el clima de época y ve estas elecciones como el preámbulo necesario, además, para su posible candidatura: «Y ahora, para que nuestro país sea exitoso y seguro y glorioso, muy, muy, muy, probablemente lo haré de nuevo, ¿de acuerdo? Preparaos. Es todo lo que os digo. Muy pronto», dijo hace unos días. Aunque no lo tendrá fácil. El gobernador de La Florida, Ron DeSantis, puede ver relanzadas sus aspiraciones presidenciales, si consigue el excelente resultado que anticipan las encuestas recientes.
Ambos, Trump y DeSantis, creen que las elecciones del 8 de noviembre resolverán algo más que un resultado: instalarán la demanda de liderazgos extremos, sin complejos, sin ambigüedades y, si es necesario, sin escrúpulos. Pero apegados a un lenguaje y a una agenda permeable, a este clima social inestable e insaciable, de demandas urgentes e impacientes.
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