Estados Unidos acudió el martes a las urnas con Donald Trump en el centro del escenario político por cuarta vez en seis años, y por cuarta vez se comprobó que su fuerza real en las urnas es mucho menor que su asombrosa capacidad para intoxicar.
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Los resultados definitivos pueden tardar días en conocerse, pero este miércoles por la mañana se podía afirmar ya que los republicanos no han logrado capitalizar el desgaste de la presidencia de Biden, como suele hacer la oposición en las elecciones de medio mandato. El sistema de elecciones cada dos años fomenta que los ciudadanos voten a la contra y hagan que el poder en Washington siempre esté repartido. Es raro que no suceda. El resultado provisional apunta apenas a un empate amargo, que sabe a derrota en una situación de inflación de precios disparada y con la valoración ciudadana del presidente por debajo del 40%. La causa de la incapacidad de los republicanos para ganar un solo escaño en el Senado, cambiar alguna gubernatura o ganar con contundencia la mayoría en la Cámara (los datos indican que será republicana, pero a esta hora solo ha cambiado de manos un escaño neto) no se pueden atribuir a la sonrisa de Biden ni a la fortaleza de un mensaje demócrata que lleva meses desnortado y a la defensiva por la situación económica. La causa hay que buscarla en el lado republicano. Ahí es donde, contra todo precedente en el comportamiento de los expresidentes, Donald Trump decidió que él iba a ser el factor decisivo en estas elecciones. Deseo concedido.
Trump perdió las elecciones de 2016 por más de tres millones de votos, aunque ganó la Casa Blanca gracias a la cirugía electoral: apenas unas decenas de miles de votos en tres Estados clave. Durante cuatro años, actuó como una bola de demolición de las instituciones de Estados Unidos desde dentro del Despacho Oval. En ese tiempo cayeron tradiciones democráticas, normas de decoro institucional no escritas, límites intocables sobre el uso del poder presidencial. Pero los ciudadanos corrigieron esa deriva en cuanto tuvieron la oportunidad. En 2018, el Partido Republicano perdió 40 escaños en la Cámara de Representantes (el mayor retroceso desde la presidencia de Nixon) y la mayoría en la misma. En 2020, perdió la Casa Blanca (esta vez por siete millones de votos) y el control del Senado, con derrotas en lugares tan tradicionalmente republicanos como Arizona o Georgia. Los agoreros fallaron. El sistema resistió.
Sin embargo, la negativa de Trump a reconocer el resultado electoral amenazaba con crear una división tóxica imposible de solucionar no ya en el Congreso, sino ni siquiera por las urnas, hasta el punto de que la posibilidad de un enfrentamiento armado entre extremos se ha convertido en charla de café. Las elecciones de 2022 eran la oportunidad para comprobar si esa era la deriva sin remedio a la que Trump había condenado a la democracia norteamericana. Al negar el resultado electoral, la continuidad de Trump como fuerza hegemónica en la derecha norteamericana ponía en cuestión la democracia misma, como acertadamente ha declarado Biden.
Trump ha extendido su control sobre el Partido Republicano gracias a su chequera y a la fascinación que ejerce sobre aproximadamente un tercio largo de las bases, un grupo sin el cual es imposible para un candidato ganar sus primarias. Así, han ganado escaños y cargos de responsabilidad cientos de candidatos que abrazan con entusiasmo los disparates del expresidente para tener su apoyo. Pero una conclusión que dejan estas elecciones es que ese apoyo solo es decisivo a nivel local. En las elecciones en las que la circunscripción es estatal (gobernadores o senadores) no da para ganar al centro moderado que, afortunadamente, parece seguir existiendo. Esto es clave para que el partido pueda empezar a hablar claramente de dejar atrás a Trump. Él se va a resistir.
La derrota del trumpismo tiene rostro en al menos seis de esas competiciones. En estas elecciones han perdido los trumpistas que aspiraban a gobernador y a senador por Pensilvania, el que aspiraba a senador por New Hampshire y los candidatos a gobernadores de Maryland, Massachusetts y Nueva York. Faltan por conocer los resultados de Arizona, donde dos candidatas del magaverso van camino de perder en las elecciones a la gubernatura y el Senado, aunque lo ajustado del resultado puede convertir de nuevo Arizona en la zona cero del conspiracionismo antidemocrático. Igualmente, candidatos negacionistas aún tienen opciones en Georgia y Nevada.
Al mismo tiempo, una serie de republicanos han ganado cómodamente sus elecciones sin necesidad de Trump, como el gobernador de Texas, Greg Abbott, o el de Florida, Ron DeSantis, quien no oculta su intención de ser candidato en 2024. Entre ellos destaca Brian Kemp, que repite como gobernador de Georgia. Kemp se enfrentó a Trump cuando este intentó que las autoridades republicanas del Estado manipularan los resultados electorales de 2020 y se negaran a certificar la victoria de Biden en el Estado. Si el marco es la supervivencia de la democracia, es una buena noticia que hayan ganado candidatos que tienen una marca republicana propia al margen de Trump. Una marca peligrosamente extremista, sí, pero no trumpista. No cuestionan el sistema electoral.
La industria de las encuestas nos dirá en los próximos días qué han votado los negros, los latinos, los sindicatos, los jubilados, los jóvenes, los militares y las amas de casa blancas de los suburbios. También qué influencia ha tenido la derechización del Tribunal Supremo, patente al eliminar la protección del derecho al aborto vigente durante 40 años, a la hora de movilizar el voto demócrata. Pero los números finales apuntan a que EE UU sigue siendo un país dividido razonablemente por la mitad, donde se vota en paz, en el que un segmento del electorado cambia de opción política sin problemas de un ciclo a otro y los candidatos pesan tanto o más que los partidos. Es decir, como siempre. Aunque ha derechizado su partido de una manera inquietante que ya juzgarán los votantes, Trump no ha logrado por ahora alterar en lo fundamental la convivencia democrática cuando se trata de votar. Puede parecer una obviedad, pero eso es algo que estaba en juego en estas elecciones, y las primeras conclusiones son buenas.
La deriva iliberal del republicanismo acumula ya tres asaltos fracasados a las instituciones de Washington. Pero la batalla no ha terminado. Si Trump fue un obús inesperado que dejó daños visibles en la Casa Blanca, el trumpismo es una bomba de racimo que se esparce por todo el andamiaje institucional de Estados Unidos, causando daños inapreciables desde lejos. La lucha por la salud de la democracia se traslada ahora a condados, municipios, oficinas del sheriff, fiscalías o juntas escolares, cargos electos con más influencia en la vida diaria que la Casa Blanca. El siguiente partido acaba de empezar.
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